lunes, octubre 20, 2014

Hablarse bien



Stonedhead II, de Didier Lourenço
Una de las prescripciones más repetidas en cualquier curso es que debemos «hablar bien». Nada que objetar. Una de las obligaciones improrrogables es convivir fraternalmente con las palabras, porque ellas son la única forma que tenemos de acomodar la realidad en los circuitos neuronales de nuestro cerebro, el único instrumento para que lo que apresan nuestros ojos abandone su condición innominada y por tanto incomprensible y borrosa. Hablar bien es irrevocable para cualquier tarea que nos anude con los demás, pero se nos olvida muchas veces que también lo es «hablarse bien». Yo he escrito muchas veces que el alma es esa conversación que mantenemos con nosotros mismos a todas horas contándonos lo que hacemos a cada minuto. Lo que somos se construye con la conversación íntima entre yo y yo, una charla tan espontánea y a la vez tan vital como la propia respiración. Hablarse  bien es saber discernir correctamente en qué lugar de nosotros debemos posar nuestra atención. Hablarse bien es no abusar de introspección porque un análisis excesivo desencuaderna cualquier conclusión y saquea la realidad hasta dejarla absurda y desazonadora. Todo en exceso es veneno, decía con razón el clásico.

Hablarse bien es saber mirar en derredor y elegir correctos elementos de referencia personales y sociales con los que leernos no para mortificarnos sino para incrementar posibilidades. Es colorearse con sustantivos, verbos y adjetivos en los que salgamos bien parados o nos brinden propósitos de enmienda y mejora. El psicólogo Albert Bandura defiende que nada influye tan poderosamente en la vida del hombre como la opinión que tenga de su eficacia personal. Esa percepción de la autoeficacia vincula con el lenguaje interior, con las narrativas íntimas, con el relato que en el día a día vamos escribiendo con aciertos y tachones de nosotros mismos. Cómo nos hablemos determina cómo actuaremos. El efecto Galatea nos indica que nos esforzamos por cumplir las expectativas que depositamos en nosotros mismos. Las expectativas son ficciones que aspiran a suceder, sí, pero su génesis está en el discurso interior, en esa conversación marcada como un metrónomo con la que nos empalabramos a cada instante y que a mí me gusta llamar alma. Hablarse bien tendría que elevarse al rango de deber hacia uno mismo.  

viernes, octubre 17, 2014

Breve elogio de las Humanidades

La mirada, litografía de Didier Lourenco

Hace poco me preguntaron en una entrevista de radio qué cambiaría del sistema educativo. La pregunta no era extemporánea. Venía motivada porque estaba presentando el libro La educación es cosa de todos,incluido tú (Editorial Supérate, 2014). Mi respuesta fue tan breve como sincera: «No tengo ni idea. No soy la persona adecuada para responder a algo así». La presentadora se quedó un poco decepcionada por mi contestación. Con un silencio incómodo me impelió a decir algo más. Entonces comenté que una de las fallas que contemplo en el actual sistema educativo, pero por extensión en el orbe del conocimiento, es que prima una educación exacerbadamente tecnificada en la que las Humanidades están siendo paulatinamente desterradas de la oferta curricular y del discurso social. Se promociona y se imparte una educación empecinada exclusivamente en la empleabilidad, en lo que la filósofa norteamericana Martha Nussbaum denomina en su ensayo Sin ánimo de lucro «una educación para la obtención de renta». 

Un amigo mío, profesor de Filosofía en un colegio, me comentó esta semana que todos los años comienza el curso preguntando a sus alumnos qué es un ser humano, y que ante esa pregunta todos los chicos y chicas se encogen de hombros. Las Humanidades sirven para responder a ese interrogante. Nos hacen tomar conciencia de tres cosas nucleares que muchas veces se nos olvidan: que somos personas, en qué consiste el acontecimiento de ser persona, y que todas esas alteridades con las que interactuamos en el ecosistema social son igualmente personas y por tanto equivalentes a nosotros en derechos y deberes. Cuando hablo de Humanidades no me refiero a abstracciones sofisticadas, sino a literatura, arte, cine, música, teatro, filosofía, ética. No creo que haya un propósito más noble por parte de la educación que el de enseñarnos a tratar a los demás con la misma consideración que exigimos para nosotros, es decir, mostrar interés y respeto hacia el valor positivo que una persona solicita para sí misma. Esta conducta higienizaría actuales decisiones políticas, económicas, financieras, sociales, en las que las personas son agentes muy secundarios e irrelevantes si suponen un obstáculo para la maximización del lucro privado. Para incardinar esta actitud en nuestro comportamiento es primordial ver al otro como una prolongación de nosotros mismos. Y sólo podemos ver al otro de este modo ético si nos zambullimos en el arte, los relatos, la música, la filosofía, el cine, las narrativas, en todas aquellas manifestaciones que nos hacen reflexionar en torno a nosotros, nos afilan la naturaleza empática, nos viviseccionan y nos muestran en qué consiste vivir y convivir. A mí me gusta repetir que no hay mayor optimización del beneficio de todos que el cultivo de las Humanidades. Espero haber aclarado por qué.