lunes, septiembre 07, 2015

Primer día: hablemos de la rutina

Pintura de Michele del Campo
Comienza un nuevo curso. Se inicia la inminente vuelta al cole tanto en sentido literal como en sentido figurado, arranca la nueva temporada, nos reincorporamos rutinariamente a nuestros lugares habituales, celebramos una metafórica botadura repetida año tras año. La rutina goza de escaso prestigio en nuestras valoraciones, menos todavía en días inaugurales como hoy en los que parece que se ha incrementado la tasa de adversidad para que las piezas vuelvan a encajar y todo requiere de sobreesfuerzo. Tendemos a hablar de ella casi siempre en términos despectivos y de alienante robotización. Como todas las cosas, la rutina  tiene un anverso y un reverso. Es perversa cuando tapona la llegada de ocurrencias, corta el flujo de estímulos que nos proyectan hacia fuera, acartona nuestra vida. Pero es elogiable cuando gracias a la planificación y a la programación regula balsámicamente nuestro tiempo y maximiza nuestras habilidades. En realidad la rutina que no incorpora novedades en el horizonte no es rutina, es monotonía, es oxidación, es entumecimiento existencial. La rutina consiste en la ejecución de actividades pautadas. Francisco Rubia en ese libro en el que nos interroga sobre nuestro conocimiento del cerebro explica el fenómeno de la habituación como «una inhibición por parte del sistema nervioso central de informaciones sensoriales a niveles periféricos», aunque unas páginas antes reconoce que la costumbre logra la encomiable metamorfosis de automatizar las tareas motoras, y que la automatización de actos motores discurre mucho mejor sin la participación directa de la conciencia. La rutina no es ni amable ni execrable. Lo que hagamos nosotros con ella, sí. Si la empleamos mal, es enajenadora. Si la empleamos bien, es creativa.

La rutina es nefasta para satisfacer la aleatoriedad de los deseos inmediatos (de hecho suele erigirse en su mayor dique de contención), pero es muy constructiva para complacer deseos pensados que requieren la activa participación de tiempo y esfuerzo. La rutina nos permite el placer de la anticipación, predecir nuestros actos (sabiendo por supuesto que vivir es aceptar el acecho de lo inesperado) y enmarcarlos en rituales institucionalizados llamados horarios, ahorrar voluminosas cantidades de energía. La rutina jibariza los esfuerzos, simplifica la toma de decisiones, logra esa máxima de Picasso que consiste en que la inspiración nos pille trabajando, es decir, que nuestras posibilidades nos aborden en el momento en que pueden transfigurarse en reales. Si uno lee la biografía de cualquier persona que ha legado algo valioso a la posteridad comprobará cómo lo extraordinario de su tarea surgió de un relámpago en medio de la repitición litúrgica de lo ordinario. Ritualizar los días no es disolverlos en el aburrimiento, no es entregarlos a la momificación de la monotonía, es hacerlos más dóciles a nuestros deseos e intereses. El hábito es tremendamente fecundo para automatizar tareas y eludir la sensación de tener que llevarle a todas horas la contraria a nuestra voluntad. La rutina es una estructura operativa del tiempo, pero también de nuestras competencias. Con qué se rellene esa estructura depende de cada uno. O de la vida que llevemos uncida en nuestra biografía.



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viernes, agosto 14, 2015


Este espacio dedicado a la inteligencia social permanecerá cerrado por vacaciones desde hoy viernes 14 de agosto hasta el próximo lunes 7 de septiembre. Gracias por visitarnos.

jueves, agosto 13, 2015

El tedio no mata, pero te desangra



Obra de Hossein Zare
No hay ni un solo ejemplo en la historia de la humanidad en el que alguien haya creado algo valioso mientras bostezaba. Es la constatación del valor declinante del aburrimiento, de cómo nada destacable se domicilia en sus calles. Aquí conviene matizar rápidamente que no es lo mismo estar aburrido que ser aburrido. Se está aburrido cuando nada nos magnetiza. Se es aburrido cuando uno posee la capacidad de provocar lo anterior en la gente que está a su lado. Recuerdo haber escrito en el libro La educación es cosa de todos, incluido tú, que «el tedio no mata, pero te desangra». El tedio es la acepción noble del aburrimiento, más hipertrofiado, más enraizado, del mismo modo que el hastío es la acumulación y el consiguiente hartazgo del propio aburrimiento, su peligrosa cronificación y su encarnación en hábitos sentimentales que devienen en pautas de comportamiento. En esta geografía léxica hay otra palabra que no se puede olvidar: esplín, el tedio que provoca la experiencia de vivir. El término lo popularizó el gran Baudelaire con El esplín de París: pequeños poemas en prosa. Sería algo así como tedio existencial, el aburrimiento de verse centrifugado por la nulidad y el sinsentido de las cosas. Imposible no citar aquí también la naúsea de Sartre.

El tedio es la consecuencia de una profunda inhibición. La incapacidad para movilizar entusiasmo en una dirección al no encontrar estímulos para ello ni allí ni momentáneamente en ninguna otra parte. Uno sí puede dirigir cierta cantidad de energía y llevar a cabo una actividad mientras le embarga el aburrimiento, instalarse en el sudor laboral, incrustarse en la monotonía de que las cosas sucedan sin que suceda nada, pero no puede entusiasmarse, y sin entusiasmo es díficil activar las palancas verdaderamente creadoras. El sopor no es no hacer nada, sino hacer algo sin que proporcione ninguna gratificación. La ausencia de recompensas de la índole que sean nos marchita, nos atrofia, clausura la inauguración diaria del yo, la alegría que debería suponer desprecintarse con cada nuevo amanecer y curiosear qué nos deparará el día. Si la pereza mata lo posible, el tedio lo menosprecia, y hurta el brillo de cualquier actividad. Es la miopia que impide contemplar estímulos en el exterior porque se han eliminado las motivaciones en el interior. El cerebro aburrido fabrica esquemas interpretativos con los que borra todo interés del horizonte. Si la desidia es la escasez de predisposición, el aburrimiento niega que la predisposición sirva para algo. Cortocircuita el acceso a los canales de la motivación y por tanto ni inventa proyectos ni da forma al futuro. Al contrario. Embalsama el presente. De repente el tedio convierte el tiempo en una larga fila india de horas muertas, horas que parecen exceder abrumadoramente los sesenta minutos. El tedio hace real esa soporífera contradicción en la que se necesita mucho tiempo para que pase un poco de tiempo. A mí me gusta repetir que la tristeza todo lo que toca lo convierte en alma. El tedio todo lo que toca lo convierte en un tanatorio.



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