Obra de Scott Harding |
Ayer escuché una expresión que suele desgranarse con espontánea sinceridad en las conversaciones cotidianas, pero que no tiene nada
de cierta. Ante una tragedia que nos baquetea, ante un episodio desgarradoramente aciago, ante una de esas dolorosas vicisitudes en las que la vida
nos presenta su muda y ciega imponderabilidad, solemos soltar una afirmación cargada de impotencia: «Esto no se puede explicar con palabras». Es muy sencillo rebatir este cliché: «Da la
casualidad que lo único que podemos hacer para explicarlo es utilizar
palabras». Por ahora la solitaria tecnología que hemos inventado los seres
humanos para explicar y explicarnos lo que la realidad hace con nuestras vidas
son las palabras. Me refiero al lenguaje y todo su imbricado andamiaje (léxico,
gramática, semántica, sintaxis). Subrayo que he escrito «explicar», porque
algunas tesituras se pueden comunicar de forma paralinguística (con imágenes, con música, con escenografía, con la liturgia expresiva del cuerpo), aunque en muchos
casos la fiabilidad de su comunicación se debe a que en ocasiones anteriores le
hemos otorgado consensuadamente un significado verbal que ahora le dona inteligibilidad. El gesto aloja una lectura unívoca porque previamente se ha
explicado su significación con el concurso de muchísimas palabras que han ido
limando su primigenia condición multívoca. Podemos transmitir información de
varias maneras, pero la comprensión de esa información es
monopolio del lenguaje articulado.
Existe otra cápsula lingüística que tengo muy estudiada en
el campo de la compasión. Las personas ulceradas
por el destino aluden al gigantesco tamaño de su dolor con una expresión muy sentida pero muy desatinada:
«No te puedes ni imaginar el dolor que me abrasa por dentro». De nuevo objeto:
«Precisamente lo único que está a mi alcance es imaginármelo». La piedad necesita de la ficción, e imaginar es sencillo gracias al relato compartido porque el otro y yo somos seres humanos, somos semejantes, por eso puedo hacerme una idea. Más expresiones del folclore de las
conversaciones tremendamente inexactas. Cuando una persona ha cometido una profunda indignidad solemos acompañar nuestro estupor ante esa atrocidad afirmando que «lo que ha hecho no tiene nombre». Será por mi deformación artesana de alguien que se dedica a ordenar miles de palabras todos los días, pero, una vez explicada la tropelía, yo suelo refutar a mi interlocutor diciéndole que si quiere le regalo cuatro o cinco palabras que nombran fidedignamente lo que ha perpetrado esa persona. Una última frase hecha. Cuando un sentimiento muy intenso nos
avasalla, sentenciamos que «no se puede decir lo que siento». «Pues es una pena, porque los sentimientos se
expresan, pero para poder compartirlos se describen». El cuerpo y sus órganos son los receptores de la expresión del
sentimiento, pero el lenguaje posee la iniciativa de su descripción. En
realidad no describimos sentimientos, describimos lo que pensamos que sentimos.
Sé que el lenguaje tiene vedados ciertos territorios. Heidegger empleó su
monumental Ser y tiempo para, mil páginas después de no dejar de hablar del ser,
acabar concluyendo que del ser no se puede hablar. Arguyó, eso sí, que sólo los
poetas se pueden referir a él. Los poetas son los pastores del ser, asintió. Wittgenstein hizo célebre su último aforismo del Tractatus en el que crípticamente resumía que «de lo
que no se puede hablar, mejor es callarse». Hay muchas experiencias que no son decibles, pero esto no significa que no existan, o que
sean irrelevantes. Al contrario. Son tan
relevantes, inciden tanto en la raíz de la persona que somos, que no podemos
hablar de ellas con lenguaje científico sin caricaturizarlas o adulterarlas de inexactitud. A mí me gusta decir
que donde no llegan las palabras llegan las metáforas. El lenguaje académico es más limitado que
el lenguaje poético. Es más probable sentir el latido de la vida en un párrafo
de una novela, o en el zigzaguear de unos versos en un poema, que en una
estantería repleta de estudios de investigación sobre la condición humana. George
Lakoff y el filósofo Mark Jhonson analizaron el papel de las metáforas en los
trajines diarios de las personas. Titularon su ensayo como Metáforas de la vida
cotidiana. Lo que no alcanzan las palabras lo alcanzan los símiles, las
analogías, las metonimias, las metáforas, cuyo material son las palabras. He aquí la paradoja. Cuando alguien nos recuerde que la vida ha
provocado un seísmo en su mundo y nos diga que no se puede explicar con
palabras, le podemos animar a que nos lo explique con metáforas. Hay muchas
probabilidades de que aunque no se lo pidamos acabe utilizándolas. Con la
metáfora podemos aproximarnos a expresar la palpitación irreductible que es vivir.
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