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martes, marzo 15, 2016

Los dos tenemos razón aunque opinamos distinto



Obra de Harding Meyer
La mayoría de los conflictos que padecemos no se enquistan sólo porque hablemos poco, sino porque hablamos mal. Además de verbalizar los problemas raquítica y erráticamente, lo que escuchamos de la contraparte lo interpretamos de una manera muy desbrujulada (al escuchar hacemos inseparable exégesis), y lo intentamos refutar con una argumentación extemporánea para el hábitat de las divergencias. Ahora explicaré qué quiero decir. La profesora de Lingüística y experta en la comunicación de las relaciones interpersonales, Deborah Tannen, lo subraya en cada una de las líneas de sus aplaudidos ensayos sobre el significado de las palabras, los mensajes y los metamensajes que se alojan en las conversaciones controvertidas. Ahí están para corroborarlo sus trabajos Lo digo por tu bien, Yo no quise decir eso, Tú no me entiendes. La autora defiende que en muchas ocasiones hablar con alguien del otro sexo es como hablar con alguien de otro mundo, pero se podría ampliar esta corroboración afirmando que incluso en muchas conversaciones que se entablan con las personas del mismo sexo basta con intercambiar un par de frases para asentir que a pesar de habitar el mismo planeta vivimos en universos distintos. Voy a revelar un secreto importantísimo. Pido discreción. Lo tildo de secreto porque en prácticamente todos los libros que he leído de negociación, mediación y gestión y resolución de conflictos no se hace mención a un punto neurálgico en situaciones protagonizadas por la interdependencia y la diferencia: «Estoy convencido de que más del setenta por ciento de los conflictos que no se solucionan se debe a que los implicados no saben distinguir entre un juicio deliberativo y un juicio demostrativo».

En el muy recomendable y humanista ensayo Inteligencia relacional y negociación, sus autores, Jaime García y Carlos Sanhueza de la universidad Adolfo Ibañez de Santiago de Chile, sí explican y además muy diáfanamente los tipos de afirmaciones que podemos esgrimir. Esta clasificación es primordial para manejarnos correctamente en los diferentes estadios comunicativos. Todos los idiomas disponen de cuatro distinciones lingüísticas que determinan profundamente el contenido de la conversación y la predisposición de sus participantes: afirmaciones, juicios, declaraciones y promesas. Me ceñiré a las dos primeras distinciones. Mi tesis es que un elevado porcentaje de conflictos erupciona primero y se cronifica después debido al extravío sentimental que fomenta este desconocimiento del lenguaje. No es lo mismo una afirmación que un juicio deliberativo. Cuando los litigantes se obcecan en reclamar la razón («yo tengo razón») y denegársela a su interlocutor («tú no tienes razón»), cometen la torpeza de reivindicar un imposible en el campo de la deliberación. Las afirmaciones pueden ser verdaderas o falsas, y se pueden verificar, pero los juicios deliberativos pueden ser de muchas maneras y escapan a su demostración empírica. Por eso son deliberativos y no demostrativos. Los  juicios deliberativos no se pueden demostrar con el rigor que solicita la ciencia, pero sí argumentar. Aristóteles definía la deliberación como todo aquello que puede ser de otras muchas maneras. Si no pudiera ser así, no tendría sentido «deliberar». En su Tratado de argumentación Perelman tampoco deja lugar a la duda.

A pesar de lo sustancioso de esta diferencia, no suele tenerse en cuenta ni en el lenguaje profano ni en gremios que se dedican profesionalmente al análisis de las cosas.Yo trabajé en prensa escrita durante diez años y comprobé cómo muchos periodistas y columnistas tendían a confundir afirmaciones demostrativas con juicios deliberativos, o los mezclaban formando misceláneas incendiarias. En mis clases subrayo mucho esta distinción que considero cardinal para entender por qué dos verdades antagónicas pueden convivir en un mismo enunciado deliberativo sin que provoquen ninguna contradicción. La aporía sí tendría sentido en una afirmación, porque si una afirmación demostrativa es cierta, es imposible que su contraria también lo sea. Pero no estamos en el mundo demostrativo, sino en el deliberativo, y al no distinguirlos nos cuesta mucho aceptar que los enunciados contradictorios broten en las conversaciones sin que haya contradicción en ellos. Ese es el motivo de que en la deliberación si uno aspira a que su argumento sea aceptado por su interlocutor, simultáneamente ha de asumir que también pueda ser refutado por otro argumento, sin que ninguno de los dos devenga ilógico.

Nos hallamos en el epicentro de la mayoría de los conflictos y en la quintaesencia de la cultura del acuerdo. Si esta premisa se vulnera, es imposible concertar nada. Existe un muy ameno libro de Xavier Amador titulado de un modo imbatible: Yo tengo razón, tú no, ¿y ahora qué? En un conflicto no se trata de dilucidar quién tiene razón, porque en el territorio de la deliberación ambas partes la poseen. Se trata de encontrar una intersección para que los argumentos de los protagonistas den con una evidencia mejor que les permita convivir en el espacio y los propósitos en los que ambos se necesitan mutuamente. Eso sólo se alcanza con el diálogo como estructura de la razón comunicativa, con la argumentación como competencia y con una predisposición ética que Aristótes bautizó como «amistad cívica». Como estos tres aspectos no pueden concurrir aisladamente, los conflictos que no se solucionan siempre empiezan guillotinando uno de ellos. La defunción de los dos restantes es cuestión de esperar unos minutos.



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martes, noviembre 03, 2015

«Yo no te he convencido, te has convencido tú»



Pintura de Alex Katz
Hace unos días escribí sobre lo capital que resulta la convicción en la gestión de las diferencias que surgen del destino irrevocable que es la convivencia. Mi silogismo era el siguiente. Sin convicción no hay cooperación, sin cooperación no hay solución, así que de estas premisas se colige que sin la convicción por parte de los implicados no hay forma de solucionar un conflicto. Se podrá terminar, pero no solucionar. Casualidades de la vida, un par de días después de escribir mi artículo me encuentro en mitad de mis lecturas con una reflexión del gran José Saramago: «He aprendido a intentar no convencer a nadie. El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro». Siento disentir del Premio Nobel de Literatura. Mi objeción es sencilla. No se puede convencer a nadie porque el convencimiento es algo que le atañe exclusivamente a uno mismo. Esto explica por qué convencer a alguien es harto imposible si ese alguien no se quiere convencer. Es cierto que la RAE en su definición de convicción y convencimiento habla indistintamente de convencer y convencerse, pero nadie es convencido por otro si previamente no se convence él. Esta certeza me obliga a matizar a aquellos que en alguna conversación, y tras exponer una cadena de argumentos, me dicen sonrientes: «Me has convencido». «Disculpa. Yo no te he convencido. Te has convencido tú», suelo aclararles.  

La convicción es un proceso en el que la implosión argumentativa, que desemboca en una evidencia, se produce en el cerebro de mi interlocutor, no en el mío. En un espacio articulado por la bondad y la racionalidad, yo muestro un repertorio de argumentos con los que defiendo o refuto una idea, pero alistarse a ellos es una decisión personal que sólo pertenece al que me escucha. Construyo un contenido comunicativo, verbalizo motivos e ideas, me explico, pero es su voluntad la que considera que la evidencia que yo muestro con mis argumentos es más válida que la evidencia que él defendía con los suyos. Uno se ha convencido y ahora voluntariamente abandona la evidencia anterior y se abraza a la nueva. En toda esta polinización de argumentos y dinamismo volitivo a través del ímpetu transformador de la palabra, ¿hay falta de respeto, hay atisbos de colonización por algún lado, como defiende Saramago? La colonización es una invasión, y las invasiones se llevan a cabo contra la voluntad del invadido. Absolutamente nada que ver con la genealogía de la convicción. Puede haber cierta intención imperativa en la exposición de argumentos sobre un asunto deliberativo (en ese territorio donde toda afirmación puede ser refutada), pero la decisión última de adherirse a ellos y dirigir su conducta en función de su contenido le pertenece en inalienable exclusividad a nuestro interlocutor. La gran torpeza es asumir esa tarea como nuestra. Yo he necesitado muchos años de estudio y padecer cientos de discusiones bizantinas para comprenderlo con nitidez. La convicción es el resultado de una interiorización personal, cuando uno se da órdenes a sí mismo, aunque esa orden utilice argumentos que inicialmente provenían de otro sujeto. Es el mágico paso de lo heterónomo a lo autónomo, de hacer nuestro lo que no era nuestro porque admitimos que es mejor que lo anterior. Pero si alguien no se quiere convencer en un asunto deliberativo, no hay argumento posible que pueda derrocar esa resistencia. Intentar lo contrario es perder el tiempo.



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viernes, octubre 30, 2015

La convicción


Pintura de Alex katz
Acaba de echar a rodar la decimotercera edición del curso de Especialista en Mediación de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla (UPO). El curso lo impartimos docentes de la Escuela Sevillana de Mediación dirigida por Javier Alés y Juan Diego Mata. Hace unos días compartí con los alumnos mi primera de las varias clases que daré a lo largo del curso.  Intenté demostrar dos principios críticos en la gestión y resolución de las diferencias que nacen de ese destino irrevocable para cualquiera de nosotros que es la convivencia. El primer elemento rector es que en situaciones de interdependencia es literalmente imposible alcanzar una solución si no se cuenta con la cooperación de la otra parte. Un escenario de interdependencia es aquel en el que uno no puede satisfacer un interés de manera unilateral. Necesita la participación del otro, y no una participación cualquiera, sino llena de singularidades. De no ser así, el conflicto se podrá terminar, aunque no solucionar. Concluir un conflicto y solucionarlo pueden parecer semánticamente términos análogos, pero no lo son. Muchos conflictos se terminan sin solucionarse y es una mera cuestión de tiempo que vuelvan a erupcionar. De ocurrir así, su erupción será más virulenta. Recuerdo una metáfora de Siri Hustvet en su novela El mundo deslumbrante que me sirve ahora para ilustrar aquí la imagen de los conflictos cerrados en falso: «las hojas dejan de  moverse justo antes de una gran tormenta». Un conflicto terminado pero no solucionado tiende a «volcanizarse» y a «balcanizarse». Nada recomendables ambos escenarios.

El segundo gran principio engrana con el primero. La dimensión cooperadora y sobre todo el compromiso de mantenerla sólo se conquista con la emergencia de la convicción (a mí me gusta recordar que una negociación no persigue un acuerdo, sino el compromiso de respetar el acuerdo alcanzado). Aquí podemos rotular el epicentro de todo. Ni imposición, ni manipulación, ni coerción, ni convención, sólo la convicción como génesis de la solución de un problema entre dos o más personas, instituciones u organizaciones. En la clase cité una hermosa reflexión de Malala, premio Nobel de la Paz en 2014, la niña paquistaní que con doce años recibió un balazo que le atravesó la cara rozándole un ojo y cuya bala huyó milagrosamente por uno de sus hombros. Los talibanes la quisieron asesinar porque desobedeció el mandato de no ir más a la escuela. Malala siguió yendo todos los días. Entonces defendió que «se consigue más con un lápiz que con una pistola». La explicación es sencilla. Las palabras encapsuladas pacífica y educadamente llevan en germen un poderoso poder transformador, un dinamismo demiúrgico, una inercia creadora. Una palabra puede cambiar el cerebro del que la almacena y puede modificar el cerebro del que la recibe. En esta realidad y en la preciosa y sucinta afirmación de Malala se cimenta toda la arquitectura de la convicción. A explicarla me dediqué el resto de la clase. Tangencialmente haré lo propio el resto de clases.



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miércoles, enero 21, 2015

Día Europeo de la Mediación



Hoy 21 de enero se celebra en Europa el Día de la Mediación. A mí me gusta definir la mediación como una negociación destinada a que dos partes  negocien entre ellas la satisfacción de sus intereses. Se puede afirmar que es un puente tendido hacia el diálogo como única estructura posible para trasvasar argumentos y abordar una solución compartida. Conviene subrayar aquí que el diálogo no es un medio, es la arquitectura biológica en la que se articulan las interrelaciones, el formato para fortalecer nuestra insoslayable condición de existencias vinculadas a otras existencias. El valor absoluto de la mediación reside en la utilización del diálogo como única vía posible para que las partes se den a sí mismas soluciones nacidas de su propia convicción. El cultivo de esta convicción entre los actores es con diferencia la aportación más resplandeciente de la mediación frente a otras fórmulas de resolución de conflictos, su más preciado estandarte a la hora de divulgarla y aplaudirla. El punto casi sacramentado de la mediación reside en esa convicción a la que se puede llegar cuando, gracias al diálogo, un corazón desea entenderse con otro a través de la inteligencia y la bondad. Nada que ver con la cacareada descongestión de la vía judicial, la reducción de costes emocionales, o la preservación de la privacidad y su fagocitadora exposición pública. Todo esto es anecdótico en comparación con lo anterior.

Canónicamente la mediación es una negociación con la intervención de un tercero aceptado por las partes. Su mapa identitario se puede resumir en que este tercero promociona la búsqueda de un acuerdo entre los protagonistas afectados y lo hace desde una posición neutral, imparcial y sin poder de decisión. El mediador es por tanto un agente que marca un escenario comunicativo entre dos o más partes que hasta ese momento lo habían obviado o declinado. La mediación como fórmula gana centralidad en la sociedad civil porque se empieza a corroborar que la verdadera solución a un conflicto emerge cuando las partes implicadas la encuentran a través del diálogo. Proclama la autodeterminación de las personas para resolver por sí mismas las divergencias con que la vida se reembolsa el hecho de hacernos a unos y otros tan diferentes. Feliz día a todos los mediadores. Feliz día a todos los que hacen del diálogo el auténtico eje sobre el que gravita su interacción con los demás, la fiesta maravillosa que supone que nuestra biografía se enrede con otras biografías a través de la acción y la palabra. Ojalá lo tengamos muy presente hoy. También siempre.



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miércoles, octubre 08, 2014

¿Lápiz o pistola?


Leo en la prensa una frase preciosa: «Un lápiz es más poderoso que una pistola». La pronuncia en el silencio solidificado de la tinta Malala, la niña paquistaní herida de muerte por querer seguir yendo a la escuela. Los talibanes intentaron enterrarle una bala en la cabeza como castigo a su desobediencia. La niña tuvo mucha suerte. La bala entró por debajo de su ojo izquierdo, horadó la carne y huyó por el hombro. Malala salvó milagrosamente la vida y desde entonces se dedica a divulgar los beneficios de la educación, su condición de único antibiótico válido contra el integrismo que repudia el conocimiento, contra todos aquellos que viven cloroformizados en sus creencias e inquisitorial y violentamente combaten las de los demás por heréticas. Al leer esta frase me acuerdo al instante de otra que representa su antítesis. Su autoría pertenece al célebre gánster Al Capone y yo la he utilizado mucho en cursos a la hora de debatir sobre las lógicas del diálogo y la violencia. El gánster se jactaba mientras blandía en la mano una automática: «Se consigue más con unas palabras bonitas y un arma que con unas palabras bonitas simplemente».  

¿Qué es exactamente lo que se consigue con una pistola, qué es lo que emana del uso del lápiz? En la diminuta geografía del aquí y ahora es mucho más resolutiva una pistola para doblegar la voluntad ajena, pero en las incesantes aglomeraciones de tiempo concreto que es la vida es infinitamente más eficaz un lápiz. En la genealogía del poder se insiste en que acumula poder quien puede controlar el comportamiento de otras personas, pero se excluye que haya verdadero poder cuando un individuo necesita emplear la coerción para encoger la voluntad del otro como si fuera un animal asustado Ese acto es sometimiento, subyugación, coacción, pero no poder. El genuino poder consiste en modificar la voluntad de una persona sin recurrir ni a la fuerza ni a la amenaza. Esa modificación sólo es patrimonio del diálogo que a través del uso de la palabra puede alcanzar la proeza de convencer al otro de que tome la dirección que se le propone. La convicción sólo se construye con argumentos que, aunque provengan de fuera, uno acepta como suyos tras metabolizarlos intelectualmente y aceptar que son más válidos y férreos que los desgranados por él.Un lápiz es una metáfora de esas miríadas de palabras que zigzaguean en los diálogos pacíficos y educados hasta que las hacemos nuestras en forma de opinión personal. Hasta que nos convencen. 



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