jueves, octubre 22, 2015

Tiempo remunerado / tiempo libre


Paseo, de Didier Lourenço
Por increíble que parezca existen personas que poseen dos vidas. Yo siento decepcionar a los que de vez en cuando se dan un paseo tranquilo por este Espacio Suma NO Cero, porque confieso públicamente que solo dispongo de una. Cuando señalo que existen personas que dan simultánea hospedería a dos vidas, no estoy esgrimiendo una hipérbole, lo único que hago es repetir con rigurosa literalidad sus propias palabras. Los propietarios de dos vidas suelen emplear la expresión vida profesional en contraposición a su vida personal, o a la inversa, como si efectivamente hubieran logrado la proeza biológica de multiplicar o dividir por dos la experiencia de estar vivo. Los que se relatan a sí mismos desde el ángulo de observación de sus dos vidas suelen citar mucho todo lo relacionado con su vida profesional, aunque sea para quejarse de la vampirización que esta vida aplica a la otra vida. Esta multiplicación o división de la unidad indisoluble que es vivir puede provocar situaciones controvertidas. ¿Es vida personal o es su antagonista levantarse todos los días para ir a trabajar? El café con tostadas de la mañana, ¿es un café para que coja fuerzas la vida profesional, o se trata de un simple tentempié para que espabile la vida personal? Por muy evidente que sea que en el ecosistema laboral uno elige qué quiere compartir y qué contenidos considera apropiados o no para conversar con sus compañeros, cuando uno entra en el lugar de trabajo, ¿quién es el que realmente se mete hasta allí dentro? ¿Se puede dejar a la persona que somos en el recibidor y a la vez acercarnos hasta la mesa donde nos espera una jornada por delante? 

A mí me gusta emplear la distinción más razonable de tiempo remunerado y tiempo libre. Resulta difícil separar estas regiones de tiempo en un mundo en el que cuando alguien te pregunta qué eres en realidad te está preguntando en qué trabajas. Esta coloquial sinonimia delata con sencilla transparencia que los resortes identitarios de una persona y su cotización en los entramados sociales se abrazan a su destino laboral. Lógico que se haya instalado en la producción de significados compartidos el sofisma de que el trabajo dignifica, cuando paradójicamente es por la obtención de un trabajo cada vez más escaso y después por no perderlo cuando más fácil y más personas la pierden. La nueva retórica ha colonizado el imaginario hasta el extremo de que mucha gente utiliza el término absoluto vida adosándole un adjetivo para referirse a la realización de un menú de tareas retribuidas, por muy absorbentes y por mucha capacitación que exijan. Puesto que a diferencia del tiempo libre (y por eso precisamente se llama así) el tiempo remunerado es tácitamente obligatorio (aunque luego uno intente elegir o competir con otras personas en qué ocuparlo), si realmente queremos obtener información valiosa de una persona, no le preguntemos en qué trabaja, sino qué hace cuando no trabaja. Si queremos hacernos una idea del tipo que tenemos delante, no intentemos averiguar que piensa, sino qué desea; no nos detengamos en sus palabras, sino en lo que deletrean sus actos. Como todas estas verificaciones requieren una inversión muy elevada de tiempo y energía, tendemos a economizar calibrando rápidas asociaciones para convencernos de que sabemos algo de alguien simplemente porque ahora ya sí hemos conocido cómo rellena su tiempo remunerado. Leyendo hace unos días el libro de aforismos que publicó Carlos Castilla del Pino con el genial título de Aflorismos, me encontré con uno tremendamente perspicaz: «Diferenciar entre quién se es y qué se es. Lo segundo es accesorio y, como tal, perecedero». Pura pedagogía.



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martes, octubre 20, 2015

Sentir para saber, saber para sentir


Pintura de Keiyno White
Recuerdo una objeción a un artículo en el que escribí que los sentimientos son el cálculo informativo del grado de incursión de nuestros deseos en la realidad. Un lector dejó un comentario en el que se quejaba de por qué hay que complicarlo todo tanto, que dejemos que el corazón se manifieste por sí mismo, que hay que pensar menos y sentir más. Esta aparentemente inocua objeción transparenta el enorme batiburrillo conceptual y semántico que existe en torno a las emociones y los sentimientos. La mayoría de las veces los utilizamos como sinónimos, cuando no lo son. En conversaciones coloquiales se esgrimen gigantescas sinonimias en las que la palabra emoción significa cosas muy distintas, o diferentes palabras (emoción, afectividad, sentimientos, pasión, inteligencia emocional) acaparan un significado análogo. Este es uno de los motivos por el que muchas de estas conversaciones desembocan en la más absoluta ininteligibilidad. Pero este tremendo extravío no sólo se produce en el lenguaje llano y en las charlas espontáneas. Yo he leído a reputados investigadores hablar de los sentimientos embalsamándolos bajo el concepto de emociones, y a la inversa, referirse a emociones señalándolas como sentimientos. Un auténtico galimatías. 

Una de las definiciones más diáfanas con la que me he topado en los últimos quince años se la leí a Antonio Damasio en su segundo ensayo En busca de Spinoza, el punto de partida para su inmediato El error de Descartes: «Si las emociones se representan en el teatro del cuerpo, los sentimientos se representan en el teatro de la mente». Las emociones son mecanismos automatizados del organismo que se activan para procurarnos una adecuada respuesta adaptativa a la situación en la que nos encontramos, o a aquella en la que anticipamos nos encontraremos. No son el resultado de una deliberación, sino manifestaciones rápidas para equilibrarlo todo de manera veloz. Ahora bien, cuando somos conscientes de la emoción, cuando la absorbemos racionalmente y la hacemos operar en el umbral de la conciencia junto al acervo adquirido de otras experiencias tanto propias como vicarias, la convertimos en un sentimiento, concretamente en un sentimiento emocional.

Pondré un ejemplo. El miedo que se dispara desde la amígdala sin pasar por la neocorteza ante una amenaza inopinada es una emoción, pero el miedo tamizado por la racionalidad ante una futura situación amenazante es un sentimiento. De ese sentimiento pueden derivarse comportamientos como la huida, la sumisión, o el ataque. Los sentimientos pueden ser sentimientos emocionales y sentimientos cognitivos. Los sentimientos emocionales son las emociones conscientes, y los sentimientos cognitivos son el resultado de la interacción intelectiva de nuestros sentimientos emocionales con nuestros pensamientos privados, y luego con los sentimientos emocionales de los demás para alumbrar los sentimientos sociales. El sentimiento social abandona el lenguaje primario del yo y se adentra en el lenguaje secundario de lo cívico. Basta con echar un vistazo a cualquiera de esos sentimientos para constatar que siempre aparece la figura del otro.

Los sentimientos sociales pueden ser sentimientos de apertura al otro (amor, amistad, compasión, altruismo), sentimientos de animadversión al otro (envidia, celos, odio, etc.), o sentimientos preventivos para no resquebrajar el espacio y los propósitos compartidos (culpa, vergüenza, equidad). Puesto que son sentimientos en los que interviene el conocimiento, tenemos la infinita suerte de que se pueden modular y por tanto educar en aquella dirección que permita construir una convivencia amable. La ética coloca justo aquí su lupa observadora cuando reclama incluir a los demás en nuestras deliberaciones. También la educación reglada cuando nos educa como ciudadanos y no como meros instrumentos destinados a la empleabilidad. En este punto exacto mi mejor amigo y yo inventamos y verbalizamos hace siglos el lema que delata la triple entente que han pactado las emociones, los sentimientos y la racionalidad: «Sentir para saber, saber para sentir». Hasta creamos una dinámica que yo a veces empleo en cursos para demostrar empíricamente este círculo virtuoso.

Esta aventura sería pedagógicamente muy sencilla si no agregáramos que todo opera de un modo vertiginosamente nodal. La conciencia de una emoción genera un sentimiento emocional, pero ese sentimiento emocional puede intermediar en la emoción que siempre permanece atenta al choque con lo inesperado. A su vez los sentimientos emocionales se pueden modificar gracias a la intervención de la inteligencia, que simultánea e hipostatizadamente está condicionada por los factores contextuales (somos inteligencias compartidas en un momento histórico concreto y en una cultura concreta también) y por los valores personales, y la inteligencia, que comete muchas torpezas, puede educarse gracias a la participación de los sentimientos emocionales, que dan paso a sentimientos sociales, que a su vez intervienen sobre la miríada de los emocionales y sobre la propia inteligencia que los ha construido, todo en una urdimbre tupida de bucles infinitos y siempre en permanente actividad. Toda esta gigantesca red que convierte cualquier saber en un saber muy precario la solemos bautizar como entramado afectivo. Y esta reducción lingüística provoca muchos grandes equívocos. O frases sin sentido, como afirmar que hay que sentir más y pensar menos.



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