Obra de Borba Bonafuente |
Aunque parezca increíble, la gente ya no se
muere, ahora se va. Es muy inusual escuchar que tal persona ha muerto, pero sí
lo es escuchar que tal persona se ha ido, aunque nadie de los que utilizan la expresión agregue a qué sitio
exactamente. Otro eufemismo un tanto banal es que la persona ya está descansando, como si se hubiera
ido a echar la siesta. Descansar quita pesantez y alivia la experiencia de morir, pero su significado es cesar en el trabajo, reposar, dormir un rato. El eufemismo que ya ha alcanzado el
estatuto de manido y por tanto vive instalado en el guión cultural colectivo es señalar que alguien nos ha abandonado en vez de afirmar que ha
muerto. «Nos abandonó en la madrugada de ayer», «nos abandonó de repente, nadie se lo esperaba». Este eufemismo riza el rizo,
porque cuando alguien abandona un lugar lo hace por voluntad propia, y
normalmente la muerte irrumpe contra la voluntad del finado. Abandonar es dejar
solo a alguien o interrumpir su cuidado, y cuando decimos que alguien nos ha
abandonado, o nos ha dejado, parece que estamos reprochando que ese alguien desdeñe nuestra presencia, o que incumpla sus promesas, o que haya decidido deliberadamente inasistir a una cita. Cuando una persona abandona algo está ejerciciendo su plena autonomización. Morir es justo perderla.
La derrota del pensamiento (como escribió Alain Finkielkraut),
la infantilización del mundo, la sociedad del espectáculo (gran definición de Guy
Debord en la que ser es tener y tener es parecer), la ligereza de los tiempos
(como describe en su último ensayo Guilles Lipovetsky), la inconsistencia de los vínculos y de los
deseos (el mundo líquido tan genialmente acotado por Zygmunt Bauman), quizá tengan algo
que decir al respecto de este cortejo de palabras trucadas para no pronunciar
la palabra muerte. La muerte requiere pensamiento para ser entendida en su vacía totalidad, finiquita el espectáculo, despide la
ligereza, enseña los verdaderos vínculos a los que no se mueren, patentiza sin miramientos qué es ser
y qué es tener. La muerte es un evento biológico, pero la finitud es la
conciencia de que ese evento tarde o temprano prorrumpirá en nuestras vidas. La
posibilidad de esa conciencia es la que nos humaniza y nos permite jerarquizar
el sentido de aquello que realizamos en este tracto que llamamos vida. Que nos
resulte poco decoroso llamar a la muerte por su nombre es preocupante,
porque el conocimiento de que vamos a morir es la quintaesencia de la vida humana. Morir
es clausurar el proyecto que somos mientras estamos vivos. La definición más precisa
de la muerte que yo he leído jamás la descubrí hace muchos años en una obra de
Heidegger. La muerte es la posibilidad que imposibilita todas las demás
posibilidades. Nada que ver con irse, abandonar, o descansar.
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