miércoles, junio 01, 2016

Un abrazo tuyo bastará para sanarme


Obra de Donatella Marraoni
Se ha instalado peligrosamente en el argumentario social la idea de que una imagen vale más que mil palabras. La metáfora se ha extendido a otras realidades que pueden permitirse soslayar el planeta lingüístico. Yo mismo he escrito unas cuantas veces que un ejemplo vale más que mil palabras, y lo corroboro aquí, pero en mi descargo diré que al lado de esta sentencia siempre he agregado una coda que singulariza la tecnología pedagógica del ejemplo. Los apologetas del lenguaje no verbal también han utilizado la devaluación de las mil palabras y la han empleado para ensalzar el silencio (un silencio vale más que mil palabras), una mirada (una mirada vale más que mil palabras), o un abrazo (un abrazo vale más que mil palabras). Siento disentir profundamente. Ningún gesto vale más que mil palabras si antes no sabemos qué palabras exactas queremos convocar con nuestro gesto. Una imagen vale más que mil palabras siempre y cuando conozcamos las palabras que nos permiten inteligir la imagen que se cuela por nuestros ojos. Un ejemplo vale más que mil palabras si previamente conocemos qué palabras queremos ejemplificar, y simultáneamente los que nos observan saben qué palabras se están ejemplificando. La génesis de la mayoría de los conflictos nacen de malentendidos originados porque las personas utilizamos las mismas palabras pero con significados diferentes, o realizamos acciones a las que otorgamos valoraciones disímiles, que no deja de ser una forma de atribuir palabras concretas al comportamiento concreto. Creo haberle leído a la gran Suri Husvedt que las personas usan nombres diferentes para referirse a las mismas cosas, dependiendo del interés que tengan en ellas, pero yo defiendo que también ocurre que las personas usamos las mismas palabras para retratar situaciones netamente diferentes. En las palabras que pronunciamos se sedimenta nuestra experiencia del mundo, y experiencias tremendamente desiguales a veces se verbalizan con un término gemelo. Por eso cuando a veces entablamos conversaciones fértiles nos llevamos sorpresas y alucinamos con las cosas que hemos almacenado en esa geografía imaginaria que son nuestras suposiciones.

Susurraba Octavio Paz que los cuerpos son jeroglíficos sensibles. Totalmente de acuerdo. El lenguaje no verbal es una herramienta tremendamente útil siempre y cuando acepte su condición auxiliar del lenguaje verbal. Cierto que en muchas ocasiones la gramática del cuerpo se ha independizado de su rango subalterno, sobre todo cuando responde con los automatismos de las emociones, pero en el orbe afectivo su emancipación se debe a que hemos asignado un significado verbal a cada gesto corporal, hemos hallado las proporciones exactas de vida que hay en el léxico del cuerpo. El ser humano es homo faber, el hombre es el animal capaz de producir, y entre la inmensa panoplia de posibilidades nos encontramos con la producción de significados. La cultura no es otra cosa que el conjunto de significados que comparte una comunidad. A pesar de consensuar los significados que se acurrucan en nuestras acciones y en nuestro parlamento e instrumentalizarlos sentimentalmente, seguiría siendo temerario universalizar lo que hay detrás de cada gesto cuya ambivalencia sólo se puede sortear entendiendo el contexto y las palabras que quiere expresar nuestro interlocutor. Esta temeridad es difícil de corregir porque nos pasamos el día tratando de explicar la conducta de la gente con la que interactuamos. Ya no estamos en el paleolítico, pero seguimos siendo cazadores/recolectores, ahora de indicios que ayuden a nuestro cerebro a hacer predicciones lo más acertadas posible. Spinoza escribió que «la razón permite la consensualidad por parte de los seres humanos», pero también efectuamos procesos de individuación con los que organizamos el mundo de una manera subjetiva. Y aquí empieza la ceremonia de la confusión.

La gramática del cuerpo tiene en el abrazo, el beso y la mirada su triada perfecta para expresar el catálogo de vicisitudes que nos brinda la experiencia humana. Nadie necesita explicar con palabras lo que significa un abrazo, cierto, pero la ausencia de explicación ahora reside en que nos lo han explicado miles de veces antes. El abrazo permite a dos personas convertirse en un animal de dos espaldas (robándole a Shakespeare una metáfora), el beso es una manifestación de afecto que abriga miles de variantes, y la mirada es el escaparate en que mostramos lo que ocurre en el alma. Aunque en muchas ocasiones no seamos muy conscientes de ello, los seres humanos nos pasamos el día realizando tareas con el propósito último de cosechar el cariño de los demás. El abrazo es una poderosa forma de transmitir información afectiva, de solidificar ese cariño que mendigamos las personas para sentirnos personas. Puede servir para explicar la alegría que supone que contigo me inauguro a cada instante, para ratificar que en tus ojos se suicidan los míos, para cauterizar las heridas que delantan nuestra fragilidad humana, para mostrar aprecio, agradecimiento, expresar el júbilo de coincidir, o saludarse tras una prolongada ausencia. Rodeamos con nuestros brazos a alguien y ese alguien hace lo mismo con nosotros en una especie de órbita que hace que dos cuerpos burlen la distancia de cortesía y se acoplen como si fueran una unidad. Su verdadero significado patrimonial no reside solo en darlo, sino sobre todo en elegir a quién se lo damos. Como hay muchos tipos de abrazo y muchas personas a quienes podemos agasajar con él, el abrazo se convierte en maravilloso cuando el que lo da y el que lo recibe conocen el significado inestimable que guarda para cada uno de ellos. Si el significado es muy valioso para ambos, si hay un punto de coincidencia, si hay reciprocidad semántica y se sabe con antelación, darse un abrazo como experiencia clausural de unas palabras ya innecesarias es una siderurgia afectiva en la que durante un breve instante dos cuerpos se hacen uno porque algo recíprocamente importante los une. Entonces un abrazo no vale más que mil palabras. Se convierte en un dioma propio.



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jueves, mayo 26, 2016

¿De qué estamos hechos los seres humanos?



Obra de Borja Buces Renard
Ayer di mi última clase en el Especialista de Mediación de la universidad Pablo de Olavide. Aunque aparentemente no tenía nada que ver con el tema que acabábamos de abordar, los dos últimos minutos compartí con los alumnos algo que a mí me ha llevado unos veinte años poder inferirlo, entenderlo y sentirlo. Con mucha diferencia era lo más nuclear de todo lo que les he contado en los diferentes encuentros que he mantenido con ellos estos meses. Lancé una pregunta: ¿Sabéis de qué estamos hechos los seres humanos, cuál es nuestro auténtico sello distintivo? Para responder a mi propia interrogación recordé una anécdota que cuenta Zygmunt Bauman en uno de sus ensayos, Vivir con extranjeros, y que yo he recogido en las páginas finales del ensayo La capital del mundo es nosotros (ver). En su época de estudiante de filosofía, Bauman tuvo un profesor de antropología que en medio de una de sus clases les relató algo que marcó de por vida al nonagenario sociólogo. El antropólogo les contó que gracias al descubrimiento de un esqueleto fósil que tenía la pierna rota se pudieron fechar los albores de la agrupación humana. Las investigaciones aportaron una información inaudita, un hallazgo tremendo que dejó a todos los estudiosos perplejos. Aquel esqueleto había cumplido los treinta años cuando murió, pero llevaba con la pierna rota desde que era un niño. Esta singularidad ayudaba a deducir que se trataba de un grupo de humanos, porque en un rebaño de animales esta circunstancia hubiera sido del todo imposible. Cuidar al inválido, al desvalido, al que no puede valerse por sí mismo, es una cualidad del ser humano, que percibe en la vulnerabilidad y fragilidad del otro la suya propia.

En esos dos últimos minutos de mi última clase de este curso expliqué que el afecto es lo más radicalmente humano. El afecto es lo que me une al otro y me surte del sentimiento de la compasión, un prodigio insuficientemente valorado de tecnología sentimental que consigue que haga mío el dolor y la alegría del otro, y a la inversa, que el otro hospede en su interior mi dolor y mi alegría sintiéndolos como propios. Ocurre que el afecto emerge con la persona próxima, pero encuentra serios obstáculos para emerger con la persona lejana. Puedo acumular afecto con quien comparto el remolino de lo cotidiano, las infinitesimales cosas que hacen que la vida sea una feliz antología de lo inesperado, la tangibilidad de lo que es importante para mí, pero es complicado que ese mismo afecto brote con esa intensidad ante alguien al que apenas conozco, o directamente es un jeroglífico indescifrable para mis ojos. Y es en este hermoso punto donde tenemos que rotular el instante en que la inteligencia logra el más difícil todavía, la acrobacia más increíble que ha permitido que el ser humano se desvincule de la jurisdicción de la selva y acceda a la lógica que nos hace partícipes del proyecto humano. 

Donde no llega el sentimiento, sí puede llegar la virtud, el comportamiento que consideramos plausible para fortalecer nuestra condición de existencias anudadas a otras existencias y convertir la convivencia en un destino apetecible en el que se plenifica nuestra autonomía. El sentimiento bien racionalizado se convierte en buena conducta. Con el lejano quizá no sintamos el afecto que sí percibimos vívidamente con el cercano, pero podemos y debemos conducirnos virtuosamente con él porque es un semejante a nosotros. A pesar de toda la bibliografía y de todo el hacinamiento de ideas confusas que suelen convocar los tratados morales, el fin último de la ética no es otro que lograr que el ser humano se convenza a sí mismo de que no hay nada más loable que actuar virtuosamente con todos aquellos con quien comparte la humanidad. El prójimo (proximus, más cercano) lo es porque a pesar de poder hallarse lejos junto a él compartimos la aventura recíproca de civilizarnos y humanizarnos. Tratar al otro como a un igual que yo es haber logrado transformar el afecto en conducta virtuosa. No hay construcción que celebre mejor la belleza de la inteligencia. Todo lo demás es una nota a pie de página.




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martes, mayo 24, 2016

La violación del alma


Obra de Sam Weber

Hace unos días le leí a Iñaki Piñuel la desasosegante expresión con la que hoy titulo este texto. El término aparece agazapado en las páginas finales de La dimisión interior (Pirámide, 2008), un revelador ensayo sobre los riesgos psicosociales en el trabajo. La tesis defendida es que la dimisión interior es una desconexión emocional que adoptan las personas, con respecto a sí mismas y a todo su alrededor, como reacción de autodefensa a un daño crónico en entornos laborales con alta densidad de toxicidad. El profesor Iñaki Piñuel es un experto en psicología del trabajo y de las organizaciones, pero sobre todo en las disfunciones que pueden emanar de estos microuniversos: mobbing o acoso psicológico (absolutamente recomendable su ensayo dedicado a este tema), violencia psicológica, o procesos de victimización.  Me aventuro a compartir aquí una definición personal de en qué consiste la violación del alma. Se trataría de todo proceso por el que una persona despiadada se dedica con entregada pertinencia a degradar y vejar a otra hasta culminar que la víctima active su propio autodesprecio y se convierta a sí misma en una zona desolada. El padre de la microsociología, Irving Goffman, definió la consideración como tratar al otro con el valor positivo y el amor propio que toda persona se concede a sí misma. A Kant le preguntaron una vez cómo se podría salvaguardar la dignidad de las fricciones que concurren en la convivencia. La respuesta fue antológica. «La dignidad se preserva del roce diario tratando al otro con la misma equivalencia que reclamamos para nosotros». La violación del alma es justo lo contrario.


Este proceso de hostigamiento continuado anhela destruir el ánimo, desvalijar la autoestima, minusvalorar la idea que albergamos de nosotros mismos (autoconcepto), dañar al ser que habita en nuestras palabras, transformar la psique de la víctima en una escombrera de ridículos cascotes. El predador estimula el miedo y los factores estresantes para hacer añicos la eficacia percibida de su víctima, la sensación de logro, el control, la autonomía, el sentido de la tarea, la motivación, la capacidad creativa, el pensamiento crítico, la valoración benévola que uno está obligado a tener de sí mismo (para toda persona educada bien la autoestima debería ser un deber). Es decir, todo lo que nos determina como seres provistos de dignidad. Despiadado es aquel que no tiene piedad, el que no siente como suyo el dolor del otro y por tanto no sólo no pone límites en infligírselo, sino que incluso puede disfrutar sádicamente contemplando su propia obra de destrucción, delectarse en la denodadamente violenta desintegración del otro. Esta violación puede ocurrir en cualquier ámbito de las interrelaciones humanas, pero el medio ambiente laboral posee unas singularidades que propician su proliferación y la profundidad de la agresión. Como la organización social ha vinculado empleo con supervivencia, es fácil imaginar las relaciones de sumisión y de degradación que pueden florecer en los entornos labores en un instante en que los empleos escasean todavía más que siempre (que no el trabajo, que es otra cosa distinta). El microcosmos laboral puede devenir en lugar idóneo para que no haya demasiadas diferencias entre el rol de trabajador y el de súbdito. Piñuel bautiza con acierto estos lugares de acoso como un «gulag laboral». La segunda gran característica de estos contextos es que el empleo se ha erigido en el mayor proveedor del guion identitario de un individuo. «¿Qué eres?» es una pregunta comúnmente aceptada como sustitutiva de «¿en qué trabajas?». Con estas dos peculiaridades, si alguien no tiene escrúpulos pero sí jerarquía en un entorno de subordinación y a la vez de producción de identidad, si arrumba la ética a un rincón polvoriento de la conducta, si convierte al otro en un mero medio para la satisfacción de fines personales, es relativamente sencillo profanar el alma de un semejante.

Toda esta depredación se agrava sobremanera por un proceso de culpabilización del violado. Como se ha implantado la ilusa teoría de que todo lo que jalona nuestra biografía es responsabilidad individual, de que obtenemos las recompensas o los castigos de los que se haya hecho acreedora nuestra voluntad, resulta casi un automatismo asumir la paternidad exclusiva de cualquier situación aciaga. Este sistema de atribución es muy fértil para que el violado acabe recluido en una mazmorra de culpa y de devaluación de sí mismo. La víctima es culpable de sentir lo que siente, de no inmunizarse con toda esa farmacopea mental que prescribe el pensamiento positivo. El alma es esa ininterrumpida conversación en la que uno se va contando a cada segundo lo que va haciendo a cada instante, de tal forma que este soliloquio puede convertirse en desgarrador si uno cae pendiente abajo por el «masoquismo autopunitivo», en heladora expresión de Piñuel, cogitaciones autodestructivas en las que la víctima se convierte en su propio victimario. Este monólogo puede funcionar como un peligroso riego de aspersión que puede acabar anegando de hiel y autodesprecio toda la orografía sentimental de la persona. Violar el alma es irrumpir violentamente en esa conversación, orientarla al lugar donde sea posible extraer la mayor cantidad de desintegración, donde se levante una pira destinada a la cremación de la autoestima. No tengo datos, pero si en condiciones normales el cerebro consume el cuarenta por ciento de nuestra energía metabólica, estoy casi seguro de que en esos procesos rumiativos de autocarbonización los índices de consumo pueden duplicarse, o directamente absorber el total de nuestros recursos energéticos. La imposibilidad de abandonar el trabajo (o, hablemos con propiedad, de no poder prescindir de los ingresos que proporciona), de comprobar cómo la realidad ha enladrillado la salida de emergencia, convierten la situación en un averno. Sólo queda el absentismo psicológico. La violación del alma provoca la sobrecogedora evaporación del alma.



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