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Obra de Jurij Frei |
Prolifera la literatura que
ensalza el silencio sin matices, en bloque, como un panegírico a la totalidad silente. Sus adeptos alaban la versatilidad funcional del silencio. Se puede utilizar como un mutismo
preventivo que impide importunar a nadie, como pórtico que nos conduce a la necesaria introspección, evita meternos en innecesarios problemas por exceso de locuacidad, nos otorga aura misteriosa si nos dejamos envolver por él, o nos hace
pasar por perspicaces puesto que no ofrece delatoras pistas que demuestren lo contrario, etc. También conviene apuntar la existencia de la indecibilidad de ciertas realidades para las cuales las
palabras y su codificación se tornan insuficientes. Entonces no nos queda más
remedio que callar para no caricaturizarlas. Hablar de lo que hay que callar acaba deformando el paisaje que se intenta describir. Recuerdo una definición de André Comte-Sponville injertada en su libro
El amor, la soledad que retrata esta experiencia:
«La abolición del discurso, del pensamiento, de lo mental:
es lo que llamo el silencio, que es como un vacío interior, por así
decirlo, pero a cuyo lado son nuestros discursos los que suenan a hueco». Aunque resulte contraintuitivo, el silencio es silencioso, pero no es
mudo. A mí me gusta señalar que en el silencio hay de todo menos silencio.
Solemos abrigarnos en el silencio como si el silencio fuera una privación de
palabras y por lo tanto trajera anexada una privación de significados, pero no
es así.
En El silencio, una aproximación, David Le Breton sostiene que el
contenido del silencio
«describe a lo largo del discurso numerosas figuras llenas
de expresividad: conclusión, apertura, espera, complicidad, interrogación,
admiración, asombro, disidencia, desprecio, sumisión, tristeza, etc.
». Hay una enorme plurivocidad discursiva en alguien que decide no pronunciar palabra alguna. El
silencio dice tanto que es probable que por eso no
sepamos discernir muy bien qué nos está diciendo.
¿Qué significa el silencio? ¿Qué grita
un silencio en mitad de una cascada de palabras? El silencio es el oxígeno
con el que respira el verbo, su condición de posibilidad, el espacio que necesita
la fonación para articularse de un modo inteligible y constituyente. En Conversación, Theodore Zeldin sostiene que «sin una conversación, el alma humana está vacía. Es casi tan importante como la comida, la bebida, el amor o el ejercicio. Se trata de una de las grandes necesidades humanas. Las personas confinadas en aislamiento conservan la cordura manteniendo conversaciones imaginarias con ellas mismas». Hablar siempre es hablar con alguien, aunque ese alguien seamos nosotros mismos. Las
palabras zarpan de nuestros labios hacia un silencio que las acoge aun sabiendo
que esa recepción supone su propia defunción, puesto que la palabra necesita el
silencio, pero el silencio languidece cuando la palabra comparece,
se intercambia y se hace significado compartido. El proverbio de inspiración árabe
aconseja que no se hable si lo que se va a decir no es más bello que el silencio,
pero en ningún momento aclara que, si finalmente uno decide no proferir palabra
alguna, no esté diciendo algo, y lo que diga de forma silente sea tan agresivo como lo son los golpes y las palabras hirientes. Hay silencios tan virulentos como
puñetazos, tan violentos como esas palabras que laceran el concepto que tenemos
de nosotros mismos y deambulan por nuestro cerebro durante interminables años
haciendo caso omiso a nuestras peticiones de retirada. Recuerdo que hace ya tiempo
escribí un texto sobre el silencio punitivo (el silencio con el que se castiga
a un interlocutor que demanda palabras explicativas) y una lectora me escribió
un correo comentándome su terrorífica experiencia con una pareja que le
infligía deliberado daño simplemente manejando maquiavélicamente la temporalidad de los
silencios.
En Paradojas de lo cool, Alberto Santamaría afirma que «nuestra realidad es
el lenguaje, pero también nuestra realidad son las trampas de ese lenguaje». El lenguaje y su
dimensión conceptual duplican la realidad, y señalan aquello que los ojos no ven,
que es una de las operaciones medulares de la acción de hablar, pero
también pueden afanarse en que no veamos lo que estamos convencidos de ver, que es una de las tareas a las que se dedica denodadamente la retórica de los discursos hegemónicos. Si no hablamos entre nosotros, si no hay movilidad verbal, no nos veremos,
pero puede ocurrir que si hablamos demasiado tampoco veamos nada de tanto mirar. A
José Saramago le leí hace años que cuanto más se mira, menos se ve, y esta ceguera paulatina suele ser
frecuente en la circularidad de los diálogos rumiativos que acaban canibalizándose a sí mismos. La ambigüedad semántica tanto
del nominalismo incontinente como de los silencios sobre los que se desplaza el lenguaje articulado se muestran inoperantes para poner punto final a lo que cada vez es menos nítido. Hay asuntos que cuanto más se tratan, más
borrosos se presentan, pero si no se tratan jamás abandonarán su naturaleza informe, he aquí el desestabilizador dilema. Ocurre algo análogo entre decantarnos por la locuacidaz o el enmudecimiento. De los verborreicos solemos quejarnos coloquialmente afirmando que «solo habla él», «no me deja meter baza» o «no escucha nada»; y de los silenciosos solemos decir que «me incomoda que hable tan poco», o la metafórica «hay que sacarle las palabras con
un sacacorchos». Este artículo se iba a titular El silencio toma la palabra, pero finalmente lo he cambiado por Saber hablar, saber callar. El verbo más relevante de esta oración no es hablar
ni tampoco callar, sino saber cuándo es oportuno refugiarse en las palabras y cuándo en el silencio que les brinda la vida. Creo que ahí radica la inteligencia discursiva. Elegir a cada instante la palabra o el silencio que
demanda cada momento.
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