jueves, julio 17, 2014

Lo imposible


No podemos cambiar el mundo pensándolo con las mismas lógicas que lo han ido acotando en lo que ahora es. En el último ensayo de Zygmunt Bauman, ¿La riqueza de unos pocos beneficia a todos? (Paidós, 2014), esta idea es nuclear. El octogenario sociólogo prescribe una receta para combatir el hábito cognitivo, sortear su inercia invisible y poder mudar el estado de las cosas: «no hay que pensar con las estructuras de siempre, sino en ellas». Si alguien analiza cualquier propuesta para construir un mundo más justo y digno, un mundo con preeminencia de las personas sobre los capitales, «con» las estructuras que lo han conducido hasta la omnipresente apoteosis del beneficio económico, resulta razonable la propensión a tildarlas de ilógicas, absurdas, quiméricas, idealistas, populistas. Esta deriva se percibe muy claramente entre los cirujanos del tejido político y social inhabilitados para imaginar realidades nuevas puesto que su argumentario y su sistema de creencias están subordinados a postulados viejos. Es difícil pensar con las eternas y monolíticas narrativas y que el resultado sea un mundo novedoso y diferente al que absorben nuestros ojos. O evaluar tesis inéditas de mundos posibles y que a los añejos razonamientos de toda la vida no les parezcan ilusas y panfletarias.

Necesitamos tramitar la realidad de manera desacostumbrada y sopesar lo inusual para imaginar realidades mejores, disciplinar la dimensión creativa y arriesgada como forma de incrementar posibilidades pensadas. Resulta curioso comprobar cómo la tecnificación del mundo cada vez es más y más sofisticada, pero en la organización social la innovación es prácticamente inexistente. Leo en el último libro de Jorge Richmann, Ahí es nada (Ediciones El Gallo de Oro, 2013), un aforismo en el que se cita  a José Laguna: «La ética necesita de la poesía para poder nombrar y alumbrar la utopía. Sólo cuando se nombra lo posible, el inédito viable, las energías del presente se ponen en macha hacia el horizonte del cambio». Necesitamos pertrecharnos de pensamiento ético para pensar lo que debería ser (y no ceñirnos en exclusividad a lo que es) y luego verbalizarlo con una mira poética a pesar de que será denostado como quimérico por aquellos que trazan el mundo con el automatismo del pensamiento convencional. Creo que fue a Paul Auster al que le leí que ninguna gran idea es aceptada de inmediato por sus evaluadores porque de lo contrario no sería una gran idea. Toda ocurrencia que ha hecho acrecentar la dignidad humana fue considerada utópica e imposible en su génesis. En retrospectiva la conclusión es muy sencilla. Lo imposible prologa lo posible.  

martes, julio 15, 2014

Dime qué ánimo tienes y te diré cómo piensas


Obra de Brian Calvin
El estado de ánimo es una variable que se tiende a desdeñar en los análisis de adopción de decisiones, en la emisión de un juicio, o en la construcción de una estrategia para afrontar las dificultades. Sin embargo, un ánimo elevado o hundido, alegre o marchito,  modula el resultado de nuestras evaluaciones y de las respuestas que ofrecemos a las solicitudes del entorno. Más aún. Nuestro estado de ánimo modifica el enfoque de la atención y los procesos de recogida y codificación de la información.  Un ánimo alto tiende a procesar la información de una manera económicamente rápida y con un rigor tibio. Impele a la acción y no se entretiene en pasear por vericuetos que entorpecen la conclusión. Un ánimo bajo promueve pensamientos analíticos detallistas, sistemáticos, una primera visión oteada del horizonte que luego va desmenuzando territorialmente en pormenorizados apartados que terminan dificultando la toma de una decisión. Toscamente podemos decir que el ánimo bajo es poético y el ánimo elevado es prosaico, que la tristeza es filosófica y la alegría, pragmática. La tristeza es exigente, pero irresoluta. La alegría es más laxa e imprecisa, pero mucho más determinante. 

El afecto negativo y su proclividad al interminable análisis acarrean consecuencias nocivas. Un ánimo bajo provoca rumiación, compulsiva reiteración de pros y contras, propensión al jeroglífico y la entropía, el desorden de una conciencia excesivamente preocupada de sí misma. Los clásicos afirmaban que mucho pensamiento mata la voluntad,  lo que significa que una sobrepuja de análisis inhibe la iniciativa. A la parálisis por el análisis es una consigna por la que se convocan muchas reuniones que persiguen dejar las cosas como están pero tranquilizar la conciencia creyendo que se ha hecho algo para cambiarlas. Cuando estamos aquejados de un estado de ánimo lánguido, es probable que experimentemos tres grandes déficits en los surtidores emocionales: que dejemos de vernos como una persona con competencia percibida alta (creencia general sobre la capacidad de alcanzar metas deseadas), que se desvanezca la expectativa de autoeficacia (creer en nuestras capacidades para realizar una acción concreta y muy delimitada), que situemos el locus de control en el exterior (no poseemos control sobre la situación y por tanto no podemos revertirla invirtiendo esfuerzo). Nos adentramos de este modo en un bucle cenagoso. El ánimo bajo nos predispone al abuso de análisis minucioso, el análisis exageradamente picajoso y contumaz nos empuja a la entropía, la entropía deteriora nuestra competencia percibida y desplaza el control al exterior, este deterioro nos inhabilita para insertar nuestros deseos en la realidad, esa inhabilitación nos hunde el ánimo, al hundirse el ánimo nos volvemos enfermizamente analíticos, y vuelta a empezar. Sólo hay una prescripción para sortear este círculo vicioso. Convertir las demandas del entorno en un reto que ponga a pruebas nuestras capacidades, no despilfarrar demasiada energía en analizarlas obsesivamente, y saltar a la acción. En la acción está la solución. 




jueves, julio 10, 2014

Soledad afectiva, soledad social



La soledad goza de una centralidad indiscutible en el mapa de nuestros miedos. Es lógico porque su presencia debilita nuestra herencia genética de animales sociales. Como si se tratara de una tergiversación biológica, la soledad confabula contra las grandes motivaciones del ser humano, contra nuestra necesidad de donar y a la vez proveernos de afecto y estima, de reconocimiento, de interacción con los demás. La soledad nos despoja de afiliación, nos aprisiona en la geografía aislada de nosotros mismos, nos enjaula en la territorialidad de las rumiaciones y nos hace acceder al salón privado de los espejos desfavorecedores. A mí me gusta afirmar en los cursos que nadie llega nunca a una conclusión feliz después de una noche de insomnio en la que sin moverse de la cama no ha dejado de dar vueltas y vueltas sobre sí mismo. Ocurre lo mismo con la deriva de la soledad. Nadie alcanza un escenario alegre si permanece solo más tiempo del que le gustaría. Existen dos tipos de soledad que permiten reembolsarnos réditos muy distintos: la voluntaria y la indeseada, una soledad balsámica y otra lacerante. Como todo aquello que adoptamos por decisión propia, la primera es domesticadamente fértil y nos pone de un modo controlado en contacto con lo más introspectivo de nosotros mismos en los instantes que nos apetece colmar intereses privados. La segunda es impuesta y, como toda situación de cambio que no controlamos, nos provoca aversión.  

Esta segunda soledad es muy déspota y muy corrosiva. A su vez se bifurca en otras dos soledades que arañan por dentro: la soledad social (desconexión crónica o transitoria de contactos regulares con los que compartir intereses y actividades), y la soledad emocional (escasez de apoyo afectivo e intimidad). La existencia de estas dos soledades puede provocar paradojas como que uno se sienta solo a pesar de estar rodeado de gente (la soledad emocional prevalece en este caso sobre la social), o que transitoriamente se encuentre muy solo aunque posea contactos valiosos con los que compartir su universo sentimental (aquí la soledad social predomina sobre la emocional, y desdice a Séneca cuando afirmaba que la soledad no es estar solo, sino estar vacío). Hay algo análogo a ambas soledades indeseadas. Ambas provocan efectos malsanos como malnutrición social, anorexia afectiva, sequedad sentimental, oxidación intelectual, astenia existencial, reflexividad negativa, fabulación depredadora de la realidad, incineración de una autoestima que focaliza su atención en todo lo que la reduce a cenizas. La soledad coloca un manto de óxido sobre el alma, pero también convierte en herrumbre la plasticidad del cerebro y lo desordena por dentro hasta volverlo torpón. La soledad impuesta mineraliza todo lo que toca.



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