lunes, febrero 06, 2017

«Esto no se puede explicar con palabras»

Obra de Scott Harding
Ayer escuché una expresión que suele desgranarse con espontánea sinceridad en las conversaciones cotidianas, pero que no tiene nada de cierta. Ante una tragedia que nos baquetea, ante un episodio desgarradoramente aciago, ante una de esas dolorosas vicisitudes en las que la vida nos presenta su muda y ciega imponderabilidad, solemos soltar una afirmación cargada de impotencia: «Esto no se puede explicar con palabras». Es  muy sencillo rebatir este cliché: «Da la casualidad que lo único que podemos hacer para explicarlo es utilizar palabras». Por ahora la solitaria tecnología que hemos inventado los seres humanos para explicar y explicarnos lo que la realidad hace con nuestras vidas son las palabras. Me refiero al lenguaje y todo su imbricado andamiaje (léxico, gramática, semántica, sintaxis). Subrayo que he escrito «explicar», porque algunas tesituras se pueden comunicar de forma paralinguística (con imágenes, con música, con escenografía, con la liturgia expresiva del cuerpo), aunque en muchos casos la fiabilidad de su comunicación se debe a que en ocasiones anteriores le hemos otorgado consensuadamente un significado verbal que ahora le dona inteligibilidad. El gesto aloja una lectura unívoca porque previamente se ha explicado su significación con el concurso de muchísimas palabras que han ido limando su primigenia condición multívoca. Podemos transmitir información de varias maneras, pero la comprensión de esa información es monopolio del lenguaje articulado.

Existe otra cápsula lingüística que tengo muy estudiada en el campo de la compasión. Las personas ulceradas por el destino aluden al gigantesco tamaño de su dolor con una expresión muy sentida pero muy desatinada: «No te puedes ni imaginar el dolor que me abrasa por dentro».  De nuevo objeto: «Precisamente lo único que está a mi alcance es imaginármelo». La piedad necesita de la ficción, e imaginar es sencillo gracias al relato compartido porque el otro y yo somos seres humanos, somos semejantes, por eso puedo hacerme una idea. Más expresiones del folclore de las conversaciones tremendamente inexactas. Cuando una persona ha cometido una profunda indignidad solemos acompañar nuestro estupor ante esa atrocidad afirmando que «lo que ha hecho no tiene nombre». Será por mi deformación artesana de alguien que se dedica a ordenar miles de palabras todos los días, pero, una vez explicada la tropelía, yo suelo refutar a mi interlocutor diciéndole que si quiere le regalo cuatro o cinco palabras que nombran fidedignamente lo que ha perpetrado esa persona. Una última frase hecha. Cuando un sentimiento muy intenso nos avasalla, sentenciamos que «no se puede decir lo que siento». «Pues es una pena, porque los sentimientos se expresan, pero para poder compartirlos se describen». El cuerpo y sus órganos son los receptores de la expresión del sentimiento, pero el lenguaje posee la iniciativa de su descripción. En realidad no describimos sentimientos, describimos lo que pensamos que sentimos.

Sé que el lenguaje tiene vedados ciertos territorios. Heidegger empleó su monumental Ser y tiempo para, mil páginas después de no dejar de hablar del ser, acabar concluyendo que del ser no se puede hablar. Arguyó, eso sí, que sólo los poetas se pueden referir a él. Los poetas son los pastores del ser, asintió. Wittgenstein hizo célebre su último aforismo del Tractatus en el que crípticamente resumía que «de lo que no se puede hablar, mejor es callarse». Hay muchas experiencias que no son decibles, pero esto no significa que no existan, o que sean irrelevantes. Al contrario. Son tan relevantes, inciden tanto en la raíz de la persona que somos, que no podemos hablar de ellas con lenguaje científico sin caricaturizarlas o adulterarlas de inexactitud. A mí me gusta decir que donde no llegan las palabras llegan las metáforas. El lenguaje académico es más limitado que el lenguaje poético. Es más probable sentir el latido de la vida en un párrafo de una novela, o en el zigzaguear de unos versos en un poema, que en una estantería repleta de estudios de investigación sobre la condición humana. George Lakoff y el filósofo Mark Jhonson analizaron el papel de las metáforas en los trajines diarios de las personas. Titularon su ensayo como Metáforas de la vida cotidiana. Lo que no alcanzan las palabras lo alcanzan los símiles, las analogías, las metonimias, las metáforas, cuyo material son las palabras. He aquí la paradoja.  Cuando alguien nos recuerde que la vida ha provocado un seísmo en su mundo y nos diga que no se puede explicar con palabras, le podemos animar a que nos lo explique con metáforas. Hay muchas probabilidades de que aunque no se lo pidamos acabe utilizándolas. Con la metáfora podemos aproximarnos a expresar la palpitación irreductible que es vivir.



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martes, enero 31, 2017

Cuando el amor es líquido, el miedo es sólido

Obra de Enrique Collar
Para que el sistema productivo genere necesidades ficticias que cubran su cada vez más gigantesca oferta se necesita volatilizar el deseo. Esta cultivada fragilización se ha propagado tentacularmente a todos los círculos de la vida. Da igual si nos encontramos en el segmento público o en el ámbito privado. En las páginas de Vigilancia líquida, Zygmunt Bauman explica cuándo se produjo el Big Bang que nos depositó en este nuevo paisaje: «la gran ruptura en el progreso de la sociedad de consumo fue el paso de la satisfacción de las necesidades (es decir, de la producción que responde a la demanda existente) a la creación de necesidades (es decir, el ajuste de la demanda a la producción existente) mediante la tentación, la seducción y el incremento del deseo». Para lograr esta subversión fue necesario operar sobre la capacidad deseante de las personas con el fin de excitar su insatisfacción. La manipulación del deseo para que secundara una mutabilidad trepidante en aras de satisfacer la oferta productiva contaminó todos los deseos. Y debilitó nuestros vínculos. El amor es una de las víctimas de la labilidad del deseo. El amor no es estrictamente un sentimiento, es un deseo que elicita una panoplia de sentimientos y actividades en el binomio amoroso. Como el deseo en la hipermodernidad es evanescente, el deseo del amor también. Bauman bautizó a este nuevo hábitat afectivo como amor líquido, una parcela significativa del mundo líquido que topografió con tanta lucidez. José Antonio Marina se refiere a este tipo de amor como amor mercurial. Rojas Marcos lo bautiza como amor eólico, término que me gusta mucho, pero no la explicación esgrimida que adolece de la falta de muchos matices. Según la taxonomía desgranada por Steinberg en El triángulo del amor, podríamos referirnos a este amor como una miscelánea de amor romántico y amor insensato. Relaciones flotantes expuestas al vaivén del deseo inconsistente.

La emancipación del marco colectivo de la vida en pareja, su autonomización y desvinculación de la esfera religiosa, fue un avance que benefició al amor. En épocas pretéritas había fidelidad a la relación marital, pero no necesariamente al amor. Ocurría que si el amor periclitaba, la relación, que era la osamenta civil del amor, continuaba en pie, aunque estuviese huera. Surgían así cautiverios en los que la conducta privada se asfixiaba bajo el peso de lo institucionalizado. Desarticular la presión social y la normatividad sobre la vida compartida trajo la consagración del amor, pero en su dorso también trajo, debido a la exacerbación del deseo en todos los ámbitos, la debilitación del vínculo. Como cualquier unión puede deshacerse en cualquier momento, empleamos tanta energía en vivir la relación como en habilitar la salida de incendios para evitar que esa relación no nos provoque quemaduras de cierto grado en caso de que termine. Para tramar una salida de emergencia es necesario pensar en la conclusión de la relación y por supuesto en negarle todos los recursos, que habrá que repartir entre la vivencia de la relación y una alternativa por si la relación fenece. Es harto difícil madurar una relación si flota permanentemente la idea de su defunción. El pacto amoroso se puede derogar, el contrato rescindir, el deseo se puede disolver, y esta realidad, verificada por la sucesión monógama de parejas efímeras, o por una colección de fracasos y sufrimiento, es un fértil territorio para la desconfianza y la cautela. Puesto que cada vez nuestros deseos son más mutátiles, la fidelidad al deseo del amor trae en su anverso el recelo a la relación amorosa. He aquí la paradoja.

La plausible lealtad al amor se ha convertido en un problema nada trivial. Al ser el deseo tan volátil, esa fidelidad es líquida. Hoy es sí, pero mañana por la mañana no sé. En La capital del mundo es nosotros yo retraté esta tesitura y el increíble paralelismo que mantiene con los contratos temporales que se firman actualmente en el ecosistema laboral. Fluctuamos entre lo renovable y lo revocable. El amor vincula con lo más integral de nosotros, y si ese amor se puede revocar en cualquier instante, el miedo se instala en las estancias más profundas del ser que somos. Miedo a ser un amante de paso, a ser víctimas de la trashumancia de las relaciones, de un deseo que se enciende y se apaga aceleradamente ante la llegada de otro que procure la paradisíaca efervescencia de las inauguraciones sentimentales. La socióloga del amor Eva Illouz defiende esta tesis en el formidable Por qué nos duele el amor. En su ensayo De la ligereza, Guilles Lipovetsky habla del miedo a que nos conviertan en «una subjetividad canjeable». También hay miedos en la dirección contraria. Miedo a cargar con el otro al que, si nos comprometemos con él, le otorgamos el derecho a reclamar el cumplimiento de lo que prometimos. El antídoto profiláctico contra la posible decepción o contra la posible reclamación es limitar la inversión sentimental en el proyecto, o directamente descartar que se trate de un proyecto. Así que nada de promesas, nada de compromisos, nada de grandes inversiones afectivas, nada de dibujar horizontes en común. Entramos en un bucle mórbido bajo la constatación de que la anorexia del amor provoca obesidad en el miedo a la relación. Si el vínculo adelgaza, los temores cogen inmediato sobrepeso. Y si los temores engordan, el vínculo enflaquece todavía más. Panorama poco halagüeño a la vista.



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