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Obra de Nick Lepard |
El abogado del diablo fue una
figura instaurada por la Iglesia Católica en el siglo XVI. Permaneció vigente
hasta que Juan Pablo II la eliminó en la década de los
ochenta del siglo pasado. Se empleaba en los procesos de beatificación. Como era habitual que ante la presentación de un candidato todo fuesen loas y epítetos
celestiales, se decidió encomendar a
un tercero la investigación de los aspectos más desfavorables del posible santo. Con la información recolectada, esta persona confrontaba e impugnaba los ditirambos con los que
el candidato era ensalzado frente a los miembros del tribunal. Inyectaba disensión para muscular los argumentos del debate. Así nació
el abogado del diablo. Recordada su genealogía, esta figura es perfecta para entornos cloroformizados por el pensamiento
grupal (ese que transforma las decisiones del grupo en rituales de unanimidad a la búlgara), por el
hiperliderazgo que inhibe la iniciativa personal, por los grupos terriblemente
endogámicos que reducen la inicial visión multipolar a una visión unívoca cuando sus miembros conviven largo tiempo con
personas con intereses, competencias, tareas, preparación académica y estatus parecidos. Allí donde hay sospechoso consenso, allí donde la recurrencia del conflicto escasea, allí el abogado del diablo tiene mucha tarea por delante.
Se suele afirmar en plan jocoso que el jefe ideal es
aquel que coloca a su lado a gente con valentía suficiente como para decirle esas
cosas por las que en cualquier otro trabajo les mandarían a engrosar las listas del paro. Erich Fromm aseguraba que la humanidad sólo había progresado gracias a actos de desobediencia. El disidente evita el pensamiento uniforme, unidimensional, acrítico, la peligrosa estandarización y el etiquetado que desdeñan los matices, la ausencia de visiones alternativas que cronifican el estatus quo aunque sea empobrecedor, los puntos ciegos que
operan sobre nuestro intelecto y hacen que no veamos aquello que para otra
mirada es evidente, las ilusiones cognitivas que sólo las percibimos cuando
alguien nos objeta lo que para nosotros hasta hace un segundo era indudablemente obvio.
El abogado
del diablo nos señalará como personas portadoras de un pensamiento falible,
delatará nuestra excesiva confianza en lo que creemos saber y nuestra renuencia
a admitir el protagonismo de nuestra ignorancia en la adopción de decisiones. La disensión es
primordial para que la duda se erija en la reina que legisle todos nuestros enunciados, puesto
que sólo quien duda se plantea la veracidad de lo afirmado por unos y otros. Necesitamos la presencia de un disidente que nos impida dar crédito a lo
primero que se nos pase por la cabeza o llegue a nuestros oídos. Un
abogado del diablo dentro y fuera de nuestro cerebro.
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