Obra de Eva Navarro |
Hace unos días me escribió un
amable lector para felicitarme por el Espacio Suma NO Cero. Acto seguido me comentó dos cuestiones relacionadas con un artículo que había publicado acerca de la
naturaleza del diálogo. La primera objeción
era que «la capacidad de modificar la voluntad
ajena que tiene el discurso argumentativo no siempre se consigue». Estoy
totalmente de acuerdo. Cuando escribí El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza, me tocó desromantizar el diálogo (me refiero a lo que en las páginas de este ensayo conceptualizo como diálogo sin diálogo) y explicar que no necesariamente la inteligencia vence a la fuerza, pero sí cabe ponderar qué elementos comparecieron cuando ese deseado triunfo sucedió en un determinado momento, y el libro trataba de desentrañarlos. A mí me gusta ofrecer la contraimagen de esa formulación popular
que nos recuerda que dos no riñen si uno no quiere: dos personas no se
entienden si una de ellas no quiere entender. Da igual qué argumentos se desgranen, la
calidad de las ideas que se tracen en la conversación, o cuántos recursos lingüísticos
y epistémicos se movilicen, porque la experiencia compartida del diálogo no
requiere únicamente habilidades discursivas, necesita ante todo la
disposición ética de sus participantes. Cuando dos personas desean entenderse
acaban entendiéndose. Ese deseo suele ser casi siempre anterior al propio diálogo y a la alfabetización discursiva que se presupone a quien participa en él. El diálogo solo es posible gracias a dimensiones anteriores al diálogo.
Para que dos personas armonicen sus discrepancias,
ambas han de ser cuidadosas en el entender y juzgar a su interlocutor. Han de
ser solícitas, cordiales, amables, mostrar concordia discursiva. No hablo de
competencias comunicativas, sino de comportamiento ético. Es muy fácil constatar que cuanto mayor es la cercanía afectiva entre quienes dialogan, mayor es la intensidad ética y más sencillo el
entendimiento. Para poder entablar
un diálogo digno de llamarse así es fundamental que quienes se adentren en su engranaje compartan y cumplan unas
normas discursivas básicas, pero también éticas. De lo contrario el diálogo no
puede alzarse a la categoría de diálogo. Solo se puede entender a alguien si ponemos nuestra atención a su disposición, a las múltiples batallas interiores que lo constituyen y que probablemente ignoramos, del mismo modo que desconocerá las nuestras. En la experiencia dialógica no hay
cabida para el insulto, la mala educación, la deshonestidad, la treta manipuladora, la enunciación que
irrespeta, el ímpetu de lacerar y ridiculizar, la atribución de mala voluntad a la desavenencia, la selección de léxico destinado a condensar lo hiriente para despedazar el corazón ajeno,
la satisfacción de dejar maltrecho el sagrado adentro del interlocutor trayendo a
colación información íntima pero extemporánea. Esta es la diferencia sustancial
entre hablar y dialogar. En el diálogo tratamos a la otra parte con el mismo valor positivo y el mismo amor que solicitamos para nuestra persona. La belleza asoma cuando tratamos a los demás con el cuidado que todo lo valioso se merece. Embellecer nuestros actos sea acaso el propósito más elevado que podamos acometer, y el diálogo es un fabuloso coadyuvante.
La
segunda objeción era la siguiente. «Lo segundo es que,
aunque sea con argumentos sólidos y sin engaños, también se puede objetar que
no todo el mundo tiene la misma facilidad de palabra y que quien domina el
discurso tiene ventaja». Si partimos de la
disposición ética anterior, es muy fácil replicar
esta afirmación. Si una persona alberga habilidad para verbalizar posibles soluciones, la ventaja no
es unilateral, es conjunta, recae en las personas que participan
en la búsqueda de los argumentos más convenientes para todas ellas. Se dialoga para pacificar, fortalecer y mejorar el espacio
intersubjetivo a través de la exposición de argumentos, cuya porosidad y plasticidad conviene recalcar, porque merced a estas cualidades nuestros argumentos pueden reconfigurarse al ser concernidos por otros argumentos. Recuerdo que en una ocasión una amiga mía
me reprochó que cuando hablábamos solía acabar adhiriéndose a mis argumentos, y no al revés, lo que resumió en un enojado «siempre me acabas ganando». Me eché a reír y
le contesté que en el diálogo no hay contendientes y por lo tanto no hay lugar para
la dialéctica de vencedores y vencidos. El diálogo es un espacio y un tiempo de corresponsabilidad en los que ni se vence ni se convence a nadie. Una persona se convence a sí
misma a través de la polinización de los argumentos que se ponen en común. Los
argumentos elegidos son momentánemente los más idóneos para los fines que mancomunadamente se
persiguen, pero puede ocurrir que en el decurso de la relación aparezcan nuevos
argumentos que superen esa idoneidad. La dignidad de la que somos titulares centellea cuando una persona se autoconvence a sí misma,
al margen de dónde procedan los argumentos que acaban de modificar la
constitución del ser que es. Es una metamorfosis que me maravilla cada vez que la observo en mí y en quienes dialogan conmigo.
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