martes, enero 19, 2016

¿Para qué queremos la ética si ya existen las leyes?



Obra de Alex Katz
El título de este artículo podría ser la misma pregunta pero en orden contrario. ¿Para qué queremos las leyes si ya existe la ética? A mí me gusta recordar que muchas leyes son el resultado del fracaso de la ética. A veces incluso lo preludian adelantándose a los comportamientos que se intuyen frustrantes si no se enfatiza el castigo adjunto a su incumplimiento. Cuando un precepto ético que consideramos valioso para armonizar la convivencia es quebrantado regularmente por un número indeterminado de personas, acaba incorporándose al orbe normativo del derecho y encarnándose en una ley. La ley pone cortapisas a aquella voluntad que no tiene en cuenta la voluntad de los otros ni el marco establecido para una acogedora interrelación de intereses compartidos. Las normas jurídicas las establecen las autoridades de una comunidad política, van dirigidas a todos sus miembros y sus infractores tendrán que responder ante un tribunal y arrostrar un castigo cifrado o en pérdida de bienes o de libertad. Las normas jurídicas no son normas morales, pero cuando la norma moral se incumple repetidamente termina legislándose. (Aquí abro un paréntesis para no caer en la ingenuidad. Muchas veces la génesis de la norma jurídica es justo la contraria. Conductas que afean la ética se legislan para provecho lucrativo y subterfugio argumentativo de algunos, que podrán justificarse aludiendo a la expresión «no sé si es ético o no, pero es legal». Platón sintetizó esta idea al definir la justicia como la conveniencia del más fuerte. Este es el motivo de que hechos que poseen validez jurídica nos resulten carentes de legitimidad moral. Cerramos paréntesis).

Conviene matizar que si uno incumple una ley y lo descubren será sancionado por ello, pero si uno incumple un mandato ético, no. Ninguna institución nos puede penalizar por conculcarlo, no hay sanción legal por comportarnos con subóptimos niveles éticos. Puede ocurrir que los perjudicados con nuestra conducta nos la reprueben, nos retiren el saludo, nos denieguen la inmerecida amistad, publiciten nuestras maneras morales para prevenir a terceros, no quieran saber nada más de nosotros, pero más allá del debilitamiento o la ruptura de la relación no existe un castigo tipificado. Aquí borbotean interesantísimas preguntas. ¿Para qué duplicar sistemas normativos? ¿Para qué necesitamos la ética si ya disponemos de un saber jurídico como el Derecho?  ¿No basta acaso con su amplio repertorio de leyes, decisiones judiciales, actividad regulatoria de sus normas y la punición de su vulneración?  La respuesta a este último interrogante es casi mecánica: No.

No podemos colocar un gendarme en cada esquina y sería un tremendo embrollo judicializar todos los aspectos de la convivencia. Creemos que es bueno que haya espacios en los que la autonomía de la persona escoja por sí misma su propia conducta. Esa autonomía y la libertad de elección que conlleva es la que finalmente nos hace éticos, o no. Pero en esta reflexión hay un punto mucho más conspicuo, nada que ver con lo anterior que a su lado se antoja colateral. La ética no se conforma con lo que somos e indaga en lo que nos gustaría ser. Este impulso ha construido un modelo de sujeto como portador de dignidad que se traduce en un llamamiento a comportarnos en el quehacer de nuestra vida de un modo acorde al modelo configurado. Esa dignidad que poseemos en tanto que existimos nos convierte en sujetos valiosos, personas con derecho a tener derechos y el deber de respetarlos. La gran aportación no es que una institución nos lo imponga, sino que nosotros como individuos autónomos estamos convencidos de que ese modelo es el más idóneo para que la convivencia sea todo lo contrario a la jungla y al inhabitable sálvese quien pueda. Aquí hay que dar dos rápidas noticias, una mala y otra buena. La mala es que la dignidad no se fundamente en nada. La buena es que si todos la respetamos a todos nos irá mucho mejor.

En El gobierno de las emociones, Victoria Camps explica que «la ética, según Kant, sólo podía ser entendida como la capacidad del individuo de darse leyes a sí mismo y no obedecer normas dadas por otros». Este convencimiento debería devenir en autolegislación y autodeterminación. Desgraciadamente no siempre es así como explicaba al principio de este texto. La prueba inequívoca es la tupida constelación de normas, leyes, reglas, instrucciones, preceptos, imperativos, ínsitos en nuestro imaginario para modular la conducta. Si necesitamos tantos diques de contención es porque desconfiamos de nuestra conducta. Incluso interiorizando nuestro modelo ético de sujeto, la labilidad humana nos hace recelar de nosotros mismos, del cumplimiento de las expectativas, de realizar lo prometido, de comandarnos según los valores que consideramos buenos para convivir de la mejor manera posible, de no transgredir la coherencia y la responsabilidad, de no magullar la dignidad del otro, de no tratar a los demás como jamás se nos ocurriría tratar a alguien con quien nos une el afecto. Los griegos lo supieron y por eso vincularon la ética y la política entendida como la organización de vidas anexadas a otras vidas en el espacio y los propósitos comunes. Para comportarse con sensibilidad ética se necesitaba un marco político, que es la variante contemporánea que postula que para poder llevar a cabo una ética de máximos (felicidad) necesitamos orquestar una ética de mínimos (justicia).

La dignidad empieza donde acaba el hambre, para ser éticos necesitamos tener acceso a bienes básicos, no podemos exigir lo mínimo a quien no tiene lo mínimo. Aclarada esta nada periférica apreciación, la historia de la humanidad nos ha enseñado algo muy sencillo, pero primordial para entender todo lo que yo he intentado explicar aquí. Algo elemental invisibilizado precisamente por su condición elemental. La adhesión emocional a un deseo puede sojuzgar la voluntad y enfangarla en un comportamiento catalogado como perjudicial para la vida en común. Toda la educación trata de evitar esta inercia, que el despotismo del deseo se lleve por delante las construcciones de la intelección. Educarnos consiste en aprender a desobedecer nuestros deseos inmediatos en aras de obedecer nuestros deseos pensados, indisciplina a caprichos que obturan nuestros hábitos para alcanzar nuestros planes insertos a su vez en un paisaje colectivo. Se trata de racionalizar el deseo para desear lo deseable sin que una autoridad normativa nos obligue a ello. Que lo que el deseo desea coincida con lo que uno debe hacer porque así lo ha dispuesto en su proyecto de vida que tiene en cuenta la dignidad inherente a sus congéneres. No es nada fácil, pero estamos sobreavisados. Aprender a vivir es una tarea para toda la vida.



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jueves, enero 14, 2016

Habitar el instante a cada instante



Obra de Cornelius Völker
El archiconocido «carpe diem» latino nos invita a aprovechar el momento. Es una prescripción muy sabia, una merecida apología a ese lujo insustituible que es la vida, una exultación a no dejarse atrapar por la neblina de preocupaciones que nos impiden ver nítidamente toda la gama de colores boreales que irradia el aquí y ahora. Recuerdo que hace años en mi facultad de Filosofía alguien escribió en la puerta de los lavabos una reflexión de San Agustín que yo comencé a utilizar para ahuyentar al fantasma de preocupaciones indefinidas ubicadas en fechas igualmente indefinidas. La prudencial sentencia decía que «a cada día le basta con su propia desdicha». El obispo de Hipona nos aclaraba que con las tribulaciones con las que suele darnos la bienvenida el día tenemos un cupo más que suficiente como para dedicar tiempo a las futuras. Delatoras estadísticas afirman que la mayor parte de nuestras preocupaciones no sucederán jamás, y que otra parte muy elevada de ellas ya ocurrieron y ahora ya no podemos hacer nada para modificarlas. Entre la obsesión de lo ocurrido y la obsesión de lo que acaso puede ocurrir transita el misterio de nuestra existencia. John Lennon sintetizaba este fracaso de la inteligencia canturreando una evidencia: «La vida es lo que te pasa mientras tú sigues ocupado en otros planes». Existe un aforismo (ignoro su autoría) que argumenta por qué somos tan estólidos: «Vivimos como si no fuéramos a morir jamás, y así lo único que logramos es no vivir nunca». Es cierto. La muerte como la abolición del proyecto que somos ha desaparecido de nuestro imaginario, quizá como correlato al relativamente reciente hecho de que apenas ya nadie muere en su casa, ni los familiares reciben los plácemes de obituario entre las cotidianas cuatro paredes en las que se concentra una gran parte de nuestra vida. No es que nos creamos seres eternos, es que apenas nos detenemos a pensar en nuestra finitud y no permea en nuestra conducta la obviedad de que algún día lanzaremos nuestro último hálito. Dicho esto hay que agregar inmediatamente que también existe un nutrido grupo de gente que se toma tan al pie de la letra el aforismo que vive como si fuera a morirse dentro de diez minutos, y así lo único que logra es no vivirlos bien y en muchos casos complicarse mágicamente la vida que le queda por delante. Uno de los recursos cognitivos que tenemos a nuestra disposición para evitar estos comportamientos exagerados en una u otra dirección es la capacidad de relativizar. Mi admirado Cioran proponía que una manera muy pragmática de quitarle la batuta a las preocupaciones que orquestan nuestra vida era darse un paseo por un hospital o por un cementerio. Ambas visitas son eficaces antidepresivos.

El «carpe diem» latino ha dado paso a la más prosaica muletilla «vive el presente». Esta expresión no alude a la zozobra, sino a su antagonismo el goce. En muchas ocasiones se utiliza como banderín de enganche ante la duda de vivir una experiencia hedónica que más adelante nos puede acarrear algún desenlace aciago. En realidad «vive el presente» es una prescripción retórica en tanto que su negación se antoja imposible. Todos vivimos el presente porque por más vueltas que le demos no vamos a encontrar otra cosa mejor que hacer.  Miento. Hay una disposición mucho mejor que vincula con la percepción, la curiosidad, el interés, el estado de ánimo y el proyecto: «habitar el instante a cada instante». Es una fórmula en la que presente, pasado y futuro son una misma palpitación. A mí me gusta definir la autonomía de un sujeto como la capacidad de colocar la atención allí donde su voluntad, y no ninguna otra instancia ajena, lo desee. Habitar el instante a cada instante consiste en que nuestra atención colonice el aquí y ahora. Se trata de extraer de la realidad posibilidades que posibiliten la posibilidad de un propósito previamente deliberado y decidido por nuestra inteligencia. No es necesariamente la unicidad del Dasein de Heidegger ni el estado de flujo de Mihaly Csikszentmihalyi, ni un presentismo hiperbólico. Es vivir en el asombro que supone no dar por supuesto nada de lo que damos por supuesto. Es soslayar la alienación y abrazarnos a la circunspección, sortear la heteronomía y adherirnos a la autonomía, desatarnos de la convención y regirnos por la convicción.

La mala noticia es que un ejército invisible y muy bien armado confabula para que nuestra atención sea un títere en manos de múltiples titiriteros. Ahí están la mercantilización de la realidad azuzada por la omnívora optimización del lucro, la reinvención perpetua para ser competitivos en el mercado laboral (la propia expresión aclara que la vida -en tanto que de qué vives y en qué trabajas son la misma pregunta- está en manos de mercaderes), la precariedad y su inseparable incertidumbre, el debilitamiento de los vínculos, la estimulada compulsión del consumismo conexa a la obsolescencia de los deseos, la conquista de los estándares sociales para cosechar reputación, la adquisición de propiedades que conmuten tener por ser, las déspotas peticiones de un ego crónicamente insatisfecho, la aflicción por lo que nos falta, el deseo elevado al rango de necesidad, la insoportable presencia de la ausencia a la que nos impele la comparación social. Todos conspiran para que nuestra atención se pose allí donde quiere alguien que no somos nosotros. Todos con el propósito de desahuciarnos del instante a cada instante.



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martes, enero 12, 2016

Ayudar porque sí



La banda ancha, obra de Juan Genovés
Resulta curioso comprobar cómo se ha amputado de la definición de compasión su naturaleza colaborativa. En realidad la propia compasión como sentimiento ha sido defenestrada del catálogo afectivo al considerarla desnortadamente más una humillación que una colaboración. Es un buen muestrario del troquelado sentimental contemporáneo y de cómo muta el alma humana. La compasión emerge cuando sentimos como propio el dolor ajeno, cuando el dolor que asedia al otro pasa a asediarnos también a nosotros. Esta sería la primera parte del enunciado, insuficiente si no agregamos al instante su continuación. Una vez que hemos hecho nuestro el dolor del otro hay que urdir estrategias para neutralizarlo, experimentar la necesidad de ayudar a la persona que está siendo saturada por un dolor frente al cual ella sola se siente inerme. Ese dolor lo interpretamos tan inmerecido y nos indigna tanto que nos revolvemos para ayudar a combatirlo. La compasión se revela así como la puerta de acceso al orbe ético, porque es gracias a ella como los demás se adentran en nuestra vida y en nuestras reflexiones. No hay mayor nexo con el otro que hacer tuyo el dolor que es suyo. Ayudar al doliente se erige en una máxima impostergable en los mecanismos de la compasión. Nos duele que alguien igual a nosotros, un compañero en las filas de la humanidad, pueda estar pasando lo que está pasando, y por eso ponemos empeño en revertir su situación, o amortiguarla si deviene irresoluble.

Aquí quiero introducir una feliz excepción. No siempre es necesario contemplar el dolor en el otro para ayudarlo. También se puede ayudar al que no demanda ayuda, pero la agradece porque le facilita las cosas, le hace mejorar, le allana el casi siempre pedregoso camino del día a día. Este punto me parece sustancioso. En la literatura de la negociación existe un precepto llamado la mejora de Pareto que indica algo análogo. Si puedes ayudar a tu contraparte sin que te suponga ninguna concesión, si puedes expandir el beneficio sin que nadie salga perjudicado, hazlo, porque nutrirás la relación e insuflarás vigor al compromiso del acuerdo. Es una buena propuesta, pero claramente matrimoniada con la pervivencia del acuerdo que subyace en toda concertación. Kant afirmaba que la moralidad de un acto descansa en la intención que nos impele a llevarlo a cabo, y en la mejora de Pareto está bastante definida su genealogía.

Sin embargo, se puede ayudar al otro desinteresadamente en las pequeñas rutinas de la vida cuando no hay nada que nos lo impida, hacerlo porque sí, sin sensación de deber, sin incentivo crematístico alguno ni búsqueda de compensación, sin más finalidad que la propia ayuda. No se busca la reciprocidad ni directa ni indirecta, ni se instrumentaliza la colaboración en aras de posteriores réditos. No se realizan aritméticos cálculos inversionistas tratando de rentabilizar la acción en el largo  o corto plazo. No es un presupuesto que persiga la gratificación afectiva, o el sentimiento fruitivo, o incremente los niveles de estima y la cotización social. No. Se trata de una respuesta solícita nacida espontáneamente de una sensibilidad empática para abrillantar la noción de ser humano, una disposición ética que no busca autorrecompensa sino la construcción de un mundo con menos aristas, un mundo más acogedor y amable. Nuestras interacciones comunitarias podrían adecentar mucho nuestro derredor simplemente dejándose coger de la mano de una máxima que no acarrea ningún coste adicional: «Actúa del tal modo que siempre que puedas elegir entre la pasividad o la mejora de la situación de otra persona, te decantes por esta segunda opción sin  más intención que ayudarla».



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