martes, febrero 02, 2016

Los demás habitan en nuestros sentimientos



Obra de Alex Katz
Resulta desconcertante nuestro afán por minusvalorar el impacto de los demás en nuestras vidas. Aristóteles ya comprobó que los demás son irrenunciables para la persona que somos y abrevió esta certeza en el archiconocido «el hombre es un animal político por naturaleza». Añadió un corolario imprescindible que sin embargo no ha cobrado tanta notoriedad: «Y quien crea no serlo es un dios o es un idiota». En un hermoso libro titulado El animal racional e interdependiente, el filósofo Alasdair MacIntyre defiende el papel protagonista de los demás en tanto que nuestra fragilidad y nuestra vulnerabilidad hacen que cada uno de nosotros seamos existencias anudadas a otras existencias. Nuestra condición de seres interdependientes es vitalicia, pero parece que solo somos capaces de sortear nuestra miopía para percibirla de un modo diáfano en la infancia y la vejez. Entremedias se abre el reino de un individualismo que considera a cada uno de nosotros autosuficiente y propugna que uno puede alcanzar todo aquello a lo que sus méritos se hayan hecho acreedores. Al utilizar un avieso sistema de atribuciones la teoría individualista desdeña deliberadamente el medio ambiente social y los recursos que posibilitan el desarrollo de destrezas y capacidades. Ocurre lo mismo con el pensamiento positivo. Individualiza todos los procesos que permiten la intrusión en la felicidad, olvidando que la felicidad personal requiere indefectiblemente un entorno de felicidad política. En su último ensayo, Despertad al Diplodocus, Marina lo explica con su habitual claridad: «La felicidad subjetiva es un sentimiento intenso de bienestar, mientras que la objetiva es el conjunto de condiciones sociales, económicas, institucionales y convivenciales que favorecen el acceso a la felicidad subjetiva». Quizá los demás nos importan tanto que cuanto menos lo sepan, mejor, y ese es el motivo de tratar al otro y el entramado donde se efectúan las interacciones con tanta desidia.

La relevancia de los demás en nuestras vidas es tan mayúscula que un porcentaje elevado de nuestros sentimientos se construye en función de cómo articulamos nuestra relación con ellos. Realmente no nos relacionamos con las personas que conforman esa agregación llamada los demás, sino con la imagen que tenemos de ellas, que es nuestra, no suya. La profesora de Psicología Itziar Etxeberría clasifica las emociones sociales en función del resultado favorable o desfavorable surgido de nuestra comparación con el otro. En el premiado ensayo Las experiencias del deseo, Jesús Ferrero también cartografía los sentimientos dividiéndolos en cuatro momentos generados por el amor (eros) y el odio (misos)  a uno mismo y al otro. En las experiencias interpersonales las combinaciones posibles alumbran una copiosa ristra de sentimientos de poderosa onda expansiva en la conducta y en la personalidad de los sujetos. Si el yo se compara y sale bien parado se apropiará del sentimiento de orgullo (no confundir con ser orgulloso), pero si no lo regula bien puede devenir en arrogancia, soberbia, vanidad. Si el yo se parangonea y sale desfavorecido puede padecer sentimientos de envidia (la aflicción que nace de contemplar la prosperidad ajena, sobre todo en el grupo de referencia) y celos (sentir al otro como una amenaza que puede provocarme una pérdida). Si el yo sufre la desaprobación del otro sentirá vergüenza, o la sentirá igualmente si los ojos del otro contemplan cómo uno no está a la altura de las metas que presupone la estandarización social. Si transgrede normas e inflige daño a otro sentirá una culpa que servirá para la reparación y también para contrapesar o inhibir futuras acciones.

Incluso muchas respuestas emocionales traducidas en sentimientos de índole individual son fruto de la presencia de los demás. La bondad es ayudar al otro y la crueldad es perjudicarle o alegrarse de su daño. La simpatía es alistarnos con el otro y la antipatía es negarle el acceso a nuestro mundo. La alegría es la exultación que desborda los límites de nuestro cuerpo y nuestro silencio y se expande en línea recta y con insujetable celeridad hacia el otro para compartirla con él. La tristeza demanda la atención del otro, o activa una introspección en la que tarde o temprano aparecerá alguien con un nombre y unos apellidos que no tienen nada que ver con los nuestros. La ira brota cuando sentimos que un tercero impide injustamente que alcancemos nuestros propósitos. El aprecio promociona lo admirable en el otro, el desprecio  publicita justo lo contrario. El amor es un deseo en el que comparece un sinfín de sentimientos para aunar una biografía con otra biografía en aras de hacer que los fines de uno sean los fines del otro. La compasión hace propio el dolor ajeno, la indolencia lo ignora. El egoísmo es la preferencia de perjudicar a los demás a fin de conquistar un deseo personal, el altruismo es la decisión de ayudar desinteresadamente a otro a conquistar una meta incluso arriesgándonos a sufrir un coste. Sintetizando. En el relato de cualquiera de nuestros sentimientos siempre hay alguien que no somos nosotros.



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jueves, enero 28, 2016

Hoy por mí mañana por ti


Ne in a million, obra de Didier Lourenço
Ayer me di un largo paseo por las calles más céntricas de la ciudad. Vi a unas cuantas personas pidiendo en las aceras, sentadas con la mirada hundida al lado de sucios letreros de cartón en los que aparecía garabateada una frase que en breves y rudimentarias palabras demandaba ayuda y en algunos casos explicaba telegráficamente por qué (estoy enfermo, tengo hijos, no encuentro trabajo, necesito medicinas, etc.). Me llamó poderosamente la atención uno de esos carteles que transgredía la petición convencional. La consigna solicitaba la ayuda del transeúnte recordando el dicho latino qui pro quo, pero expresado en castellano: «Hoy por mí mañana por ti». Nada más leerlo me acordé del fantástico y tremendamente elocuente ensayo El mal samaritano de la socióloga Helena Béjar. En sus páginas la profesora se preguntaba por qué ayudamos a los demás, por qué existe gente que se apunta al voluntariado y dona el cada vez más escaso tiempo libre. Las respuestas son variadas, pero las habituales son la perpetuación de la reciprocidad, tanto directa como indirecta (que es a la que instaba el cartel con el que me topé), la gratificación personal, la sensibilidad empática y su correlato el sentimiento de compasión, el altruismo, el deber, la solidaridad, la justicia. Helena Béjar descubrió que los voluntarios se movían bajo el imperativo de un altruismo endocéntrico, es decir, se sentían bien consigo mismos ayudando al otro. Después de entrevistar a muchos de ellos, dedujo que se movían en el lenguaje primario del yo. Con su acción afilaban los valores de la autorrealización, la autoestima, el sentimiento de pertenencia, todos ellos valores postmaterialistas, según la autora, y de clara ascendencia individualista, propia del mundo que promulga el credo neoliberal. Sin embargo, también habló con personas más mayores con hondas motivaciones de raigambre religiosa apuntadas a movimientos sociales. Comprobó que se movilizaban desde el lenguaje secundario que incorpora en sus cogitaciones el discurso colectivo y por tanto la presencia de los demás. Sus motivaciones entroncaban con una concepción orgánica de lo social, nada de convertir al otro en un medio para la satisfacción individual, sino en un fin en sí mismo. Su mayor impulso era la compasión, un sentimiento social que activa a la reparación del dolor del prójimo al hacerlo propio.

Sin embargo, la compasión sin más no es suficiente, igual que no lo es la solidaridad, cuyo radio de acción es diminuto y tiende a debilitarse hasta su desaparición nada más alcanzar la frontera que te segrega del grupo de referencia. Leamos a Victoria Camps en El gobierno de las emociones: «La compasión existe como tendencia natural, pero está mal repartida, se dirige solo a los más allegados y cercanos, en perjuicio de los que están lejos o son tan desiguales que están más allá de toda conmiseración. No es legítimo confiar solo en una emoción tan parcial. Hace falta justicia para que la sociedad no discurra del todo ajena a la moral». He aquí la prodigiosa infraestructura de la compasión: la compasión se apropia del dolor del otro y lo siente como suyo, pero busca qué medidas hay que tomar para remitirlo o neutralizarlo y, si ese dolor emana de causas sociales, exige justicia para su erradicación. Victoria Camps lo sintetiza perfectamente cuando eleva la compasión al rango «de atizador de la justicia, precede la  justicia e insta a que se fije en los desfavorecidos». Y en este preciso punto hay que introducir un nuevo matiz, muy olvidado por la filiación individualista y la ruptura del contrato social del ciudadano, esta vez de la mano del filósofo francés Paul Ricoeur: «Mis deberes de justicia para con todos los demás sólo puedo realizarlos a través de las instituciones».

Las instituciones son las estructuras que nacen con el fin de articular el hecho irrevocable de que vivimos juntos en situaciones de interdependencia. Su origen es el sentimiento, pero lo desbordan para que su onda expansiva sobrepase el pequeño perímetro en el que se desenvuelven nuestras vinculaciones afectivas y nuestra red de apoyo. Aurelio Arteta, probablemente el mayor experto en el análisis de la compasión, señala su itinerario situándolo en cuatro puntos ascendentes: compasión, indignación, justicia, política. Este instante de la reflexión es nuclear. La razón por sí sola no nos moviliza hacia el otro. Hobbes lo explicó muy bien en una frase tan archiconocida como temible: «No es irracional preferir la destrucción del mundo a herirme un dedo». Pero los sentimientos que no afectan a la construcción de instituciones y a los valores éticos que deben enseñorearlas tampoco nos son suficientes. Necesitamos la participación de ambas dimensiones. Necesitamos sentir vívidamente sentimientos sociales (en los que a pesar de pertenecer al universo privado siempre aparece alguien ajeno a ese universo) de los que nazca una justicia social que los transcienda. Es la única forma de saltar la valla del yo y cruzar a la inmensa planicie del nosotros para hacerla éticamente habitable.



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