jueves, julio 14, 2016

Lo más útil es lo inútil

Obra de Didier Lourenço

Hace un par de años se hizo muy popular un pequeño ensayo titulado La utilidad de lo inútil. Su autor era el italiano Nuccio Ordine. Se trataba de un opúsculo destinado a alabar las fustigadas Humanidades, a ensalzar aquellos saberes que nos pueden abrillantar porque nos evalúan y nos narran, nos prescriben ideas, nos hacen imaginar escenarios más benévolos que en los que estamos instalados para pelearlos e intentar implantarlos en la realidad, nos cuentan quién es la persona que se oculta en las palpitaciones de nuestras sienes, o en las sienes de las personas que hormiguean a nuestro alrededor, y, lo más relevante con mucha diferencia, nos estimulan a sentir compasión, el sentimiento más nuclear para el proceso de humanización. Resumiendo. Las Humanidades son para Nuccio Ordine todos los saberes que nos hacen mejores.

El dogmatismo monetario preceptúa que lo útil es todo aquello que se puede convertir en mercancía para generar transacciones económicas. Catalogamos como útil «todo lo que nos acerca a un vínculo práctico y comercial... lo consagrado al incremento de producción». Dicho más llanamente. Útil es toda cosmovisión en la que la acumulación de riqueza material se yergue en rector teleólogico de todos los círculos que componen la experiencia de vivir, reducida en ampliar cuota de mercado y extender los márgenes de beneficio. Por contraposición, lo inútil sería toda actividad que no produce un beneficio netamente crematístico. Todo lo que el neolenguaje de los promotores económicos, y en fatídica colusión también el de los promotores políticos, predican como útil es trivial para la tarea de mejorarnos como personas interdependientes inscritas en una urdimbre social. Una de las consecuencias más deletéreas es que el conocimiento se ha empequeñecido drásticamente a mera competencia laboral, usurpándole su esencia de instrumento para aprender a sentir. Aunque suene herético, a sentir también se aprende, como escribí hace unas semanas, para luego verter ese conocimiento en dos actividades insoslayables y coaligadas para cualquier persona: vivir y convivir. Si la sana metabolización del conocimiento debería convertirse en una herramienta para dirigir el comportamiento, el saber contemporáneo, exacerbadamente técnico, se transforma en un medio destinado a convertir a la persona en recurso humano, un efectivo para la productividad económica, una cosa que ha de aprender a saber venderse para aumentar su empleabilidad. El propio autor de La utilidad de lo inútil aclaraba en sus páginas que «el exclusivo interés económico mata la memoria del pasado, las disciplinas humanísticas, las lenguas clásicas, la enseñanza, la investigación, el arte, el pensamiento crítico y el horizonte civil, que debería inspirar toda actividad humana». Es una tergiversación del conocimiento expulsado de fines relacionados con los ideales humanos y jibarizado a mera herramienta venal.

El conocimiento bien fagocitado y bien empleado ofrece horizontes muchísimo más enriquecedores. Nos urge para la producción de sentido vital como especie en un mundo plagado de medios técnicos. Aristóteles defendía que la filosofía no servía para nada porque no aportaba ningún hallazgo instrumental, no era medio de algo, sino un fin en sí mismo, el pináculo más elevado al que puede aspirar el saber como quehacer dinámico. De ahí que no sirva para nada o, lo que es lo mismo, sirva para todo, puesto que la filosofía, como epítome de las Humanidades, es una tarea intelectiva que reflexiona en torno a nosotros mismos. Dicho de un modo más bonito: el pensamiento más cenital es pensar sobre el ser que en ese momento está pensando, y cómo orquesta sus interacciones con los demás, esos seres que también piensan sobre el ser que son. El conocimiento sirve para saber qué es lo que uno necesita no saber, para saber que no se sabe y por tanto exigirse tener que seguir aprendiendo. Sirve para procesar críticamente la información y combatir la credulidad, para en una disensión abrazar la evidencia mejor construida pero interrumpirla y abandonarla en el supuesto de hallar otra más sólida. Sirve para que nadie te use, para que nadie te subyugue, para medir bien dónde empieza y dónde termina la aprobación social y dónde la personal, para distinguir entre la persona que eres y el trabajo que tienes, para comprender que nuestros sentimientos son construcciones que se pueden articular cognitivamente, para aprender a anticipar lo que no existe para hacerlo existir, a convertir la realidad en materia prima de tus proyectos, a liberarnos del miedo y del dogmatismo, a comprender y sentir que todos formamos parte de la aventura de humanizarnos y que esa vida en común requiere una ética de mínimos que allane la vida compartida y a su lado una ética de máximos respetuosa con las elecciones personales. 

El conocimiento sirve para muchas cosas, pero la más relevante de todas la he dejado para el final. Se da la paradoja de que todo lo inútil, prosiguiendo con la jerga que empareja la inutilidad con el conocimiento de fines, es lo que saca más filo a nuestra autonomía, es decir, a nuestra capacidad de poder elegir, valorar, discernir, decantarse, optar, seleccionar. Como el hombre es un ser que siempre decide lo que es (rotunda definición de Victor Frankl esparcida en las páginas de El hombre en busca de sentido), no hay nada más importante para cualquiera de nosotros que elegir lo más idóneamente posible. Saber elegir es la tarea más relevante de todas las tareas con que la vida nos confronta antes de deportarnos del reino de los vivos, y saber elegir bien es la herramienta más útil de todas. Y a elegir bien se aprende gracias a todo lo que ahora el mundo tecnificado moteja de inútil.




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martes, julio 12, 2016

La vida enseña, pero aprender es privativo de cada uno


Obra de Henrik Uldalen
Cada vez que escucho decir a alguien que «la vida me ha enseñado mucho», suelo ejercer de aguafiestas. Puede que sea así, que la vida a uno le haya mostrado un extenso catálogo de enseñanzas, pero eso no significa nada si a su vez uno no ha aprendido algo de ellas. Yo suelo presentarme en las clases contando una anécdota en la que dejo jocosamente claro que una cosa es enseñar y otra muy distinta aprender. Nos guste o no, aprender es algo que nos compete exclusivamente a cada uno de nosotros. Es una tarea que no podemos delegar en nadie. En el libro La educación es cosa de todos, incluido tú distinguía ambas dimensiones. «Enseñar es brindar información útil con el propósito de mejorar a la persona que la recibe. Sin embargo, aprender es la acción personal con la que un individuo adquiere esa información y la aprovecha para generar y conectar conocimiento y competencias». Unas líneas más abajo concluía recordando a los maestros y a los profesores que «enseñar no es difícil, lo difícil es producir contextos para que alguien aprenda con lo que le enseñan». Volvamos ahora a ese aserto que defiende que la vida se aprende viviendo. Estoy de acuerdo por pura definición, porque vivir es el acto que engloba todos los demás actos. Pero en este preciso punto hay que agregar inmediatamente un matiz olvidado por los que preceptúan que la vida enseña. Vivir no es sólo convertirte en el sujeto de un elenco de predicados y experiencias propias, también lo es apropiarte de experiencias vicarias. Si el aprendizaje estuviera estrictamente subordinado a lo que nos ocurre en la geografía exacta de nuestra vida, nuestro conocimiento poseería dimensiones microscópicas. Comparado con todo lo que se encuentra a nuestro alcance para ser aprendido, sería netamente paupérrimo.

La vida enseña, sí, pero sobre todo la vida de los demás. Yo suelo reivindicar el papel de la imaginación como poderosa fuente de aprendizaje. Muchos sentimientos de un protagonismo irrefutable en nuestro estatuto de personas se nutren de esta capacidad para poder hacer nuestras tanto la alegría como la tristeza de aquellos que pululan en nuestro derredor o a miles de kilómetros. Si no pudiéramos imaginar en nuestras vidas lo que es real en la vida de los demás, nuestro conocimiento sería ridículamente diminuto. Afortunadamente podemos convalidar nuestras ideas y nuestras visiones utilizando experiencias que provienen de los otros. Los seres humanos hemos decidido organizar nuestra vida en espacios, propósitos y recursos compartidos, y es ese nudo de interacciones con sus correspondientes elementos culturales el que nos proporciona una ingente cantidad de información que a nosotros nos compete destilar en conocimiento y, una vez metabolizado, articularlo y organizarlo en comportamiento. Aunque creemos que no hay mayor pedagogía que la acumulada en la experiencia territorial de la propia vida, el yacimiento de mayor enseñanza reside en la pluridad de nuestras interacciones, en las relaciones redárquicas que mantenemos en el paisaje social, en el intercambio de los relatos que pugnan por desentrañar el porqué de las cosas. Se trata del aprendizaje vicario y mimético de las narraciones de los demás. En realidad la cultura no es otra cosa que un amplio conjunto de técnicas, costumbres, historias y significados compartidos por una comunidad que toma prestados de sus antepasados, amplifica, afina y mejora, y lega a la siguiente generación que hará lo mismo en un proceso infinito. Ahí tenemos a nuestra disposición las novelas, las películas, las canciones, los ensayos, los poemas, los cuadros, las obras de teatro, las imágenes, las conversaciones cuajadas de la seducción interpelante de las preguntas y las respuestas, toda la narratividad humana que ofrecen los diferentes formatos que hemos inventado para su exposición, transmisión y compartición. Hemos decidido bautizar este mosaico de saberes como Humanidades, los recipientes que nuestra inteligencia creativa ha alumbrado para explicarnos a nosotros mismos.

Todo este acervo no deja de ser una nutritiva charla privada con los demás que ponen a nuestra disposición lo que han urdido o lo que les ha ocurrido a ellos en su vida, y que ahora nos entregan en un molde ordenado e inteligible. De ahí extraemos mucho más conocimiento y mucho más sedimento sentimental que el que pueda condensar nuestra biografía aisladamente, por mucho que acumule vicisitudes y sea opulenta en experiencias. En las interacciones y en los relatos ajenos brincamos el perímetro obscenamente reducido del yo y nos adentramos en las visiones pluridimensionales, en la universalidad y la diversidad simultánea, nos dotamos de cosmovisiones nuevas, comprendemos la gratuidad de todo juicio que no deja de ser una fabulación osada con tal de armar una historia que nos permita neutralizar la incertidumbre,  aprendemos a aceptar nuestra propensión a ver lo que esperamos ver,  asumimos que la mayoría de las veces adoptamos aquellas decisiones que se ajustan a las expectativas que los demás han depositado en nosotros, aprendemos a relativizar, a comprender a Camus cuando argumentaba que «no hay destino que no se supere mediante el desdén», a asentir con el gran Kahneman que «nada en la vida es tan importante como pensamos que es en el preciso momento en que lo pensamos», o a sentirnos impostores si no tenemos la valentía de responder con un sincero «no sé»  a la mayoría de las interrogaciones que nos formulan o nos formulamos. Somos propietarios o copropietarios de nuestra biografía, pero en ella hay cabida para la biografía de los demás, para que sus ideas polinicen con las nuestras, para que sus episodios se confronten con los nuestros, para desentumecer primero y enriquecer después nuestra vida con su vida, para que los relatos heredados nos permitan construir el nuestro con mayor conocimiento de causa y elección. La vida enseña, pero hay una gigantesca variedad de formas de vivirla. Unas permiten aprender más que otras. De hecho, algunas apenas permiten aprender algo.



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