martes, marzo 06, 2018

No todas las conductas valen lo mismo




Obra de Michele del Campo
Las líneas maestras para que la convivencia sea la casa natal en la que la existencia de cualquiera de nosotros pueda aspirar a una vida digna no se deben franquear, o su vulneración no se puede tolerar. En Los hermanos Karamazov, Dostoievski cuenta que «si Dios no existe, todo está permitido». Al margen de la existencia o inexistencia de Dios, hay muchas cosas que no se pueden permitir, y muchas tantas que uno no debe permitirse. No es otra la finalidad prescriptiva del derecho, y también de la conducta ética cuando incluye a los demás en las deliberaciones y las decisiones que sin embargo poseen genealogía personal. Para una buena dirección del comportamiento me parece mucho más relevante esta segunda dimensión, porque la primera convertiría la vida humana en un imposible estado de permanente vigilancia inquisitorial. Si alguien menoscaba los principios mínimos para que puedan plegarse los máximos, no queda más remedio que recurrir a la sanción o a la restauración, aunque es innegable que lo ideal sería la autorregulación. No se puede dialogar con quien niega la igualdad jurídica de los ciudadanos, aplaude el homicidio, justifica la violencia como un medio lícito para instituir ideas o coronar fines, alienta la explotación y el sometimiento, o considera que en función del sexo, la raza, la nacionalidad o la religión unas personas poseen supremacía sobre otras. Dicho de otro modo. No se puede tolerar aquello que pone en jaque la vida que nos gustaría vivir a todos tras un escrutinio racional de lo que sería bueno vivir. Adela Cortina nos evita muchas discusiones bizantinas en torno a este tema. En Razón comunicativa y responsabilidad solidaria enumera lo que habría que poner en la primera línea de salida para establecer criterios de verificación de lo que debería cumplirse en la textura social: la satisfacción de las necesidades humanas, el cumplimiento de los derechos humanos, la eliminación del sufrimiento humano innecesario, la armonización de las aspiraciones humanas intrasubjetivas e intersubjetivas.

En el extenso arco de las conductas unas son más compatibles que otras para lograr estos objetivos. No estoy diciendo nada extraordinario porque toda la anhelada educación en valores parte de esta premisa. En el luminoso Invitación a la ética, Savater escribe que «la ética significa búsqueda de la mejor manera posible de vivir, búsqueda de la mejor vida posible, pero vida humana, es decir, compartida». Esta búsqueda nos obliga a discriminar, a juzgar, a deliberar, a pensar, a inteligir, a discernir, a valorar, a elegir. No es lo mismo relacionarse con el otro como si fuera un objeto en vez de como si fuera un equivalente dotado de la misma dignidad que solicito para mí. No es lo mismo contestar con antipática sequedad a quien discrepa que tratarlo amistosamente a pesar de no coincidir en la visión del orden de las cosas. No es lo mismo responder con una agresión física que con un crítica argumentada cuando alguien nos lleva la contraria. No es lo mismo ser un querulante que un conciliador. No es lo mismo ser equitativo que déspota. No es lo mismo acceder al espacio interpersonal con vocación colaboradora y pensar también en los intereses de los otros que adentrarse allí con apetito competitivo y solo pensar en la satisfacción de lo propio a costa de que los demás no puedan satisfacer nada de lo suyo. No es lo mismo rapiñar lo común que protegerlo para beneficio de la colectividad de la que también uno forma parte. No es lo mismo ser negligente que ser diligente. No es lo mismo ser un desalmado que hospedar sentimientos de apertura (por proseguir con la nomenclatura que empleo en La razón también tiene sentimientos -ver-). No es lo mismo ser empático que contraempático. Nunca nada se equivale. Si no fuera posible ponderar los comportamientos, no habría espacio para la deliberación ni las evaluaciones éticas. Deslindar estos territorios parece una labor que demanda años de estudio e investigación, pero la experiencia del obrar coadyuva más a discernir cuestiones éticas que cualquier tratado del comportamiento humano. 

Es muy fácil detectar qué conductas benefician y qué conductas perjudican la vida en común. Basta con ver cuáles esgrimimos en las interacciones con aquellos que nos quieren y también queremos, y cuáles ni se nos pasa por la cabeza emplear en este escenario presidido por el cuidado, la atención y el afecto. En su último libro, El bosque pedagógico, José Antonio Marina apela al carácter evolutivo de las culturas para comprender mejor estas experiencias humanas y la deseabilidad de unas conductas y unos sentimientos sobre otros. «Todas las sociedades se han enfrentado a los mismos problemas en su intento de alcanzar la felicidad objetiva, la organización justa que facilite a todo el mundo el acceso a su felicidad subjetiva». El autor cifra en nueve los problemas sobre los que hemos reflexionado para acceder a recursos que nos permitan aspirar a la felicidad personal: el valor de la vida propia y ajena; la relación del individuo y la tribu: la gestión política; la producción y distribución de bienes; la resolución de conflictos; la sexualidad, la familia y la procreación; el trato con los débiles, enfermos y ancianos; el trato con los extranjeros; el trato con los dioses y el más allá. Me atrevo a decir que tolerable es toda conducta que tributa valor a la vida y la eleva a acontecimiento significativo en el rastreo de soluciones a estos problemas, e intolerable es aquella que hostiga o directamente usurpa el insuprimible valor de la dignidad a cualquiera de nuestros pares que lo posee por el hecho de existir. Los treinta artículos de los Derechos Humanos pueden erigirse en adecuada guía para elegir bien la orientación de nuestro comportamiento. Todo lo que cabe en ellos o los amplía para fortalecer la tarea de ser un ser humano es tolerable, toda conducta que los rasga es intolerable. Y lo intolerable no se debe tolerar. Es decir, dulcificando la expresión, tolerancia cero a aquella conducta que incumple los mínimos e impide así que los demás puedan aspirar a los máximos.



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martes, febrero 27, 2018

Para solucionar un conflicto, mejor buscar su patrón que su solución



La estructura del conflicto. El análisis de conflictos por patrones (Almuzara, 2018) es el último libro del conflictólogo Josep Redorta, uno de los más aplaudidos analistas del conflicto en nuestro país y con una de las bibliografías más consultadas tanto por iniciados como por profanos en el apasionante e imbricado cosmos del conflicto. Tuve la suerte de recibir el manuscrito meses antes de su publicación para compartir con él mis impresiones. La gran aportación de Redorta al mundo del conflicto fue el poderoso hallazgo ya hace unos años de un modelo nuevo asociado a la metodología del estudio de los patrones que se ejecutan en las fricciones humanas. Elaboró una teoría general de la morfología de los conflictos. Hay que recordar que un patrón es un punto fijo e invariable que propende a la repetición a pesar de la heterogeneidad de las situaciones. Frente a la búsqueda de causas del conflicto, Redorta propone buscar patrones, frente a la causalidad, la morfología. Descubrir patrones sirve para establecer pautas que faciliten la intervención en el conflicto. A través de la observación empírica de puntos que se reiteraban en escenas similares pero con actores y escenarios distintos, Redorta descubrió dieciséis morfologías o prototipos del conflicto claramente desemejantes. En vez de poner obsesivamente el énfasis en la solución, desplazó su privilegiada lupa de aumento al patrón del conflicto como el lugar adecuado para orquestarlo, articularlo, entenderlo e intentar solucionarlo. Surgió así su herramienta CAT (Conflict Analysis Tipology), el estudio del conflicto a través del análisis de los procesos subyacentes del conflicto, es decir, de los patrones, cursos en cierta medida predecibles. Y lo hizo desde una premisa que sustancia todo el modelo: rara vez los conflictos siguen prototipos puros. Al contrario. Concurren hibridados. En el conflicto se desata una mixtura de patrones dominantes y subsidiarios. No puede haber más de tres patrones dominantes para que el conflicto pueda ser analizado, pero puede haber algunos más subsidiarios.

Hace unos años, la ya extinta  ENE Escuela de Negociación, de cuyo equipo yo formaba parte, colaboró con Redorta para la recogida de datos que afinara esta herramienta que buscaba aliados científicos en la Inteligencia Artificial (IA), la sociobiología, la neurobiología y la metodología de los patrones. En este nuevo ensayo vuelve a presentarla en su segunda versión, más precisa y rebautizada como CATDOS. Es muy elocuente la cita del divulgador científico y astrofísico Carl Sagan que el autor utiliza cuando presenta la nueva versión de la herramienta:  «Erastótenes no tenía más herramientas que palos, ojos, pies y cabeza y grandes ganas de experimentar; con estas herramientas dedujo correctamente la circunferencia de la tierra con enorme precisión y un porcentaje de error mínimo». En la parte final y los anexos del libro, Redorta utiliza la teoría presentada y la convierte en utillaje enormemente práctico.  Demuestra que una herramienta pequeña puede hacer cosas gigantescas.

La obra insiste en enfatizar la diferencia entra analizar conflictos, gestionarlos y resolverlos. Las metodologías convencionales han tratado de resolverlos sin apenas analizarlos. Redorta invierte el proceso. Analizar el conflicto y hallar sus patrones casi trae adjunta la resolución. Como él mismo ha repetido muchas veces, es algo parecido a la jurisprudencia en Derecho o al diagnóstico en Medicina. Su argumento es de una aplastante sencillez: plantear bien un problema es aproximarse a la solución del problema. En La estructura del conflicto el profesor sintetiza su conocimiento de un modo más envolvente que en anteriores trabajos, ofrece miradas macroscópicas pero aplicables a lo concreto (que puede ser una posible definición de patrón).  Me atrevo a denominar su propuesta como «conflictología aplicada».  

Redorta accede a este nuevo modelo abrazando el paradigma de la complejidad y la lógica borrosa. Aparca la rigidez de la lógica bivalente (Si es A, no puede ser B) y se acoge a la lógica multivalente en la que todo es cuestión de grado. No hay exactitud, hay márgenes de aproximación. Si fuéramos intelectualmente honestos, tendríamos que asentir que todo conocimiento es estimativo o aproximado. Es inapropiado hablar de certezas, sino de niveles inferiores de incertidumbre. La impredictibilidad y la ingente variabilidad de lo que acaece nos debería ayudar a asentir que, en palabras del propio autor, «no hay seguridad, hay probabilidad». Redorta remacha el clavo: «Lo probable nos indica que algo es posible en un futuro incierto, con algún grado de estimación». Ocurre que nos llevamos muy mal con la incertidumbre, tendemos a establecer juicios sumarísimos con celeridad, empaquetamos la información de tal modo que elimine la picajosa presencia de la duda y el desconocimiento. El CAT ofrece respuestas aproximadas «bajando de la teoría a la práxis socializando la metodología», como señala el autor en uno de los puntos más interesantes de la obra. Pero eso es el conocimiento. Saber que sabemos muy poco de lo que sabemos, y que incluso lo que sabemos en este instante mañana puede ser puesto en evidencia por algo que hasta ahora no sabíamos. Redorta no lo olvida en su análisis de la disección del conflicto por patrones. Y se agradece.



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