lunes, junio 02, 2014

En busca de la atención



Vivimos en la econonomía de la atención. Millones y millones de estímulos rivalizan encarnizadamente por atrapar nuestra atención, el recurso más valioso en una sociedad de consumo que ha hecho de la venta de un bien o un servicio el principio rector de la vida. Parece que hemos venido a este mundo a vender o a comprar algo, y todo lo demás que se adosa a la experiencia de existir es una mera nota a pie de página. La ubicua pulsión de vender para extraer un beneficio necesita la inexorable participación de nuestra atención para conocer la existencia de lo que nos ofertan, evaluarlo, compararlo, aceptarlo o desdeñarlo. Esta dialéctica venta-compra nos asetea permanentemente en un ecosistema que se sostiene si consumimos y genera desesperación social encarnada en desempleo si impedimos que nuestro dinero circule con alegría ejecuntando macroscópicos círculos concétricos. A mí me gusta decir que una persona es autónoma cuando tiene la capacidad de colocar su atención donde quiere y no donde le sugiere cualquier otro que no sea él. Con su lenguaje árido la jerga aulal denomina a esta circunstancia el foco de control. Cuando nuestra atención nos desobedece y se posa allí donde son otros los que dictan ese mandato entonces nos convertirmos en personas subordinadas. Sujetos que perdemos autonomía. Son muchos los entes heterónomos que pastorean nuestra atención y hacen que se vuelva díscola a nuestras órdenes. Las circunstancias, el medio ambiente, las personas de algunos círculos de convivencia, las estrategias de marketing, los silentes discursos del inconsciente colectivo, el mercado y su permanente afan por transfigurar deseos en necesidades, los relatos publicitarios, el comportamiento de los demás que señalan unos valores para la cotización social  y deprecian otros, el ejemplo de los líderes, la información que seleccionan los recipientes mediáticos. Todo confabulando para que nuestra atención no sea nuestra.

Despojada de su misticismo y de su abstracción, la felicidad comparece cuando la realidad coopera con nuestros intereses, sí, pero sobre todo cuando construimos intereses verosímiles que mantengan simetría con nuestras capacidades para que permitan al menos en teoría su conquista. Para una tarea tan compleja y muchas veces arbitraria necesitamos el monopolio de nuestra atención y la voluntad férrea de no permitir la entrada a nada que nos la desestabilice con comparaciones nocivas, expectativas desemesuradamente ilógicas y absurdas, con la exacerbación de deseos tremendamente exigentes, con quimeras que nos desnorten y nos borren la referencia de nuestro grupo de iguales, con narrativas sociales que espolvoreadas de un modo aparantemente inocuo asignan a lo venal atributos de felicidad y se los despojan a las cosas sencillas y gratuitas. Encontramos aquí una nueva paradoja. El sistema de consumo necesita hurtarnos la atención y polucionárnosla con relatos que procuren su perpetuación, pero al hacerlo perdemos autonomía. Dicho de otro modo. Para ser felices nos conviene ser inteligentemente autónomos, pero no para mantener en equilibrio la organización social que hemos urdido en torno al mercadeo de bienes y servicios. Otra tensión más que añadir a la colección.

martes, mayo 27, 2014

Lo siento, no se puede desaprender



Últimamente se ha instalado en el argumentario social el silogismo de que para aprender cosas nuevas debemos desaprender otras que nuestro sistema de creencias ha inmunizado a pesar de que el conocimiento las haya declarado erróneas. Desaprender es el nuevo punto neurálgico que señalan muchos formadores que anhelan cambiar algún herrumbroso paradigma. Se ha conceptualizado la mística del desaprendizaje como prólogo de un aprendizaje novedoso que exige nuevos marcos, una habilidad para abrir las puertas desprejuiciadamente al nuevo conocimiento. Hay que desaprender para aprender, es la consigna proclamada con cierto orgullo por el efectismo que provoca este juego de palabras, una ecuación que a fuerza de repetirse se ha alojado en la literatura sin que apenas nadie cuestione su validez. Pues no. No es así.

El cerebro absorbe los estímulos de su alrededor, una realidad sensorial que el tejido neuronal transforma en códigos abstractos para construir razonamientos, inferencias, deducciones que le ayuden a hacer predicciones más o menos fiables. De lo concreto brinca a lo abstracto, de la materia que configura el presente intenta construir elucubraciones que le permitan avizorar el futuro. Aprender se erige así en un proceso activo que además trae adosada la función de sustitución y borrado. Un nuevo conocimiento reemplaza a otro que ha quedado invalidado por nuevas evidencias más poderosas, más empíricas, mejor razonadas, más sólidas, hasta que otras demuestren lo contrario y jubilen a sus predecesoras, que al descartarse y no utilizarse se desintegrarán hasta alcanzar su propia extinción. Del mismo modo que sólo se fortalecen los músculos que se entrenan, sólo se se solidifica y se combina en la memoria la información que se maneja asiduamente, y se olvida aquella que apenas haya generado sinapsis en los apéndices arbóreos de las neuronas. Con esta lógica de las creaciones se expande el conocimiento y el aprendizaje. Esta es la razón de que nadie tenga que realizar ningún esfuerzo para desaprender. Es un proceso pasivo. Se impulsa él solo. Basta con incorporar nuevos paisajes discursivos que refuten a los anteriores para que este proceso arranque. No hay que desaprender nada porque ya lo hacemos sin que seamos conscientes. Hay que aprender y pertrecharse de nuevas evidencias que den respuestas más convincentes a las demandas de nuestro alrededor.  Nuestro cerebro se encargara de sustituir las viejas evidencias por  las nuevas. Y esto no es desaprender. Es justo lo contrario.