martes, junio 02, 2015

La desigualdad



Los Estados intentan promover la igualdad de oportunidades entre sus ciudadanos. No deja de ser paradójico que se fomente la igualdad de oportunidades para luego pugnar por la desigualdad. Se intenta estrechar la participación del azar y las determinaciones sociales en la vida de las personas para a partir de ciertos tramos de edad y formación competir por objetivos que entronizan la desigualdad. La desigualdad ocurre cuando el acceso a los recursos, derechos y oportunidades no se distribuye equitativamente, cuando hay notables desventajas entre los ciudadanos en las posibilidades de alcanzar el bienestar. Aquí podemos rotular el epicentro de la paradoja. Si se promociona la igualdad de oportunidades para beligerar por la desigualdad, esa desigualdad debilita la futura igualdad de oportunidades entre nuevos miembros de la comunidad, así en un bucle infinito que a cada nueva rotación incrementa la brecha. La tesis del autor de Estructura social y desigualdad en España (José Saturnino Martínez García, profesor de Sociología en la Universidad de La Laguna y colaborador de Eldiario.es) es que la trayectoria de clase posee una enorme centralidad en el devenir de nuestras vidas y su ubicación en la pirámide social. Se habla mucho de grupos de edad, de género, de inmigrantes, de cualificación, pero muy poco del impacto de la clase social. El autor defiende que todos buscamos el bienestar (dicho de un modo más aclaratorio y menos etéreo, anhelamos la vida digna asociada imaginariamente al cumplimiento de los derechos tipificados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos). Una sociedad es justa si las posibilidades de lograrlo descansan en decisiones libres y no en situaciones sobre las que no tenemos control. La decisión personal depende de nuestra voluntad, y las circunstancias sobre las que no podemos operar deliberadamente las agrupa en nuestras conexiones sociales, la formación de creencias, habilidades y capacidades, la dotación genética y la formación de preferencias y aspiraciones (que el autor demuestra que lejos de ser decisiones aleatorias están ligadas a la clase social de origen, a lo que Pierre Bordieu denomina el habitus, las formas de obrar, pensar y sentir vinculadas a la posición social).   

A partir de estas desigualdades y estas diferencias el autor establece las distintas combinaciones que pueden darse y que provocarán la generación de una desigualdad concretada en la disparidad de renta cuyos tramos servirán para delimitar la geografía de las clases sociales. La clase social se revela así como una cuestión de poder adquisitivo que sin embargo coloniza tentacularmente todas las demás cuestiones y opera como un predictor más fiable que la mayoría de las variables para avizorar dónde desembocarán nuestras biografías. El fracaso escolar, las oportunidades vitales, el acceso a estudios postobligatorios, las preferencias académicas, la elección de trabajos, las tasas de desempleo, los costes de oportunidad, el acceso  a bienes culturales, la participación laboral de las mujeres en las diferentes estratificaciones del mercado, todo vincula más con las circunstancias de la clase social del sujeto que con su voluntad, modelada previa e inconscientemente por las propias circunstancias de la posición en el entramado social. Estas circunstancias confabulan contra la igualdad de oportunidades de inserción laboral en un mercado muy heterogéneo en cuanto a ocupaciones, remuneraciones y prestigio. La pluralidad de este mercado enlaza con las clases sociales en tanto que hemos convertido el trabajo en el portavoz de nuestra identidad y en el elemento neurálgico de nuestra reputación. El libro ofrece información científica y datos que corroboran el tremendo protagonismo del destino de clase y reafirma o replica los modelos liberal y socialdemócrata. No es un libro académico y el autor adopta una postura con los temas que trata. Es un ensayo claro y sencillo, lo que anima a imaginar una redacción llena de dificultades. Muy interesante.



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viernes, mayo 29, 2015

Anatomía del cambio



La literatura sobre gestión del cambio dedica abundante bibliografía a las resistencias que generan los cambios en las personas. La palabra cambio siempre se presenta de un modo laudatorio, se le atribuye un prestigio asociado decididamente irrefutable. El cambio, mudar o alterar una cosa o situación, es un valor en sí (y por eso las siglas políticas lo enarbolan en sus eslóganes para recolectar votos), pero en una extraña paradoja a su lado suelen aparecer adosadas resistencias congénitas, inercias que suelen releerlo con animadversión. La siempre picajosa realidad indica que las cosas no son exactamente así ni de sencillas ni de dicotómicas. Los seres humanos somos reluctantes al cambio cuando las cosas van bien, pero lo deseamos cuando comprobamos que van indefectiblemente mal. Conviene agregar a este diagnóstico una variable de enorme centralidad en nuestra convivencia íntima con los procesos de cambio. Nos amistamos e ilusionamos con aquellos cambios sobre los que tenemos control, pero nos llevamos muy mal con aquellos que son impuestos sin la participación de nuestra voluntad. 

Son estas últimas permutaciones las que generan reticencias muy enraizadas. Suelen inducir estados de ánimo muy lánguidos y de ahí el estigma y la tensión que en ocasiones las acompañan. Así que los promotores de cualquier cambio intentan subvertir este segundo paisaje: que el cambio impuesto sea simultáneamente deseado. Se trataría de incidir sobre el sistema de creencias e ideas a través de todos los mecanismos de producción de influencia. Si deseamos insertar un cambio, es condición ineludible promocionar las ventajas de ese cambio, prescribir y estimular una construcción correcta de expectativas que lo hagan apetecible, objetivar el modo de implementarlas, y hacer partícipe del proceso a los implicados que absorberán las consecuencias. La literatura también defiende la dirección contraria. En determinadas coyunturas resulta muy didáctico citar el desastre al que nos conduciría la petrificación. Cierto que hay cambios que nos conducen a escenarios aparentemente peores o no deseados, pero el término de la comparación para evaluar ese cambio no es de dónde venimos, sino a dónde nos arrojaría el inmovilismo. Elegir un correcto elemento de contraste en nuestro análisis es capital para evaluar con garantías el proceso de cambio. Yo prefiero la opción de levantar expectativas que amplíen posibilidades, decisión idealista que suele provocar entusiasmo, y no recurrir a la segunda (presentar horizontes aciagos), que segrega resignación y deprime las condiciones ambientales. Siempre se cambia para incrementar lo bueno o para disminuir lo malo, nunca para lo contrario, aunque muchas veces estas fronteras se tornan muy borrosas. Bueno y malo pueden poseer significados diametralmente opuestos en función de los intereses de los actores sobre los que impacta el cambio. Y a partir de aquí todo se enreda. Bienvenidos al laberinto.



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