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martes, enero 16, 2024

Eufemismos bélicos

Obra de Christophe Hohler

Un eufemismo es un recurso retórico para señalar una realidad áspera verbalizándola de una manera apacible y dulce.  El Diccionario de la Real Academia es taxativo en su definición: «Manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante». Otra definición podría ser llamar a las cosas por cualquier nombre que no sea el suyo con el fin de investirlas de aceptabilidad y plausibilidad. En el ecosistema bélico la eufeminización busca sustituir términos crudos que aluden a experiencias ignominiosas por otros más acendrados. Los eufemismos intentan esquivar la vergüenza que nos provoca ser autores de aquello que atestiguan las palabras que preferimos no pronunciar. Hay que recordar que las palabras son el resultado final de la sedimentación lingüística de un hecho reincidente, ponen nombre a la experiencia humana, a aquello que a fuerza de repetirse se acaba nominando por los miembros de una comunidad. La experiencia se transmite narrativamente, así que las palabras gozan de un papel prominente en este trasvase.

Lo primero que destruye la ferocidad física de una guerra es el lenguaje mismo. La guerra como barbarie organizada no solo mata a seres humanos, mata el vocabulario que se utiliza para referirse a ella. Un precepto básico en gestión de la comunicación política es que una forma de silenciar los hechos es nombrarlos con palabras que no necesariamente concuerden con esos hechos. Si se desea modificar la realidad, el primer paso es mutar las palabras que mencionan esa realidad. Es alucinante la panoplia de eufemismos que se despliegan para no citar la guerra con su verdadero y sanguinolento nombre. Hay un uso inflacionario de palabras esterilizadas, una banalización del barbarizante acto de matar congéneres, o lisiarlos, o hacerlos desaparecer en el horror de ciudades devastadas y cuerpos con la vida talada o sus partes mutiladas. Pareciera que lo abyecto no es desencadenar guerras y todo el ingente daño que ocasionan, sino referirnos a ellas con este nombre. 

Hasta hace poco era infrecuente utilizar el término guerra. Para soslayarlo se sustituía por eufemismos que dulcificaban y dotaban de inocencia casi pacífica la letalidad que sin embargo se agazapaba tras ellos. En vez de guerra se han utilizado términos como conflicto bélico o conflicto armado (cuya referencia a la conflictología limaba conatos de brutalismo), solución quirúrgica (con reminiscencias médicas ubicadas en las antípodas de las destructivas propias de la guerra), operación libertad duradera, paz armada (que es uno de mis favoritos por el tamaño de su hipocresía), teatro de operaciones (como si en vez de matar a personas en una escenario de suspensión del derecho y aceptación de la normatividad del más fuerte o el mejor pergeñado de violencia industrializada se estuviera aplaudiendo una escena teatral), hostilidades («han comenzado las hostilidades» significa que están arrojando cientos de bombas en el teatro de operaciones).  Términos asépticos para desasirnos de realidades muy amargas y deshumanizadoras.

Igual que el antaño Ministerio de la Guerra ahora se llama Ministerio de Defensa, se habla de reducir focos en vez de eliminar personas, pacificación por invasión, contienda por guerra, daños colaterales por víctimas mortales, bajas por muertos, centros de recepción por centros de refugiados, neutralizar por matar, ataque colectivo por masacre, intervención por agresión, persuasión por tortura, maniobras por ataque, operación de castigo por bombardeo, medida de defensa por conflagración, objetivo civil por población,  respuesta militar por acción bélica, ofensiva por enfrentamiento, zona de operaciones por ciudades en ruinas, efectivos por soldados. A veces el eufemismo se adentra en el cinismo superlativo y en ocasiones se habla de misiones de paz cuando lo que se lleva a cabo es una guerra. En otras, frente al embrutecimiento de la violencia organizada que sugiere la palabra matanza se alude a la aterciopelada suavidad y al arrebato no urdido desde los despachos de múltiple homicidio. Frente al horror y la cancelación civilizatoria que trae consigo la palabra asesinato es mucho más respetuoso hablar de ejecución extrajudicial. Actualmente las realidades bélicas son tan arbitrarias que incluso la palabra guerra se utiliza eufemísticamente. Se habla de guerra para legitimar una invasión, un genocidio o un exterminio étnico. Parece que la palabra guerra otorga una licitud de la que sin embargo carecen las actividades que se llevan a cabo en su nombre. Es una degradación que merece análisis y estudio. 


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martes, diciembre 20, 2022

Palabras desgastadas por el mal uso

Obra de Jarek Puczel

El mundo de la palabra permite la interpretación de los hechos. Esos hechos pueden variar sobremanera simplemente con la elección de las palabras y la manera de intercalarlas. Una palabra es una forma de ubicación en el mundo, una toma de posición política y afectiva. El alma humana se va troquelando a través de las ficciones empalabradas en las que habitamos sin que seamos muy conscientes de que sea así. Si modificamos el léxico o la forma de disponerlo, mutamos la forma de asir y sentir el mundo. Existe una anécdota muy graciosa que ratifica esta certeza. Un religioso le pregunta a uno de sus superiores: «Padre, ¿puedo fumar mientras rezo?». El superior se escandaliza ante lo que considera una acto herético y le responde furibundamente que por supuesto que no. Un poco más tarde nuestro protagonista vuelve a lanzar la misma interrogación a otro de sus superiores, pero con los verbos alineados en orden contrario. «Padre, ¿puedo rezar mientras fumo?». El superior le contesta afirmativamente, e incluso elogia la petición releyéndola como la voluntad de insertar la oración en los pliegues de la vida cotidiana. En ambos casos se solicita lo mismo, pero situar un verbo u otro en primer lugar transmuta el relato.

En el libro Leer para sentir mejor alabo la lectura entre otros motivos porque nos aprovisiona de palabras y de sintaxis para conjuntarlas de un modo que las haga precisas e ilustrativas. Elegir bien las palabras e integrarlas igualmente bien es acortar la distancia entre lo que queremos decir, lo que decimos y lo que nos gustaría que se entendiera de lo que estamos diciendo. Conviene recordar que la palabra no solo demanda comprensión del significado que atesora, también exige escucha, una atención en la que estamos para el otro y viceversa. Cuando dos personas rompen el vínculo decimos que dejan de hablarse, pero acaso sería más preciso afirmar que dejan de escucharse, porque lo que puedan decirse está mediado por el odio o por la indiferencia, dos disposiciones que diluyen el valor de la palabra. Cuando hablamos y escuchamos, cada palabra traza un recorrido en nuestro cerebro. Siri Hustved recuerda que «hay frases que una vez pronunciadas, nunca se olvidan. Se quedan grabadas en la memoria por la fuerte emoción que provocan. En un ensayo me refería a ellas como tatuajes cerebrales». Gracias a las palabras que pronunciamos y escuchamos pronunciar damos forma al silencio que nos habita y nos configura, así que una borrosa estructura lingüística acarrea un desvencijado entramado afectivo.  

Las palabras enferman por su mal uso, pero fenecen por el abuso del mal uso. El mal uso es la recurrencia a clichés, lugares comunes, tópicos, palabrería, pero también a la polarización de los argumentos, al simplismo discursivo, a la utilización de sofismas, a las medias verdades, a los corrosivos eufemismos, a la momificación de la opinión, a la retórica entendida como el arte de no callar y a la vez no decir nada, a provocar que se peleen las personas haciendo que en un primer lugar se peleen las palabras que sabemos beligerantes. En Las mejores palabras Daniel Gamper sostiene que «la devaluación de la palabra también se da por inflación». Más adelante afirma que si la palabra puede devaluarse es porque posee valor. Frecuentemente pronunciamos grandes palabras ligeramente vacías de ese valor que toda palabra reviste. En mis ensayos las suelo denominar palabras catedrales porque son grandiosas y mayestáticas por fuera, pero desoladoramente huecas por dentro. Proliferan en las conversaciones cotidianas, en los grandes discursos, en los momentos en que se hace necesario construir eufemismos para edulcorar realidades vergonzantes. Son palabras desgastadas de tanto decirlas para no decir nada. Ortega afirmaba que el quehacer filosófico consiste en hacer evidente lo latente. También en devolver a la palabra el significado que le hemos hurtado. Restituir su valor. Mostrar lo obvio que hay en las obviedades que somos incapaces de ver entre tanta verbosidad.


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martes, abril 11, 2017

Las personas ya no se mueren, ahora se van



Obra de Borba Bonafuente
Cada vez se practica con más asiduidad el ejercicio de llamar a las cosas por cualquier nombre que no sea el suyo. El lenguaje configura la realidad, así que si no puedes modificar la realidad puedes intentar cambiar el lenguaje. Una de las torsiones más malabares del lenguaje es el eufemismo. Consiste en canjear una palabra por otra, aunque su consanguinidad semántica sea discutible. El eufemismo sirve para evitar pronunciar una palabra con connotaciones ásperas sustituyéndola por una menos abrasiva que dulcifica el mensaje. De este modo se suaviza la transferencia de la información, se amortigua la carga negativa de la palabra a la que queremos referirnos al ser suplantada por otra más almibarada o más acendrada. Esta herramienta guarda sentido cuando la palabra canjeada puede resultar muy grosera o muy franca, pero la sombra del eufemismo se ha alargado tentacularmente y ahora se mutan palabras en las que no se detecta ni aspereza ni rugosidad ni franqueza. A mí me llama tremendamente la atención cómo la palabra muerte ha sido desterrada del vocabulario cotidiano. Al ser humano la muerte siempre le ha espeluznado e históricamente son innumerables los eufemismos desplegados para evitar citarla por su verdadero nombre: la señora de negro, la señora de la guadaña, la oscuridad, el último hálito. También existen expresiones como «dormir el sueño eterno», «realizar el último viaje», o «pasar a mejor vida». A mí me gustaba mucho la expresión que le leí a un novelista, por elegante y descriptiva: «doblar la servilleta». Nada que ver con los eufemismos contemporáneos.

Aunque parezca increíble, la gente ya no se muere, ahora se va. Es muy inusual escuchar que tal persona ha muerto, pero sí lo es escuchar que tal persona se ha ido, aunque nadie de los que utilizan la expresión agregue a qué sitio exactamente. Otro eufemismo un tanto banal es que la persona ya está descansando, como si se hubiera ido a echar la siesta. Descansar quita pesantez y alivia la experiencia de morir, pero su significado es cesar en el trabajo, reposar, dormir un rato. El eufemismo que ya ha alcanzado el estatuto de manido y por tanto vive instalado en el guión cultural colectivo es señalar que alguien nos ha abandonado en vez de afirmar que ha muerto. «Nos abandonó en la madrugada de ayer», «nos abandonó de repente, nadie se lo esperaba». Este eufemismo riza el rizo, porque cuando alguien abandona un lugar lo hace por voluntad propia, y normalmente la muerte irrumpe contra la voluntad del finado. Abandonar es dejar solo a alguien o interrumpir su cuidado, y cuando decimos que alguien nos ha abandonado,  o nos ha dejado, parece que estamos reprochando que ese alguien desdeñe nuestra presencia, o que incumpla sus promesas, o que haya decidido deliberadamente inasistir a una cita. Cuando una persona abandona algo está ejerciciendo su plena autonomización. Morir es justo perderla.

La derrota del pensamiento (como escribió Alain Finkielkraut), la infantilización del mundo, la sociedad del espectáculo (gran definición de Guy Debord en la que ser es tener y tener es parecer), la ligereza de los tiempos (como describe en su último ensayo Guilles Lipovetsky),  la inconsistencia de los vínculos y de los deseos (el mundo líquido tan genialmente  acotado por Zygmunt Bauman), quizá tengan algo que decir al respecto de este cortejo de palabras trucadas para no pronunciar la palabra muerte. La muerte requiere pensamiento para ser entendida en su vacía totalidad, finiquita el espectáculo, despide la ligereza, enseña los verdaderos vínculos a los que no se mueren, patentiza sin miramientos qué es ser y qué es tener. La muerte es un evento biológico, pero la finitud es la conciencia de que ese evento tarde o temprano prorrumpirá en nuestras vidas. La posibilidad de esa conciencia es la que nos humaniza y nos permite jerarquizar el sentido de aquello que realizamos en este tracto que llamamos vida. Que nos resulte poco decoroso llamar a la muerte por su nombre es preocupante, porque el conocimiento de que vamos a morir es la quintaesencia de la vida humana. Morir es clausurar el proyecto que somos mientras estamos vivos. La definición más precisa de la muerte que yo he leído jamás la descubrí hace muchos años en una obra de Heidegger. La muerte es la posibilidad que imposibilita todas las demás posibilidades. Nada que ver con irse, abandonar, o descansar.



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