Obra de Guim Tio |
Somos lo que
nos vamos contando de nosotros mismos a lo largo del tiempo que vivimos. Este
hecho tan cotidiano pero tan mágico depara muchas sorpresas. Como nos estamos hablando ininterrumpidamente, nos vamos dibujando con palabras, derrotando a lo amorfo para remitirnos a la concreción de una figura, compitiendo contra lo borroso en favor de lo
nítido. Esa figura pretendidamente diáfana y ordenada es un relato más o menos
congruente de nuestra instalación en el mundo. Rimbaud se sorprendió mucho de
este desdoblamiento que hace que uno se pase el día hablándose a sí mismo.
Ojo, se quedó perplejo el jovencísimo poeta que había pasado una estancia en el infierno, no un cualquiera. Todos sabemos que albergamos en nuestro interior un yo, pero lo increíble es
que también se hospeda otro yo tan protagonista o más que el primero. Se trata
de un yo que escucha atentamente, pero su tarea no concluye en la pasividad del que presta sus oídos con el propósito de que su interlocutor se sienta escuchado y reconocido. Este otro yo es muy activo. Interpela, discrepa, desaprueba, puntualiza, o levanta la
mano airado para pedir su turno de réplica al yo al que acaba de escuchar unos argumentos poco convincentes. Rimbaud concentró este estupor en su
célebre frase «yo es otro».
En mis clases sobre
los aspectos sentimentales en la emergencia del conflicto cuento el asombro que
nos produjo a mi mejor amigo y a mí descubrir en un relato corto de Benedetti la
antológica expresión «yo y yo». Nos topamos con ella hace veinte años, y
todavía hoy la utilizamos hilarantemente cuando nos preguntamos qué tal nos ha
ido la semana. Nos desternillamos de risa cuando alguno de los dos contesta: «yo y
yo nos hemos llevado bastante bien estos días, o «yo y yo hemos reñido y llevamos un tiempo sin dirigirnos la palabra». Lo he escrito mil o dos o tres mil veces en
este espacio, pero vuelvo a anotarlo una vez más. A mí me gusta definir el alma vinculándola
con esta aparente disociación. «El alma es la conversación que mantenemos con
nosotros mismos a cada instante relatándonos lo que hacemos a cada momento». Lo
curioso es que en este relato de nuestra interioridad palpita un yo que habla y
un yo que escucha. Más todavía. En un dinamismo sorprendente cambian los papeles según las circunstancias. Súbitamente el yo que antes escuchaba ahora no para de hablar, y el yo que enhebraba palabras enmudece al comprobar cómo su hermano gemelo le está soltando una severa homilía. Así hasta que en un punto inconcreto se ponen de acuerdo. O no.
A veces la
realidad se presenta tan abrasiva que uno de los dos yoes busca coartadas para
justificarse, y a la inversa, todo con tal de no tropezar con una
disonancia o con algún aspecto que nos
haga sentir mal o nos obligue a abdicar de la maravillosa tranquilidad en la que duerme la posibilidad de ser felices. De este
modo tan dualmente narrativo vamos decorando con
palabras nuestra vida para intentar que en ese texto novelado no salgamos muy
malparados. A algunos se les va la mano en la redacción de la novela y se
vuelven soberbios, vanidosos, insoportablemente egocéntricos. Otros se quedan
cortos y, en un exceso de introspección no contrastada con el exterior, se
transfiguran en seres apocados, amilanados, habitantes de una grisura frente a
la que se sienten inermes. La mayoría de las veces la redacción discurre por territorios intermedios, ni por la necedad ni por el derrotismo. Los párrafos de nuestra narración suelen incidir en aspectos en
los que unas veces nos elogiamos tímidamente y en otras desenroscamos una exagerada
mortificación, aunque ante todo menudean las ocasiones en las que no sucede ni lo uno ni lo otro.
Rosa Montero lo explica muy bien en su fantástico libro La loca de la casa, un ensayo sobre el papel de la imaginación en nuestros recuerdos, pero atribuible también a nuestras vivencias en tiempo real: «Para ser tenemos que narrarnos, y en ese cuento de nosotros mismos hay muchísimo cuento: nos mentimos, nos imaginamos, nos engañamos». Podemos agregar más verbos: nos agrandamos, nos miniaturizados, nos secuestramos, nos estupidizamos, nos pavoneamos, nos paralizamos, nos entusiasmamos, nos compungimos, nos deformamos. Todo lo que nos hacemos ocurre en el interior de este relato literario. Entonces es cuando surge la sorpresa. Entre lo que creemos ser y lo que otros creen que somos aparece con toda su enormidad el abismo. O dicho con el título de la recomendable novela de Juan Bonilla: Nadie conoce a nadie. Normal que sea así. Nadie puede leer en su totalidad la novela que han escrito los demás sobre sí mismos.
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Un abrazo tuyo bastará para sanarme.
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