Obra de Nigel Cox |
No puedo por menos de compartir
aquí la alegría que me produce el valor positivo de esta dramática expresión
coloquial. Cuando describimos a alguien como una persona exenta de sentimientos,
nos referimos tácitamente a que no posee sentimientos de apertura al otro. Una
lupa observadora nos permite señalar fácilmente la existencia de sentimientos
de exclusión y de inclusión, sentimientos ventajosos para la convivencia y
sentimientos que la estropean de un modo imperativo. Esta misma taxonomía la
realizó Jesús Ferrero en el muy recomendable Las experiencias del deseo. En este ensayo el novelista bifurcó las
experiencias de misos (sentimientos de odio a uno mismo y a los demás) y de eros
(sentimientos de amor a uno mismo y a los demás). El etólogo Konrad Lorenz asegura
que uno de los males que asolarán al ser humano en el futuro será la pérdida de
sentimientos. Lógicamente Konrad Lorenz exagera. Nadie puede no albergar sentimientos.
El aparato sentimental pertenece a nuestra infraestructura genética, las
emanaciones del fenómeno afectivo son congénitas, aunque el contenido del sentimiento es una creación que se puede educar y
aprender. Otra cosa muy diferente es que se extingan los sentimientos que
consideramos necesarios para construir entornos humanizados. Ahí sí comparto los
vaticinios. Es sencillo inferir que en un mundo en el que se compite por el acceso a una vida digna prenden
más fácilmente los sentimientos aversivos que los afectivos. En la jungla desaparecen los sentimientos éticos.
Negar la existencia del aparato sentimental en una persona para
señalar la ausencia de sentimientos de apertura demuestra que los seres humanos
deseamos la prevalencia de unos sentimientos con respecto a otros. Preferimos querer a odiar, reír a llorar, exultarnos
a deprimirnos, disfrutar a envidiar, la plenitud a la frustración, el amor a la
indolencia, la consideración al desprecio, el cuidado a la abulia, la temperancia a la ira, el sosiego a la intranquilidad. Decir que alguien no tiene sentimientos significa
que esa persona no es compasiva, es indolente, lo que demuestra la centralidad
de la compasión en el esquema sentimental y en las relaciones interpersonales. La
compasión es el sentimiento más radicalmente humano, la capacidad para hacer
nuestros el dolor y la alegría del otro. Llevo varios años investigando el esquema
afectivo para analizar las interacciones humanas desde el ángulo sentimental
(la próxima primavera publicaré un ensayo sobre este tema) y puedo afirmar que
son malos tiempos para la compasión. Una analfabetización afectiva y una
pedagogía individualista hacen que sean pocos los que quieran que se
compadezcan de ellos. Hemos desnaturalizado y depauperado la compasión hasta
convertirla en sinónimo de dar pena, o de mostrar superioridad por parte del que se compadece. Y no es
así. La compasión estriba en sentir como propio el dolor del otro para intentar erradicárnoslo
a ambos. Su dolor me duele tanto que es como si lo padeciera yo en mis propios
huesos, en mi propia carne, o en lo más recóndito del alma. No hay sentimiento más noble. Es tan noble y es
tan relevante para la persona que somos en la textura social que cuando alguien
adolece de falta de compasión lanzamos una enmienda a la totalidad y proferimos
de ese alguien que «no tiene sentimientos». Es una descalificación hiperbólica.
Claro que esa persona aloja sentimientos. Pero utiliza mal los sentimientos
buenos.
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Las emociones no tienen inteligencia, los sentimientos sí.
La razón también tiene sentimientos.
No quiero que nadie se compadezca de mí.
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