miércoles, diciembre 09, 2015

No hay dos personas ni dos conclusiones iguales



Pintura de Alex Katz
He escrito muchas veces que vemos lo que sabemos. La explicación es muy sencilla. La mirada ve lo que señala nuestro pensamiento y resulta miope para percibir aquello que ignoramos. Sigo defendiendo lo mismo, pero también creo que vemos lo que estamos dispuestos a ver,  disposición que  se me antoja férreamente mediatizada por la estratificación de lo que consideramos central e insoslayable para nosotros. Y aquí accedemos al apasionante mundo de los valores. Valorar no es otra cosa que mirar de una determinada manera para actuar de un modo concordante. Valoramos en función del resultado multiforme y abigarrado de la persona que estamos siendo a cada instante, ese punto cronológico en el que se funden en una misma entidad pasado, presente y futuro. Somos una urdimbre hipostatizada de emociones, respuestas emocionales, sentimientos, pensamientos, conocimientos, valores personales, cosmovisiones, temperamento, carácter, personalidad, estado de ánimo, sistema de creencias, acervo empírico, construcción de recuerdos (tanto los vividos como los apócrifos), pirámide de expectativas, sesgos cognitivos, voracidad o morigeración de propósitos y deseos, catálogo de distracciones, hábitos afectivos, el propio y voluble autoconcepto de nosotros mismos. A esta constelación interior que nos individualiza indefectiblemente hay que agregar cuestiones biológicas, biográficas, económicas, políticas, religiosas, determinismos de clase social, inercias ideológicas, o algo tan peregrino pero a la vez tan medular como la fecha y el lugar en el que a uno lo nacieron, ambos con su orden normativo, jurídico, educativo, cultural, etc. Son numerosos patrones y atavismos que conviene no marginar en esta reflexión sobre quién es el habitante que bombea sangre a nuestro corazón. No es lo mismo nacer en el siglo XII que en 1981, por ejemplo, igual que apareja disimilitudes bastante gruesas ser alumbrado en un desvencijado país tercermundista en vez de en uno opulento con un sólido estado del bienestar. Lo relevante de esta retahíla de dimensiones viene a continuación.

Una pequeña mutación en uno de los vectores señalado aquí modifica al resto de vectores y singulariza su contenido, y a la inversa. Si un punto aunque sea minúsculo de este barroco sistema se ve impactado, introduce variantes en el resultado operativo de todo el sistema. He aquí la minuciosidad imposible de relatar de las mutaciones interiores, qué ha ocurrido y en qué punto nítido se produjo el impacto que ha percutido en todo ese sistema que convierte a un ser vivo en un ser humano impermeable a la estandarización. En esta peculiaridad reside que no haya dos personas iguales en un sitio donde ciframos algo más de siete mil millones de ellas. Todo este hacinamiento de elementos vinculados nodalmente en cada sujeto impide el análisis preciso, la conclusión exacta, la afirmación prístina, a la hora de connotar motivaciones y comportamientos, tanto los propios como los ajenos. Este magma siempre hirviente en el interior de cada uno de nosotros configura una mirada que al mirar ve cosas diferentes a las que ve otra mirada sobre un mismo objeto, situación o persona. Imposibilita la lectura unívoca. Esta frondosa variedad explica que lo que para una persona puede ser una conducta que oposita a la torpeza estrafalaria para otros es el paradigma de la sensatez.

Esta gigantesca melé que opera en el cerebro de cada una de las alteridades que hormiguean en el planeta tierra (incluida la nuestra) debería empujarnos a convertir la duda no en un esporádico lugar de paso sino en nuestra residencia habitual, a desconfiar de la auditoría con la que solemos contabilizar y enjuiciar de un modo rápido y sobre todo económico la conducta de los otros, o directamente a prescindir de realizarla. Si  no lo hacemos, es muy fácil caer en la trampa de conclusiones tan compartimentadas que desdicen la humana situación de interinidad permanente en que se traduce la experiencia de vivir de cualquiera de nosotros. Cierto que necesitamos recurrir a las generalidades y su séquito de imprecisiones fragmentadas para evitar ralentizar el sentido práctico que solicita la vida en el tumulto social, pero hacerlo en aras de esa funcionalidad no debería hacernos olvidar que hemos aceptado conducirnos así. Como no hay dos personas iguales, como en el interior de cada una de ellas opera un complejo sistema inextricable para los ojos ajenos, no nos queda más remedio que asumir que en nuestros análisis (siempre tan proclives a extrapolar la valoración de nuestras vivencias a las vivencias de los demás) no hay certezas, sólo y en el mejor de los casos inconcretas aproximaciones a ellas. Si nos preguntáramos por qué alguien hizo lo que hizo y decidiéramos que la honestidad presidiera la respuesta, solo podríamos mascullar un abreviado «no sé». O un coloquialmente llano «vete tú a saber».



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martes, diciembre 01, 2015

Admirar lo admirable

Los semblantes y el deseo, de Juan Genovés
Una de las definiciones de educación que me resultan más interesantes pertenece a Platón. Es una definición muy sencilla y muy lacónica: «La educación consiste en enseñar a desear lo deseable». Su brevedad dona contundencia y belleza al adagio, pero nos obliga a la ardua, y sospecho que larga, labor detectivesca de desentrañar qué es lo deseable. Ese es el territorio que trata de desbrozar la ética, encontrar aquellos valores que nos mejoren a todos y que además nos hagan sentirnos contentos y orgullosos por haberlos encontrado y aplicado a nuestra conducta. Lo interesante de la afirmación es que Platón alude a la fuerza centrífuga del deseo, es decir, que la educación ha de promocionar la desobediencia de los deseos que sintamos momentáneamente en aras de no obstruir aquellos otros que nos hemos comprometido a alcanzar encarnándolos en un propósito de más empaque anudado a  lo deseable. Recuerdo que con motivo de un texto para un libro parafraseé la sólida sentencia platónica: «La educación  no es otra cosa que aprender a admirar lo admirable». Aprender es una tarea que nos compete exclusivamente a nosotros mismos (los demás solo nos pueden enseñar), y desear lo deseable es atrapar lo admirable para que nos multiplique en nuestra condición de seres que anhelamos ensanchar el mundo que habita en el interior de nuestro cerebro. Lo admirable es todo lo que la comunidad señala como valioso y se reconoce así y se aplaude y se divulga con la intención de que sea reproducido en la conducta de sus miembros. He aquí la centralidad del ejemplo en la comunidad reticular de la que formamos indefectible parte. El ejemplo es el único discurso que no necesita palabras, siempre y cuando sepamos qué palabras quiere ejemplificar, y su impacto en la sociabilidad es más profundo y eficaz que todos los libros de texto juntos.

Lo valioso vincula con la axiología, con los valores, con eso tan rutinario que consiste en valorar primero y elegir después. Admirar lo admirable trae anexada una consecuencia que sólo se puede catalogar de genial. La admiración lleva intrínsecamente una palanca motivadora que impele a reproducir lo admirado, copiar lo que provoca el reconocimiento, mimetizar aquello que, al considerarlo valioso, ha captado nuestra atención y nuestras ansias de emulación. No confundir con idolatría, que es una admiración hiperbólica muchas veces basada en un mérito de valor accesorio. Supongo que es algo frecuente, pero a mí me ha ocurrido que a medida que he acumulado años en mi biografía cada vez idolatro menos y cada vez admiro más. Asombrarse por lo aparentemente ordinario y sencillo, dedicarse a la perplejidad, permitir que la mirada se suicide contemplando cómo lo increíble se instala en lo cotidiano, comprobar a cada instante la condición creadora de la inteligencia humana,  observar la maravillosa convivencia de personas que no tienen nada que ver unas con otras, el soberbio milagro que es compartir espacios y propósitos entre gente que posee preocupaciones tan dispares, habernos dado la condición de existencias al unísono para que vivamos mejor que si estuviéramos desagregadas. Contemplar la belleza que somos capaces de reproducir a través del arte, los artefactos que la tecnología inventa para satisfacer el bienestar, los relatos para explicarnos a nosotros mismos a través de los distintos lenguajes, la gratitud que supone que nuestros antepasados más brillantes nos hayan legado su conocimiento para que lo podamos utilizar ahora, la infinita suerte de sentir afecto por las personas cercanas y afecto ético por las lejanas (y que a los demás les ocurra lo mismo con nosotros), la proeza humana de habernos desatado de una cuota del determinismo biológico y ahora poder elegir con qué fines construir nuestra vida, la insuperable hasta el momento idea de levantar una ficción como la dignidad para modelarnos como sujetos y autorregular nuestro comportamiento para elevarlo. Todo lo aquí listado son aspectos admirables que la cotidianidad invisibiliza y que la educación debería enfatizar. Aprender a admirar lo admirable es lograr que nuestra atención se pose más a menudo sobre todas estas creaciones para sentimentalizar dos aspectos nucleares. Lo alucinante que es todo lo que cada vez nos cuesta más sentir como alucinante. Lo precario que es el equilibrio de lo alucinante y por tanto nuestro deber de cuidarlo.



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