martes, enero 26, 2016

Cooperar para unos mínimos, competir para unos máximos



Obra de Andrej Glusgold
Hace tiempo que llegué a la conclusión de que «la ética empieza donde acaba el hambre».  A quien no llega a lo mínimo no se le puede exigir ni lo mínimo. A Fernando Savater le leí una esclarecedora anécdota en la que dejaba claro que es fácil ser ético cuando uno se halla inserto en unas condiciones mínimas amables, pero es muy sencillo que la ética se evapore por arte de magia cuando esas condiciones se deprimen e inopinadamente el valor más nuclear es la supervivencia. Leyendo la semana pasada el ensayo Temas básicos de ética del catedrático Xabier Etxeberría me encontré con una afirmación similar: «en la pobreza no hay más proyecto de autorrealización que el de sobrevivir». Dicho en jerga de filosofía moral. Si no hay unos mínimos (condiciones y bienes materiales) que garanticen la supervivencia, no puede haber ningún máximo (proyectos personales de autonomía). Cuando nos sentimos orgullosos de poder proclamar que el ser humano posee dignidad, la capacidad exclusiva en el reino de los seres vivos de construir su vida de acuerdo a fines elegidos por sí mismo y no solo por los determinismos biológicos, por defecto se incluye en la definición la posesión de recursos. Los Derechos Humanos de segunda generación los tipifican muy claramente para evitar agotadoras discusiones circulares al respecto. Sin recursos básicos es imposible desplegar la autonomía, queda vedado el acceso a la plenificación, se anula el posible florecimiento de la dignidad. Cuando no existe una ética de mínimos es imposible lograr una ética de máximos (la posibilidad de coronar una vida lograda), y cuando existe, no siempre es fácil.

Muchas veces nuestra autonomía y la ética de mínimos son obstruidas por esa colisión de intereses que supone la gigantesca urdimbre social en la que adquirimos la multiplicadora condición de existencias al unísono. Vivimos anudados a otras vidas con propósitos que en muchas ocasiones chocan frontalmente con los nuestros. Yo me alisto al lado de los que defienden que los propósitos privados de índole lucrativa no deberían interferir en el cumplimiento estricto de una ética de mínimos universal (derechos civiles y políticos, derechos sociales, justicia). Me gusta promulgar la cooperación de todos para que todos tengamos garantizada la dignidad, y que la competición como lógica económica opere en círculos ajenos a ella.  Alguna vez he compartido esta idea desde un atril público bajo el título «O cooperamos o nos haremos daño». Como la realidad se encarga de demostrar tercamente que son malos tiempos para la cooperación y que la competición es un valor que nadie osa refutar, habría que urdir procedimientos para intentar que la dignidad y por tanto los Derechos Humanos estén exentos de la mercantilización que propugna la ortodoxia económica. No es difícil si firmamos la cláusula de que siempre nuestras deliberaciones estén impregnadas de las tres grandes dimensiones del pensamiento: la crítica, la creativa y la ética. Aquí comparto un procedimiento muy célebre para construir decisiones lo más ecuánimes posible.

La Teoría de la Justicia de Rawls propone que las decisiones de calado para organizar la convivencia se tomen desde un hipotético lugar en el que el individuo que las adopta no sepa en qué lugar de la estratificación social se encontrara después y por tanto si sufrirá o no el impacto de su propia decisión. Rawls deduce que cuando ignoramos si la decisión que vamos a tomar la sufriremos  en carne propia o no, tomamos prudencialmente aquella decisión que beneficie a los más desfavorecidos, por si acaso nosotros nos encontramos engrosando esa indeseada fila. En Sociofobia César Rendueles lo resume con una metáfora cristalina: «Si  no sé cuál de los trozos de la tarta que estoy cortando me voy a comer, lo más inteligente es cortar porciones equitativas». La teoría apela al pragmatismo egocéntrico, puesto que la decisión, a pesar de que desemboca en la equidad, siempre se confecciona pensando en uno mismo. Si la ética de un acto reside en la intención que moviliza nuestra conducta, las decisiones anteriores están teñidas de cierto déficit ético ya que el otro, con el que comparto los profundos nexos de interdependencia que emergen de la convivencia, apenas goza de centralidad en las dilucidaciones con las que construyo mi decisión. 

Propongo dos fórmulas para la toma de decisiones políticas (aquellas que afectan a la articulación de espacios, propósitos y recursos compartidos, a la ética de mínimos) que sí vienen rubricadas por un impulso ético y cooperador. Aquí va la primera: «Colabora todo lo posible para que el ciudadano más desaventajado deje de serlo, pero no porque tú algún día puedas estar en su situación, sino porque consideras que el lugar del más desaventajado atenta contra la dignidad que poseemos todas las personas por el hecho de serlo».  Y aquí va la segunda y última, que conexa con las primeras líneas de este artículo: «Colabora con tus decisiones para que la distancia entre el más desaventajado y el más aventajado se acorte lo suficiente como para que el desaventajado acceda a los recursos mínimos sin menoscabo de esos mismos mínimos que ahora dispone quien le saca ventaja». Como es imposible cambiar el mundo si el cambio no afecta en nada al mundo que tenemos ahora, ambas fórmulas ayudarían a ese propósito. Cambiarlo para que la dignidad sea patrimonio de todos. 



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jueves, enero 21, 2016

«No le debo nada a nadie»



Obra de Juan Genovés
Existe una frase hecha que reivindica la titularidad individual de los méritos excluyendo de ellos cualquier participación ajena, tanto directa como indirecta: «No le debo nada a nadie». Esta autoafirmación da pistas del arraigado individualismo que subestima los lazos comunitarios y propende a desligarnos de nuestra condición de prestatarios de los demás. La frase también transparenta esa sinonimia que empareja individualismo con autosuficiencia. Hace unas semanas leí una entrevista a la filósofa Marina Garcés que desmontaba con suma facilidad esta falacia de la autosuficiencia exacerbadamente narcisista recordando el nexo primigenio que nos anuda a otras existencias: «Todos hemos nacido del cuerpo de otros y hemos sido criados por las manos, palabras y miradas de otros». El cordón umbilical que nos eslabonaba a otro cuerpo se corta al nacer, pero eso no significa que simultáneamente se cercenen otros muchos nexos que nos acompañarán el resto de nuestra vida. En más de una ocasión he rebatido a estas personas que se jactan de la ficción de no deberle nada a nadie. Al hacerlo pensaba en mi condición de deudor del lenguaje que ahora iba a utilizar para defender mi tesis y refutar la suya, de la inculturización y el aprendizaje recibido para poder hacerlo de un modo inteligible para ambos, de los hallazgos nacidos de la creación social y la inteligencia compartida, de la invención del diálogo como estructura de la razón comunicativa que ahora me iba permitir objetar su argumento, y de mil etcéteras más, todos de una relevancia parecida. Pensaba todo esto, pero finalmente un cansancio de dimensiones mitológicas siempre me obligaba a abreviar:  «Yo le debo todo a todos».  

Revolotea por el discurso social otra muletilla análoga a esta primera. Se utiliza para describir en tono laudatorio a cierto tipo de personas: «Es un hombre hecho a sí mismo». A veces es el propio sujeto el que la esgrime como autorreferencia que solicita plausibilidad: «Soy un hombre hecho a mí mismo». Reconozco que me apena que, habiendo miles de referentes prodigiosos a nuestro alcance para construirnos, alguien no haya encontrado un molde mejor que sí mismo. En muchas ocasiones estas frases tratan tan solo de enfatizar un meritorio proceso de autorrealización, glorificar la tenacidad y el sobreesfuerzo privados, pero los tópicos guardan significados mucho más profundos de lo que se puede deducir echando una rápida mirada a la superficie. Aceptar que le debemos todo o casi todo a todos no supone negar la autonomía de los individuos ni tampoco condenarla a la servidumbre, solo acotarla recordando que cuando nacemos no advenimos a un sitio yermo y solitario, sino que aparecemos en medio de un lugar en el que todo brota de un humus cultural que nos convierte al instante en irrenunciables herederos.

No se trata de diluir la identidad personal, pero tampoco de ignorar todo lo que tomamos prestado. No denegar nuestro papel de realidades en perpetua mutación en pos de mejorar, pero tampoco ser tan obtusos como para no advertir que se adquieren gracias a la inestimable ayuda que supone pertenecer a una inmensa comunidad reticular que va legando sus logros (también sus fracasos). En Animales políticos y dependientes McIntyre da en la clave: «Si fuéramos capaces de concebirnos como seres dependientes, y no como seres autosuficientes, tendríamos en nuestra forma de concebirnos la base necesaria para la ética». Recuerdo que en una de sus novelas Paul Auster dejaba muy claro a través de uno de sus personajes que nadie llega a ninguna parte si a su lado no hay gente que confía en él. Aunque parezca una contradicción, es nuestra interdependencia la que facilita nuestra autonomía como sujetos de proyectos. No es ningunear el papel de la voluntad, pero tampoco vendar nuestros ojos como para no ver que nuestra biografía viene cofirmada. Somos la obra de multitud de coautores. Los suficientes como para no tener ningún problema en identificar a alguno de ellos alguna vez. Sobre todo cuando nuestros proyectos van bien.



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martes, enero 19, 2016

¿Para qué queremos la ética si ya existen las leyes?



Obra de Alex Katz
El título de este artículo podría ser la misma pregunta pero en orden contrario. ¿Para qué queremos las leyes si ya existe la ética? A mí me gusta recordar que muchas leyes son el resultado del fracaso de la ética. A veces incluso lo preludian adelantándose a los comportamientos que se intuyen frustrantes si no se enfatiza el castigo adjunto a su incumplimiento. Cuando un precepto ético que consideramos valioso para armonizar la convivencia es quebrantado regularmente por un número indeterminado de personas, acaba incorporándose al orbe normativo del derecho y encarnándose en una ley. La ley pone cortapisas a aquella voluntad que no tiene en cuenta la voluntad de los otros ni el marco establecido para una acogedora interrelación de intereses compartidos. Las normas jurídicas las establecen las autoridades de una comunidad política, van dirigidas a todos sus miembros y sus infractores tendrán que responder ante un tribunal y arrostrar un castigo cifrado o en pérdida de bienes o de libertad. Las normas jurídicas no son normas morales, pero cuando la norma moral se incumple repetidamente termina legislándose. (Aquí abro un paréntesis para no caer en la ingenuidad. Muchas veces la génesis de la norma jurídica es justo la contraria. Conductas que afean la ética se legislan para provecho lucrativo y subterfugio argumentativo de algunos, que podrán justificarse aludiendo a la expresión «no sé si es ético o no, pero es legal». Platón sintetizó esta idea al definir la justicia como la conveniencia del más fuerte. Este es el motivo de que hechos que poseen validez jurídica nos resulten carentes de legitimidad moral. Cerramos paréntesis).

Conviene matizar que si uno incumple una ley y lo descubren será sancionado por ello, pero si uno incumple un mandato ético, no. Ninguna institución nos puede penalizar por conculcarlo, no hay sanción legal por comportarnos con subóptimos niveles éticos. Puede ocurrir que los perjudicados con nuestra conducta nos la reprueben, nos retiren el saludo, nos denieguen la inmerecida amistad, publiciten nuestras maneras morales para prevenir a terceros, no quieran saber nada más de nosotros, pero más allá del debilitamiento o la ruptura de la relación no existe un castigo tipificado. Aquí borbotean interesantísimas preguntas. ¿Para qué duplicar sistemas normativos? ¿Para qué necesitamos la ética si ya disponemos de un saber jurídico como el Derecho?  ¿No basta acaso con su amplio repertorio de leyes, decisiones judiciales, actividad regulatoria de sus normas y la punición de su vulneración?  La respuesta a este último interrogante es casi mecánica: No.

No podemos colocar un gendarme en cada esquina y sería un tremendo embrollo judicializar todos los aspectos de la convivencia. Creemos que es bueno que haya espacios en los que la autonomía de la persona escoja por sí misma su propia conducta. Esa autonomía y la libertad de elección que conlleva es la que finalmente nos hace éticos, o no. Pero en esta reflexión hay un punto mucho más conspicuo, nada que ver con lo anterior que a su lado se antoja colateral. La ética no se conforma con lo que somos e indaga en lo que nos gustaría ser. Este impulso ha construido un modelo de sujeto como portador de dignidad que se traduce en un llamamiento a comportarnos en el quehacer de nuestra vida de un modo acorde al modelo configurado. Esa dignidad que poseemos en tanto que existimos nos convierte en sujetos valiosos, personas con derecho a tener derechos y el deber de respetarlos. La gran aportación no es que una institución nos lo imponga, sino que nosotros como individuos autónomos estamos convencidos de que ese modelo es el más idóneo para que la convivencia sea todo lo contrario a la jungla y al inhabitable sálvese quien pueda. Aquí hay que dar dos rápidas noticias, una mala y otra buena. La mala es que la dignidad no se fundamente en nada. La buena es que si todos la respetamos a todos nos irá mucho mejor.

En El gobierno de las emociones, Victoria Camps explica que «la ética, según Kant, sólo podía ser entendida como la capacidad del individuo de darse leyes a sí mismo y no obedecer normas dadas por otros». Este convencimiento debería devenir en autolegislación y autodeterminación. Desgraciadamente no siempre es así como explicaba al principio de este texto. La prueba inequívoca es la tupida constelación de normas, leyes, reglas, instrucciones, preceptos, imperativos, ínsitos en nuestro imaginario para modular la conducta. Si necesitamos tantos diques de contención es porque desconfiamos de nuestra conducta. Incluso interiorizando nuestro modelo ético de sujeto, la labilidad humana nos hace recelar de nosotros mismos, del cumplimiento de las expectativas, de realizar lo prometido, de comandarnos según los valores que consideramos buenos para convivir de la mejor manera posible, de no transgredir la coherencia y la responsabilidad, de no magullar la dignidad del otro, de no tratar a los demás como jamás se nos ocurriría tratar a alguien con quien nos une el afecto. Los griegos lo supieron y por eso vincularon la ética y la política entendida como la organización de vidas anexadas a otras vidas en el espacio y los propósitos comunes. Para comportarse con sensibilidad ética se necesitaba un marco político, que es la variante contemporánea que postula que para poder llevar a cabo una ética de máximos (felicidad) necesitamos orquestar una ética de mínimos (justicia).

La dignidad empieza donde acaba el hambre, para ser éticos necesitamos tener acceso a bienes básicos, no podemos exigir lo mínimo a quien no tiene lo mínimo. Aclarada esta nada periférica apreciación, la historia de la humanidad nos ha enseñado algo muy sencillo, pero primordial para entender todo lo que yo he intentado explicar aquí. Algo elemental invisibilizado precisamente por su condición elemental. La adhesión emocional a un deseo puede sojuzgar la voluntad y enfangarla en un comportamiento catalogado como perjudicial para la vida en común. Toda la educación trata de evitar esta inercia, que el despotismo del deseo se lleve por delante las construcciones de la intelección. Educarnos consiste en aprender a desobedecer nuestros deseos inmediatos en aras de obedecer nuestros deseos pensados, indisciplina a caprichos que obturan nuestros hábitos para alcanzar nuestros planes insertos a su vez en un paisaje colectivo. Se trata de racionalizar el deseo para desear lo deseable sin que una autoridad normativa nos obligue a ello. Que lo que el deseo desea coincida con lo que uno debe hacer porque así lo ha dispuesto en su proyecto de vida que tiene en cuenta la dignidad inherente a sus congéneres. No es nada fácil, pero estamos sobreavisados. Aprender a vivir es una tarea para toda la vida.



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