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martes, octubre 04, 2016

El amor es una conversación elegante



Obra de Nigel Cox
Una pareja es una unidad formada por dos personas que entablan una larga conversación. Si la conversación es de calidad, la pareja prolongará su unión en el tiempo. Si la conversación aparece deshilachada, el destino de la pareja se deshilvanará no tardando mucho. La conversación en la que se encarna el amor no necesariamente está exenta de conflictos, pero la diferencia entre la buena y la mala conversación es que en la buena la fricción se resuelve inteligentemente y en la mala la discrepancia se fosiliza peligrosamente. Algunos psicólogos presumen de augurar el futuro de una pareja en menos de cinco minutos sólo con observar cómo hablaban sus miembros. También es muy informativa esa estampa en la que una pareja no sólo no mantiene contacto verbal alguno, sino que ambos miembros espantan sus respectivos silencios mirando con estudiado desdén al lado contrario del otro. El amor vincula más con hablar que con cualquier otra magnitud, y hablar bien requiere el concurso de la inteligencia y de todos los sentimientos que se concentran en la bondad.

Recuerdo que José Antonio Marina arrancaba su ensayo Escuela de parejas con un aserto provocador. Se enamora la inteligencia generadora, pero acepta la relación la inteligencia ejecutiva. La inteligencia generadora es un disparador de ocurrencias de la que aún no sabemos cómo las confecciona y produce. La inteligencia ejecutiva es la que somete a inspección esas ocurrencias y les permite saltar a la acción, o les deniega el paso. Traigo a colación esta bifurcación de la inteligencia porque quiero remarcar que es precisamente la inteligencia ejecutiva la que con sus palabras angostará o expandirá los límites y la calidad de la relación. Hablar bien con la otra persona que completa nuestro binomio amoroso es prioritario, pero también lo es hablarse bien uno consigo mismo antes de formar diptongo alguno. El amor es un sistema de motivación (y como todo sistema para su buen funcionamiento requiere eficaces canales de comunicación) que agrupa múltiples sentimientos y deseos para ser compartidos con otra persona cuya complementariedad nos ensancha, nos energetiza y convoca los afectos más hermosos que habitan en el alma humana. Cuando no ocurre nada de esto no hablamos de amor, sino de otro tipo de vínculo, o de desamor, y esa relación enseñoreada por otros sentimientos ajenos a las experiencias de apertura puede devenir en un foco infecto que se nutra de lo más hediondo que también aloja el alma humana. En el discurso social se suele objetar que mantener una relación supone perder autonomía, cuando probablemente no haya un acto de mayor autonomía que decidir con quién se comparte una relación. Somos seres autónomos porque tenemos la capacidad de decidir qué fines queremos para abrillantar nuestra vida. La quintaesencia del ser humano se cifra en que puede optar, decidir, escoger, elegir. De aquí procede la palabra elegante, que define a la persona que sabe elegir bien. No hay elección que glorifique tanto esta capacidad tan entrañadamente humana como decidir si queremos compartir la vida y elegir con quién exactamente. Y para elegir bien hay que hablar, y al hablar hacerlo de un modo elegante. 



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jueves, junio 30, 2016

Sentir antipatía y rechazo no es sentir odio



Obra de Alyssa Monks
En mi último texto publicado en este Espacio Suma No Cero escribía sobre el rencor, el odio rancio que se acumula en los almacenes más umbríos y desconchados del alma. Al hilo del artículo (ver), un lector me preguntaba cuál era la diferencia entre rencor y resentimiento. Para mi respuesta cito el Diccionario de los sentimientos de Marina y Marisa López.  El rencor es enemistad antigua e ira envejecida. El resentimiento es el amargo y profundo recuerdo de una injuria particular. En mi texto yo los utilizo como sinónimos, siguiendo a la RAE, cuyas definiciones son circulares. La definición del rencor se apoya en la del resentimiento y la del resentimiento en la del rencor. Yo considero que el rencor es más animosamente belicoso porque se nutre de rumiaciones muy dispares y muy diseminadas cronológicamente. No deja de ser paradójico que en  un mundo tan líquido como el contemporáneo donde todo es insustancialmente episódico, donde los compromisos férreos y vinculantes viven en un acelerado proceso de desintegración, el rencor mantenga intacta su capacitación de convertir en indestructiblemente sólido el relato biográfico compartido con el odiado. Está tentacularmente más arraigado que el resentimiento, que suele circunscribirse a un hecho claramente rotulado en el calendario. Un momento desagregado de otros momentos.

En este punto conviene hacer una diferencia cualitativa que a veces nos desorienta sentimentalmente. Que no nos llevemos bien con alguien, que no queramos compartir retales de nuestra vida con esa persona, o que nos provoque rechazo, no significa que la odiemos. No hay correlación entre ambos sentimientos. No nos queda más remedio que ponernos manos a la obra y distinguir conceptualmente entre odio, antipatía, repulsión, rechazo y escasa o nula conectividad. Son notorios sentimientos de clausura en contraposición a los sentimientos de apertura al otro (amistad, cariño, afecto, amor, cuidado).  Insisto en que el odio es el deseo de dañar o procurar un mal a alguien, desear que su biografía aparezca cuajada de episodios aciagos, lastimada por alguna contrariedad severa que obstruya la coronación de sus metas. Incluso, en odios muy furibundos y muy concentrados, se anhela el exterminio de la propia persona, la supresión de su presencia física en el reino de los vivos. La malignidad de este deseo no cursa con la antipatía que podamos sentir hacia una persona. El odio pertenece al linaje de la ira. La antipatía a la familia de la alegría, en este caso al déficit de esa emoción básica. La antipatía es el deseo de no compartir ni tiempo ni espacio ni propósitos con alguien con quien albergamos sentimientos displacenteros. Surge como un antónimo de la simpatía, que es la inclinación a aadherirnos a ese otro que despierta en nosotros afectividades amables que nos incitan a entretejer lazos emocionales a través de actividades compartidas. En la antipatía desaprobamos la conducta del otro y se lo hacemos saber a través de la función punitiva de la separación o el ostracismo, o anhelamos la desconexión por un lance mal resuelto, o la oquedad mostrada por el otro en la interacción, o etéreas incompatibilidades difíciles de puntualizar, o  admitimos una insalvable divergencia entre los valores privados que capitanean su vida y la nuestra, o sentimos que se abren simas drásticas en los estándares que ambos reclamamos para el marco público.

La intensidad y la perdurabilidad de esos sentimientos marcan las líneas divisorias entre antipatía, rechazo, repulsión, enemistad. Cuanto mayor sea la irradiación de estos sentimientos aversivos, más nos iremos adentrando en el rechazo, la repulsión, la animadversión o la ojeriza. Pero en estos territorios afectivos no se desea causar un mal al otro, sino repeler su presencia y eludir el contacto y las áreas de intersección. Se desea o bien desmantelar el vínculo o bien evitar su edificación, fragilizar o eliminar en la medida de lo posible la cohabitación a la que impelen los propósitos sociales o las tareas compartidas (familiares, laborales, comunales, vecinales, etc). De hecho, cuando en ocasiones es imposible soslayar la interacción, los instantes de contacto se llevan a cabo en esas zonas de absoluta extraterritorialidad mental que no confieren demasiada implicación. Y aún hay otro aspecto sustancial que subraya la gigantesca diferencia. El odio nos empareja y nos suelda al otro en una siderurgia que altera nuestra atención. Su fuerza motriz nos desposee de autonomía, de la soberanía de nuestra propia atención, y es el propio odio el que elige dónde debemos focalizarla para su propia nutrición. Sin embargo, la antipatía, el rechazo o la aversión no se emancipan de nuestro control, no manipulan nuestro estado de atención, no nos convierten en sujetos pasivos frente al oleaje de una antigua ira. Sólo atendemos su solicitud cuando la persona que despereza esos sentimientos aparece compartiendo momentáneamente nuestro espacio. No antes. Tampoco después. Sólo aquí y ahora.



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martes, enero 16, 2018

Contraempatía, sentirse bien cuando otro se siente mal



Obra de Bryan Drury
Hace poco me encontré en las páginas del monumental y extenso Los ángeles que llevamos dentro, el declive de la violencia y sus implicaciones, de Steven Pinker, con un término que nunca antes había ni leído ni escuchado. Me llamó mucho la atención porque es el antagonismo de otro término que sin embargo goza de centralidad en los análisis de la conducta humana. Pinker hablaba de la contraempatía. Con ella definía esos accesos en los que uno se siente bien cuando otro se siente mal. Frente al amor al prójimo que preceptúan las religiones monoteístas, ya no es la abulia o el desdén de lo que le ocurre a ese prójimo, sino el regocijo que procura otear su desazón, la aflicción ajena como palanca de hedonismo afectivo. En alemán existe el término Schadenfreude, el deleite que despierta contemplar la desventura del otro. El diccionario de la RAE no recoge esta palabra, aunque reconozco que la rareza del significante no trae adjuntada ninguna rareza en el significado. Existe  frondosa vegetación léxica para explicar esos episodios sentimentales en los que un agente se siente bien al comprobar que su par se siente mal. Yo los expuse en La razón también tiene sentimientos. La malicia es el sentimiento que brota cuando deseamos el perjuicio en el otro aunque no participemos directamente en él. Es la alegría que emana cuando se contempla cómo a la alteridad le asola un revés, la vida le zancadillea, o no consigue que sus propósitos se instalen en la siempre esquiva realidad. Si nosotros colaboramos en la reciedumbre de esa adversidad, entonces hablamos de perversidad, el regodeo que nace al infligir daño o al talar las expectativas de alguien. Se aproxima al sadismo, que es el placer de hacer daño y que en su versión más extrema consiste en lastimar la dignidad que posee toda persona por el hecho de existir. También aparece por estas hediondas callejuelas el odio, el deseo de que la vida del monopolizador de nuestra atención deje de sonreírle, que puede metamorfosearse en júbilo si ese deseo se cumple.  

Hay más sentimientos que comparten vecindad con la contraempatía, pero sobre todo uno que está tan desacreditado que nadie se lo atribuye públicamente. La envidia es un sentimiento que también utiliza las variables del gozo y la aflicción. Se siente envidia cuando uno se entristece al observar la prosperidad del otro, pero dar envidia es justo lo contrario, mostrar nuestro holgado bienestar o la adquisición de un bien o un mérito con el fin de que sea el otro el que se aflija al verlo. Siempre cuanto la anécdota de un anuncio publicitario con el que me tropecé a diario en las páginas de un periódico de tirada nacional. Anunciaban un viaje al Caribe en el período otoñal porque, y cito literalmente, «otoño es la mejor época para viajar porque es cuando más envidia puedes dar a tus amigos». Según este eslogan, la alegría no la proporcionaba el viaje en sí, sino la tristeza que provocaríamos en el entorno próximo cuando se enteraran de que nos habíamos ido de viaje justo cuando los demás reanudaban sus trabajos. En el discurso social existe una excepción que permite mostrar la envidia sin que sea reprobada. Ocurre cuando uno juega a la lotería y lo hace, según sus propias palabras, porque «no soportaría que a mis compañeros les tocara la lotería y a mí no». 

En su bibliografía Peter Singer habla de empatía emocional y empatía cognitiva. Es una distinción muy interesante que sin embargo ya está establecida con otros referentes norminales en los estudios de la afectividad. La primera sería la empatía en su acotación convencional, una disposición psicológica para comprender al otro. La empatía cognitiva sería la compasión, un sentimiento radicalmente humano que nos permite sentir como propios el dolor y la alegría del otro al reflexionar en torno a nuestra condición de seres semejantes en la fragilidad, la vulnerabilidad y la conciencia de mortalidad, los tres grandes vectores de la idiosincrasia humana. La contraempatía sería puramente emocional. Se antoja harto difícil que con el concurso de la reflexión ética podamos construir una contraempatía cognitiva y conducirnos por ella. Si fuera así. desembocaría en la  maldad (ejecución de un daño en un tercero exento sin embargo de réditos personales) o en la malicia. La morbidad afectiva de ambas contraviene el ideal ético de que los seres humanos nos tratemos unos a otros como sujetos y no como meros objetos, es decir, con la dignidad que nos hemos otorgado en un ejercicio autoconstitutivo al considerarnos valiosos. Un exceso de contraempatía en un excesivo número de persona tornaría imposible la convivencia. Coexistiríamos, pero no conviviríamos. Nada que ver con lo que creemos que sería bueno que fuese.



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martes, octubre 06, 2020

No todos los sentimientos son buenos

Obra de Charley Toorop

Se ha instalado en el lenguaje cotidiano que las emociones son siempre útiles. Escapan así de ese binarismo deshabitado de matices que guardan las categorías bueno y malo. No existen emociones ni buenas ni malas, no existen emociones negativas, lo que sí existen son respuestas emocionales óptimas y respuestas emocionales nefastas. Las emociones son dispositivos con los que nos obsequia nuestro aparataje genético para adaptarnos con presteza automatizada a las demandas del entorno, mecanismos operativos para administrar la permanente transitoriedad que es el acontecimiento de existir. La genealogía biológica de las emociones las hace ineliminables. Como los términos emociones y sentimientos se esgrimen indistintamente en la retórica afectiva, erróneamente se ha extrapolado esta característica a los sentimientos. De ahí que muchas veces escuchemos afirmar que no hay sentimientos ni buenos ni malos. Por supuesto que los hay. Todas las emociones son ejecutivamente útiles, pero no todos los sentimientos lo son. En el ensayo La razón también tiene sentimientos escribí un capítulo titulado Los sótanos del alma en el que argumentaba esta peligrosa peculiaridad. Recuerdo que para ese capítulo barajé otros nombres como Las mazmorras del alma, o Las estancias enmohecidas. Son nominaciones tremebundas, aparentemente hiperbólicas, pero muy fidedignas del intervencionismo destructor de ciertos sentimientos en la vida de sus portadores. Hay sentimientos que pueden convertir la vida de una persona en una vida cuajada de dolor y sombras. 

Los sentimientos son construcciones evaluativas que nos informan de cómo va la instalación de nuestros deseos en la realidad, si hay ajuste o desajuste, adaptación o inadaptación, si el mundo concede derecho de admisión a nuestros propósitos convirtiéndolos en logros o los desestima y los deposita en frustraciones. En su monumental Teoría de los sentimientos, Carlos Castilla del Pino los describía como experiencias que integran múltiples informaciones y evaluaciones positivas y negativas que implican al sujeto, le proporcionan un balance de la situación y provocan una disposición a actuar. En El laberinto sentimental, José Antonio Marina explica que los sentimientos son balances que dan voz a la situación real, los deseos, las creencias, las expectativas y la autopercepción, la idea que el sujeto tiene de sí mismo. A mí me gusta puntualizar que no son evaluaciones psicológicas, sino auditorias éticas. Los sentimientos organizan valorativamente nuestro mundo. Lo afectivo, lo cognitivo y lo desiderativo conforman una triple entente muy férrea llamada sentimiento. Que sea férrea no significa que sea inmutable. Sentimos como pensamos, pensamos como sentimos, en un proceso sistémico y constituyente en el que no hay principio ni final. Cuando se afirma que primero sentimos y luego pensamos, ese sentir condensa infinitesimales inferencias con arraigados campos semánticos que se han automatizado a fuerza de repetirse. Las acciones que creemos hacer sin pensar las hemos pensado tanto que ya no necesitamos pensarlas.

Hace unas semanas pronuncié en Tomares (Sevilla)  la conferencia La invención de los sentimientos buenos organizada por la Concejalía de Igualdad dentro de las actividades programadas con motivo del Pacto de Estado contra la Violencia de Género. Adjetivar los sentimientos de este modo es posible porque también se pueden adjetivar de manera antagónica. La existencia de sentimientos buenos o meliorativos implica la existencia de sentimientos maléficos o perjudiciales que infligen cantidades ingentes de dolor en la vida afectiva de quienes se articulan bajo su mandato, y cuya irradiciación puede polucionar gravemente la vida de las personas de su derredor. Ayer le leía al profesor Fernando Broncano que «si quieres entender el conocimiento, empieza por la ignorancia; si quieres entender el cuerpo, empieza por la enfermedad; si quieres entender la mente, empieza por los estados alterados y las represiones; si quieres entender la sociedad, empieza por la anomia y la injusticia». Con los sentimientos ocurre lo mismo. Si quieres entender los sentimientos buenos, empieza por escrutar los malos. 

Hay varias creaciones sentimentales de pobre inteligencia afectiva que vinculan con la forma con la que el sujeto se relaciona con otros sujetos. Pienso en el odio, el deseo turbio que pone el énfasis en hacer daño a alguien de forma directa o vicaria, con diferentes intensidades que pueden alcanzar la destrucción del odiado. Si el amor es la máxima expresión del reconocimiento del límite, como sostiene Vicente Serrano en La herida de Spinoza, en el odio los límites se disuelven por completo. Otro sentimiento pernicioso es el resentimiento, que es enfado reseco y revenido, un enfado alejado del punto cronológico que lo desencadenó pero que mantiene intacto sus efectos sobre el presente. Un tercer sentimiento corrosivo es la envidia, la tristeza que provoca contemplar la prosperidad del sujeto envidiado. Y por último, en esta breve taxonomía de sentimientos perjudiciales, están las desmesuras del ego, que podemos consignar en soberbia, orgullo y vanidad. El soberbio puede sentir rápida envidia de los méritos que considera que se merece, pero que los demás atribuyen a alguien que no es él, sintiendo odio tanto por el que es ameritado como por aquellos que lo aplauden. En los sentimientos alojados en los sótanos del alma se obstaculizan las grandes disposiciones afectivas para levantar convivencias gratas y plenificantes: la bondad, la amabilidad, la alegría, la generosidad, la gentileza, la compasión, el perdón, el amor. En flujos sentimentales cenagosos el otro no es un aliado con el que transfigurar nuestra interdependencia en autonomía, es un rival que nos daña y nos provoca desasosiego y aflicción. El odio, el rencor, la envidia, la soberbia, el engreimiento, son sentimientos que en vez de expandirnos nos embotellan en las dimensiones claustrofóbicas del yo. Nos estropean. Nos desgradan. Nos empequecen. Nunca ocurre nada bueno en su compañía.


* (Con este artículo inauguro la Séptima Temporada (2020-2021) de este espacio. Todos los martes compartiré indagación y análisis sobre el apasionante mundo de la interacción humana. Estáis invitadas e invitados a esta cita semanal). 


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