miércoles, enero 21, 2015

Día Europeo de la Mediación



Hoy 21 de enero se celebra en Europa el Día de la Mediación. A mí me gusta definir la mediación como una negociación destinada a que dos partes  negocien entre ellas la satisfacción de sus intereses. Se puede afirmar que es un puente tendido hacia el diálogo como única estructura posible para trasvasar argumentos y abordar una solución compartida. Conviene subrayar aquí que el diálogo no es un medio, es la arquitectura biológica en la que se articulan las interrelaciones, el formato para fortalecer nuestra insoslayable condición de existencias vinculadas a otras existencias. El valor absoluto de la mediación reside en la utilización del diálogo como única vía posible para que las partes se den a sí mismas soluciones nacidas de su propia convicción. El cultivo de esta convicción entre los actores es con diferencia la aportación más resplandeciente de la mediación frente a otras fórmulas de resolución de conflictos, su más preciado estandarte a la hora de divulgarla y aplaudirla. El punto casi sacramentado de la mediación reside en esa convicción a la que se puede llegar cuando, gracias al diálogo, un corazón desea entenderse con otro a través de la inteligencia y la bondad. Nada que ver con la cacareada descongestión de la vía judicial, la reducción de costes emocionales, o la preservación de la privacidad y su fagocitadora exposición pública. Todo esto es anecdótico en comparación con lo anterior.

Canónicamente la mediación es una negociación con la intervención de un tercero aceptado por las partes. Su mapa identitario se puede resumir en que este tercero promociona la búsqueda de un acuerdo entre los protagonistas afectados y lo hace desde una posición neutral, imparcial y sin poder de decisión. El mediador es por tanto un agente que marca un escenario comunicativo entre dos o más partes que hasta ese momento lo habían obviado o declinado. La mediación como fórmula gana centralidad en la sociedad civil porque se empieza a corroborar que la verdadera solución a un conflicto emerge cuando las partes implicadas la encuentran a través del diálogo. Proclama la autodeterminación de las personas para resolver por sí mismas las divergencias con que la vida se reembolsa el hecho de hacernos a unos y otros tan diferentes. Feliz día a todos los mediadores. Feliz día a todos los que hacen del diálogo el auténtico eje sobre el que gravita su interacción con los demás, la fiesta maravillosa que supone que nuestra biografía se enrede con otras biografías a través de la acción y la palabra. Ojalá lo tengamos muy presente hoy. También siempre.



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martes, enero 20, 2015

Pero, una palabra para echarse a temblar

Obra de Elisabeth Peyton
El lenguaje es performativo. Una palabra al ser pronunciado construye un mundo que antes no existía. Las palabras dicen y crean, y esta capacidad generadora debería exigir prudencia a sus usuarios, sobre todo cuando se desgranan palabras que nada más ser proferidas despiertan la punzada de la congoja en quien las recibe. Pocas palabras provocan tanta intranquilidad o decepción como escuchar un pero después de una afirmación en la que uno ha salido bien parado. Por su rango de conjunción adversativa el pero es sustantivamente inquietante. Resulta llamativo que un vocablo tan minúsculo y aparentemente inocente, alerte con tanta celeridad y urja a la guardia preventiva. Cuando nos hallamos sumidos en la placidez de un enunciado amable, de repente aparece el pero con calculada suavidad brusca y nos inocula un desasosiego que pronostica que la aseveración que acabamos de escuchar sufrirá alguna amputación. Su presencia en mitad de la frase invalida lo que nos acaban de confesar, o aliña el enunciado con un punto avinagrado y hostil al retirar gran parte de los colorantes y los edulcorantes que la dotaban de dulzura y hospitalidad. Hay peros nihilistas. Con un tono imperativo reducen a la nada todo lo que les precedía. 

El pero es una herramienta gramatical que hace palidecer al que la escucha augurando un viraje aciago en el discurso de su interlocutor, al que rápidamente se le presupone haber escondido algo detrás de las anteriores palabras y que ahora va a destapar con toda su crudeza (sin peros en la lengua). El pero primero te otorga y luego te despoja parte de lo ofrecido. En su denodado afan de frustrar expectativas inicialmente esbeltas, modifica la estructura semántica esparcida en los pliegues de la oración, debilita las palabras que lo anteceden y en algunos casos, al contraponer otras, directamente las desahucia del significado que ingenuamente le habíamos conferido. Guarda similitudes laborales con la cuchilla de la guillotina, puesto que cuando emerge más que matizar lo dicho lo decapita sin remilgos. Es cierto que a veces el pero no cercena, sino que se dedica a la tarea de añadir cosas nuevas. Incrementa la autoridad de la aseveración que escolta y en otras ocasiones agrega nuevos puntos de apoyo, como cuando se le puede reemplazar por «además». Entonces el pero muestra una amabilidad y unos deseos de informar que lo hacen bienvenido y hasta simpático. Desgraciadamente no es frecuente. El pero más habitual es el otro. El que corrige la frase pronunciada porque en realidad quien la pronuncia no piensa así. Al menos no exactamente así. A veces incluso diametralmente opuesto a así.  



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viernes, enero 16, 2015

El ejemplo es el único discurso que no necesita palabras



Cuando escribí el manual La educación es cosa de todos, incluido tú (Editorial Supérate, 2014, ver web del libro) dediqué uno de sus treinta y tres epígrafes al ejemplo. Recuerdo que en un rincón de una de las páginas susurré que «el ejemplo es el único discurso que no necesita palabras». Sin embargo, me olvidé de agregar una coda importantísima: el ejemplo puede prescindir de la utilización de palabras, pero sí necesita conocer cuáles son las que quiere ejemplificar. El ejemplo es la suma de patrones admirables que se pueden observar y verbalizar en alguien concreto y que inspiran miméticamente a la comunidad para dar con una versión más afinada de sí misma. El mal ejemplo es justo lo contrario, el sumatorio de conductas que zancadillean nuestra condición de existencias vinculadas con otras existencias. Y embarran nuestras interacciones.

En este mismo ensayo me atreví a parafrasear uno de los imperativos categóricos de Kant utilizando un lenguaje más coloquial y próximo, y lo vinculé al ejemplo como enseñanza vicaria: «Exígete actuar como si tu comportamiento fuera elegido de ejemplo para toda la humanidad». Es evidente que el ejemplo vincula con la conducta y no con las palabras que sin embargo necesita conocer para encarnarse en comportamientos plausibles. Desgraciadamente el ejemplo se ha despegado de la conducta y se ha instalado exclusiva y muy cómodamente en las palabras. Dicho de un modo más inteligible. La ética vive entronizada en nuestro discurso, pero destronada de nuestros actos. No me refiero a mantener una fidelidad férrea que la vida suele ridiculizar tarde o temprano, ni a los muchos microcosmos que cruzamos al cabo del día y en los que es difícil no caer en alguna contradicción. Me refiero a que las grandes palabras y los grandes hechos al menos no tomen direcciones diametralmente opuestas. Mi poeta favorito en la adolescencia escribió un verso que yo me aprendí de memoria: «Palabras, palabras, palabras, estoy harto de todo aquello que puede ser mentira». Es un verso del siglo XIX, pero es perfecto para estos días cuajados de promesas en los que uno anhela menos palabras y más hechos. O para cerrar en un círculo este texto. Menos labia y más ejemplo, que es el único discurso que no necesita palabras porque ya nos encargamos nosotros de leerlas en la biografía del orador.



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