jueves, marzo 05, 2015

¡La atención ha muerto, viva la atención!




La atención es el recurso más valioso por el que beligeran millones de estímulos. Es la capacidad de posarse sobre algo concreto, adentrarse cuidadosamente por su interior y marginar durante ese recorrido todo aquello que trate de expulsarnos de allí. Es el sublime instante en que todas las competencias necesarias comparecen para operar sobre un estímulo con el propósito de extraer de él toda su riqueza. En Elogio del papel (Rialp, 2014), el filósofo de la percepción Roberto Casati afirma que «la atención es nuestro principal recurso intelectual». La atención te desliga de la vastedad de lo circundante para centrarte en lo infinitesimal del aquí y ahora compendiado en una tarea. Yo suelo definir la autonomía como la capacidad de colocar nuestra atención allí donde lo dictamine nuestra voluntad y no ninguna otra. Infelizmente, la colonización digital y nuestra condición de habitantes de un tecnosistema cada vez más tentacular y más tentador desafían nuestra autoridad sobre nuestra propia atención. La conectividad ubicua nos descentra también ubicuamente. La glotonería de estímulos, la toxicidad del exceso de información (bautizada acertadamente como infoxicación), una errónea idea de que más información trae anexionado más conocimiento, la sobrecarga de avisos, los artefactos digitales que ejercen de cordón umbilical con los demás y eliminan el problema de la localización, una pródiga oferta de distracciones de toda índole conviviendo en los mismos lugares y con las mismas herramientas destinadas a tareas diametralmente antagónicas a esas distracciones, devienen en un entorno hostil que socava permanentemente los propósitos de la atención. Hay tantas llamadas de atención a cada instante que lejos de muscular este recurso lo han debilitado de comprensión y retención, de absorción inteligible y memoria, sus dos resortes más identitarios. En un juego de contradicciones, el banquete pantagruélico de estímulos adelgaza nuestra atención hasta condenarla a la anorexia y acaso a su propia extinción. 

La vieja atención destinada a la reflexión pausada, absorta, honda, cultivada, ilustrada, introspectiva, creativa, emancipada de todo lo que la aparta de ese fin, ha muerto.  Una jauría de estímulos ambientales intenta sortear el agotado filtro de nuestra atención. El gigantismo de esa avalancha es tan inapresable que nuestra atención se pasa el día separando lo trivial de lo valioso, la basura de la perla, el lodo de la pepita de oro, pero con una celeridad directamente proporcional a la mareante velocidad de llegada de nuevos estímulos. Así ni se adentra en lo valioso ni filtra correctamente lo baladí. Nicholas Carr en el muy recomendable Superficiales, qué está haciendo Internet con nuestras mentes (Taurus, 2011) admite que «la distracción cortocircuita el pensamiento». El Dr. Manfred Spitzen en el inquietante ensayo Demencia digital (Ediciones B, 2013) advierte que «cuanto más superficialmente trato una materia, menor será el número de sinapsis que se activan en el cerebro». Los inputs afloran a una velocidad vertiginosa, pero nuestra capacidad para convertir el estímulo en un sedimento emocional es muchísimo más lenta. Y aquí ocurre el drama. No disponemos del tiempo necesario para que lo que acaece forme parte activa de nuestro acervo biográfico y permee en nuestro patrimonio cultural. No podemos atenderlo como se merece porque al instante irrumpen nuevos estímulos que en un bucle inacabable hay que cotejar, filtrar, discernir, valorar. Todo deprisa, epidérmicamente, superficialmente, evanescentemente. Todo es horizontal. Y sin embargo la profundidad sólo toma forma en lo vertical.

martes, marzo 03, 2015

Rápida geografía del miedo



The coming storm, 2010 (Michele del Campo)
El miedo es una de las seis emociones básicas con las que nuestro organismo tiene la deferencia de alertarnos. Surge cuando anticipamos una amenaza o un peligro que puede dañar nuestro equilibrio y lastimar nuestra balsámica tranquilidad. El miedo nos informa acerca de un acontecimiento en el que algo valioso para nosotros puede salir malparado o perder su condición de conquistado, nos notifica la presencia de un escollo que se interpone entre el mundo de lo que ahora es y el mundo de lo que nos gustaría que fuese luego. La irrupción de esta emoción provoca tres respuestas que ya no pertenecen al repertorio emocional, sino que son tamizadas por la racionalidad y por la auditoría de posibilidades: lucha, huida y sumisión. A la hora de elegir no hay respuestas verdaderas y falsas, sino que una contestación es mejor que otra en función de la coyuntura en la que estemos inmersos.

Erróneamente se tiende a equiparar miedo con cobardía, una sinonimia habitual en el lenguaje coloquial que lo tergiversa todo. El miedo es una emoción, pero la cobardía es un sentimiento que nos invita a claudicar ante la amenaza aceptando sus condiciones a pesar de no estar de acuerdo con ellas, o a dar por supuesto que toda tentativa de enfrentamiento nos conduce a la derrota y adelantarlo nos hace bajar los brazos y evitar lo que consideramos un vano gasto de energía. Frente a la cobardía encontramos su antagonismo, la valentía. Cobardía y valentía mantienen una relación de polos opuestos. La valentía no impide el miedo, sino que una vez pronosticado el peligro se erige en un sentimiento dinámico que opone recursos, evalúa un catálogo de soluciones y agrega a la voluntad la más adecuada de todas para proteger el equilibrio y la tranquilidad amenazados. Existe otro sentimiento que suele aflorar con el miedo, la temeridad. La temeridad suele irrumpir por una errática incubación de expectativas, bien porque no se anticipa la amenaza y por tanto no nos preparamos para combatirla, bien porque se anticipa pero se relee de una manera que minimiza su impacto y por tanto nos incapacita para enfrentarnos correctamente a ella. El atrevimiento llega sin la escolta del pensamiento crítico, sin preparar las competencias precisas ni los recursos adecuados para restañar un peligro no previsto o minusvalorado. Estas son las contestaciones de nuestro organismo ante el miedo y su metabolización en diferentes sentimientos que desembocan en distintas acciones. Es tremendamente útil tener miedo. Es muy empobrecedor responder equivocadamente ante él.



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