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martes, junio 25, 2024

El placer de aprender, contemplar, escuchar

Obra de Eva Navarro

En la pasada Feria del Libro de Madrid una lectora se acercó a la caseta de la editorial Alvarellos en la que me encontraba, vio que uno de los libros que firmaba era Leer para sentir mejor, y comenzó a departir conmigo. Después de un rato compartiendo palabras protocolarias, me confesó algo muy personal: «Leer me angustia». Al escuchar sus argumentos deduje que en realidad leer no le angustiaba, le angustiaba tomar conciencia de que por mucho que leyera siempre le quedaría una ingente cantidad de libros por leer, conclusión bastante obvia simplemente con echar un vistazo a nuestro alrededor y ver tantísimas casetas rebosantes de libros. Me recordó a mí mismo cuando hace años cada vez que entraba en una librería me agobiaba porque se volvían acuciantes las ganas de apresar todo lo que esos miles de libros atesoraban en su interior, o cuando accedía diariamente a varias bibliotecas en cuyos estantes hileras interminables de libros gritaban con su presencia todo lo que desconocía. Afortunadamente ya no padezco estas dolencias, no al menos con la lacerante intensidad de antaño. A esta amable lectora le revelé que últimamente cada vez que leo siento el poder balsámico de la lectura, su carácter sosegante y nutricial para el alma. Además de una placentera ordenación interior, siento vívidamente que con la lectura estoy llevando a cabo un acto disidente en el exterior. Leer pausa el mundo, ralentiza la vertiginosa cadencia de los tiempos productivos, regala una introspección que en sí misma enlentece el momento,  permite pensar el instante mientras se vive porque suspende esa celeridad innata a la subjetividad neoliberal. En Gozo, Azahara Alonso nos regala una reflexión audaz: «El cuerpo se ha convertido en una herramienta que permite renovar las necesidades del ser, pero no le deja estar». Cuando leo estoy en el cuerpo que soy.

En  La crisis de la atención Amador Fernández-Savater apunta una prescripción que la lectura dona sin que seamos muy conscientes de ella: «La mente debe estar vacía, a la espera, sin buscar nada, pero dispuesta a recibir en su verdad desnuda el objeto que va a penetrar en ella. El pensamiento que se precipita queda lleno de forma prematura y no se encuentra ya disponible para acoger la verdad. La causa es siempre la pretensión de ser activo, de querer buscar. Atender es aprender a esperar; es una cierta pasividad, pero en forma «activa»; es estar al acecho». Creo que este estar al acecho de Fernández-Savater significa lo mismo que estar a la escucha. En mis años de estudiante de Filosofía acudía a las clases de un profesor que distinguía entre estar a la escucha y estar al acecho. Estar a la escucha era estar predispuesto al deleite y la belleza que hay en cada cosa simplemente si prestamos atención y cuidado. Estar al acecho era buscar con ojos mercantilistas esa belleza para convertirla en utilidad, en algo que pudiera devenir intercambio en el mercado. Entonces el sintagma sujeto de rendimiento no existía en el lenguaje, pero es perfecto para describir en qué consistía aquel estar al acecho. 

Tengo un amigo al que le agobia hasta extremos paralizantes no poder verificar de qué se apropia cuando lee. Sabe que el acto de leer le está transfiriendo un conocimiento que sin embargo no se sedimenta, o al menos él no tiene conciencia de ello. Está al acecho. Ante la no memorización contrastada sufre como la lectora de la Feria del Libro, aunque por causas diferentes.  Le enerva la invisibilidad del trasvase de conocimiento, que ese saber deje una impronta momentánea que se le olvidará enseguida, o que deje una huella más duradera pero no que la perciba. Es un caso curioso porque luego en otros órdenes de la vida mi amigo es un acérrimo proselitista del disfrute de las acciones al margen del resultado. El deseo vehemente de atrapar un conocimiento cuya captura se manifieste al instante le hurta el principio de placer de la propia práctica, sin el cual es harto difícil alcanzar la cristalización del conocimiento. Solo se puede aprender lo que se ama, y con lo que se ama no puede haber una relación de acecho y captura. Como es un tema muy recurrente, una vez le comenté: «Creo que quieres docilizar estratégicamente un aprendizaje que ya acontece en la propia práctica. ¿Por qué no lees y te olvidas de todo lo demás?»

Frente al sujeto de rendimiento que quiere datificar con resultados la eficacia del aprendizaje, es más inteligente contraponer el sujeto de la contemplación que observa sin ningún afán persecutorio salvo el de la propia contemplación. María Zambrano nos enseñó que la contemplación es el tributo que nos exige la belleza si queremos disfrutar de ella. Se trata de una contemplación desposeída de las lógicas capitalistas de productividad y rentabilidad. Desafortunadamente en los tiempos de producción predomina un hacer por hacer porque luego hay más que hacer que dará paso a concatenados nuevos haceres que no concluyen nunca,  en menoscabo de un hacer hecho por amor a lo que se hace. Cuando estamos a la escucha y nos sumergimos en una tarea por el placer de realizarla no somos sujetos de rendimiento, devenimos sujetos que aspiramos a conferirle a la vida dimensiones mucho más enriquecedoras que la de la mera maximización de la tasa de ganancia. Estar a la escucha ya es estar aprendiendo. Es hacer de lo que acontece un lugar de encuentro con la vida para vivirla mejor.

  
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martes, abril 23, 2024

¿Leer nos hace mejores personas?

Obra de Adam Jeppesen

Es muy fácil responder al interrogante con el que he titulado el artículo de hoy con motivo de la siempre feliz celebración del Día del Libro. Leer no nos hace mejores personas, nos hace mejores personas actuar virtuosamente. En un artículo académico titulado ¿Pero leer novelas nos hace mejores? la filósofa Belén Altuna (autora del recientemente publicado y completísimo ensayo En la piel del otro) cuestiona que la ficción literaria acarree un desarrollo moral compendiado en la evolución del razonamiento sobre la justicia. A pesar de defender que la lectura fecunda la imaginación empática, Altuna se apresura a aclarar que los medios de experimentación vicaria del yo (los personajes de las novelas) no conducen al lector necesariamente a la acción. Inspirado por este argumento, resulta tentador hacer un paralelismo entre la lectura y el mundo de los valores. Del mismo modo que el conocimiento de los valores no nos mejora éticamente, sino más bien ponerlos en escena a través de las virtudes y frecuentarlos hasta encarnarlos en hábitos, la lectura se supedita a mecanismos idénticos. Lo que leemos deviene yermo si no lo transferimos a acciones concretas que a fuerza de repetirse moldeen el carácter y enriquezcan nuestra personalidad.

Leer no nos hace mejores personas, aunque sí ofrece condiciones de posibilidad para ampliar nuestro horizonte epistémico y confrontarnos con una pluralidad de perspectivas que fortalezcan nuestra imaginación y nuestros resortes empáticos. La lectura ayuda a elegir en tanto que estimula nuestra proyección imaginativa y ensancha los escenarios de lo posible, pero la elección es una acción que le atañe resolver privativamente a nuestra voluntad. Leer azuza la función deliberativa, que es un buen preámbulo para adoptar decisiones sensatas. Nos emplaza a la reflexión empalabrada con la que luego nuestro cerebro lingüístico podrá sopesar qué criterios son los más acertados para fundamentar aquellas acciones que merecen participar en el mundo con el propósito político de mejorarlo y mejorarnos. 

La lectura nos libera de la pobreza de la visión autorreferencial y desplaza la mirada hacia otras realidades y otras concepciones. El contacto con la alteridad nos redime de una mirada autocentrada incapaz de ver e imaginar nada que sobrepase los confines de ella misma. Con la lectura nuestra mismidad acepta ser concernida por una otredad que le posibilita otear el mundo desde emplazamientos vetados a su vida o a las contiguas con las que conforma su círculo de proximidad. Como técnica que provee experiencia indirecta, la lectura es un factor coadyuvante en la conformación de conocimiento. Faculta un aprendizaje vicario sin el cual las referencias que nos surten de modelos quedarían drásticamente restringidas. Si solo aprendiéramos a través del empirismo que rezuman las vivencias personales, nuestro conocimiento sería paupérrimo y ridículo en comparación con el que se concita en la heterogénea inmensidad del mundo.

Moralizar la lectura es un error, pero es un acierto ensalzarla como una actividad que a través de las dinámicas del hábito nos va a permitir sentir mejor, un prerriquisito insoslayable para decantar nuestras decisiones hacia lo conveniente y lo justo. Leer ordena y ejercita la atención, privilegia la cadencia de la pausa, favorece la precisión conceptual y el manejo crítico de ideas, entrena la memoria, cultiva la comprensión, forja las estructuras argumentativas. Son desempeños contra los que confabula un mundo que propina la emocracia (el poder de lo emotivo frente a lo deliberativo), la celeridad que rapta placer y sentido a los procesos, el desorden atencional, la expropiación de decisiones cada vez más pastoreadas por la inteligencia algorítmica, la desmemoria por agotamiento estimular, la deficiente comprensión, la penuria léxica, y la inanición discursiva fomentada tanto por la pantallización de las existencias como por el ágora política y su denuedo en polarizar los discursos a despecho de vejar una inteligencia y una bondad que deberían presidir cualquier intervención pública. Leer se ha alzado en un acto de insurgencia contra los imperativos de una razón económica obsesionada hasta el delirio por la productividad y la rentabilidad. Leer no nos hace mejores, pero ofrece contención a dinámicas epocales que claramente nos empeoran. Y otro aspecto nada baladí. La lectura pone a disposición de quien lo desee munición para defenderse de muchos de esos dislates con que las personas arramblamos con nosotras mismas.

 
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martes, julio 25, 2023

¿Las humanidades nos humanizan?

Obra de Solly Smook

Una pregunta recurrente en el ámbito de la cultura estriba en si las humanidades nos humanizan, o no. Las humanidades pertenecen al ámbito de los saberes no instrumentales y por lo tanto, en un mundo que enseñorea lo útil, privilegia la rentabilidad monetaria y desaira lo que no cosecha un transparente beneficio económico, son vistas bajo la sospecha y el descrédito de lo inoperante. Quizá las humanidades no nos humanizan, aunque favorecen la dilucidación en torno a qué nos gustaría considerar comportamiento humano, y qué herramientas cognitivas y afectivas podemos poner a nuestra disposición para aproximarnos a ese estandarte. Ocurre lo mismo con la lectura. Se martillea en la conversación pública que leer nos hace mejores, pero no es así. Nos hace mejores el hábito de las acciones virtuosas, aunque conviene no omitir que pensar la virtud crea condiciones de posibilidad para su práctica. Martha Nussbaum sostiene que la cultura proporciona pautas de comportamiento, marcos de interpretación y modelos de vida. En su libro Sin ánimo de lucro defiende estas dimensiones no monetarias de las humanidades, sin embargo, el propio título coloca en una posición central la magnitud comparativa del lucro. El recientemente fallecido Nuccio Ordine postulaba que las humanidades son inutilidades muy útiles porque gracias a ellas nos pensamos y nos constituimos. Ordine mimetiza a Nussbaum al subordinar su evaluación al criterio de utilidad. Las humanidades son el relato que la humanidad ha hecho de sí misma, así que acceder a constatar qué nos decimos, cómo nos relatamos y cuáles son nuestras aspiraciones facilita la labor deliberativa acerca de qué esperamos de la vida humana, de lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo inconveniente, lo admirable y lo reprensible.

En Como el aire que respiramos, el profesor Antonio Monegal sostiene que cada vez que problematizamos en torno a la cultura erramos en la formulación de la pregunta. En vez de preguntar para qué sirve la cultura, la interrogación más pertinente debería orbitar sobre qué hace la cultura con las personas. «Preguntarse qué hace la cultura es desplazar el debate desde el cuestionamiento del valor hacia la determinación de sentido». Al proveernos de interrogantes novedosos la pregunta sobre la cultura prescinde del escrutinio propio de la racionalidad neoliberal (que relee cualquier orden humano en términos de coste y beneficio económico) y la eleva a condición connatural del hecho de existir. El título del libro nace de esta atestiguada certeza, porque compara la cultura con el aire que nos confiere poder estar vivos. «La cultura es un vasto repertorio de modelos para dar sentido y organizar la vida. La cultura es un bien común». Páginas más adelante el autor vuelve a hacer hincapié  en este aspecto, solo que de manera más expeditiva: «la cultura no es un lujo, es un recurso vital»

Podemos establecer un nuevo paralelismo con la lectura. ¿Se puede cuantificar monetariamente el valor de la lectura en una persona que lee asidua y atentamente? ¿Qué marcadores fiables podemos dilucidar para ratificar y matematizar ese valor? Hay prácticas que no dan réditos monetarios y sin embargo las llevamos a cabo porque su valoración está fuera de la esfera del mercado. El capital humano de cualquier humano es su valor de uso en el mercado laboral, pero cualquier humano es una subjetividad infinitamente más amplia que su capital humano. En ocasiones aprender a elegir las preguntas es mucho más medular que encontrar las respuestas. Las denostadas humanidades son fabulosas para este cometido que ensancha la imaginación y afila la potencia de vida. Como postula Marina Garcés en Escuela de aprendices, «educar es una práctica de la hospitalidad que tiene como misión acoger la existencia desde la necesidad de tener que imaginarla». Las humanidades en cualquiera de sus formatos abastecen de estructura a las personas. Son proveedoras de cuestionamiento imaginativo y criterio crítico de sentido. Ayudan a pensarnos para sentir y comprender mejor, que, una vez satisfechas las necesidades basales de bienestar, son la única forma posible de vivir también mejor.

Aquí concluye la novena temporada de este espacio en el que semanalmente deposito deliberación sobre las interacciones humanas. Sin ser muy consciente de ello participo con mis creaciones de la ampliación del acervo de las humanidades. La labor más sustancial de la escritura es con mucha diferencia la de intentar que la palabra diga lo que hasta ese instante no sabíamos que se podía decir. El ingenioso Juan José Millás refrenda esta idea: «Escribir consiste en llegar a un acuerdo entre lo que quieren decir las palabras y lo que quieres decir tú». Una vez atenuadas las divergencias, luego la persona lectora participa de este pacto. De este modo, leer es confrontarse con el horizonte de lo posible que aporta una mirada prójima para ampliar lo real en la vida propia. En el ya lejano mes de septiembre del año pasado escribí estas palabras inaugurales: «Como el lenguaje es un productor de afectividad a través de las palabras que escogemos para pronunciarnos ante nuestra persona y la de los demás, espero que en esta novena temporada las palabras elegidas sirvan para crear condiciones que hagan de nuestro derredor un sitio más amable y más digno». Casi un año y unos cincuenta artículos después ojalá me haya aproximado algo a estas pretensiones iniciales. La persona que lo desee que se sienta invitada para encontrarnos en la décima temporada (que comenzará a mediados del próximo mes de septiembre). En el entretanto, que estos días de vida más relajada sirvan para conectar con el ser que estamos siendo en relación con otros seres que también están siendo, una actividad eminentemente cultural y específicamente humanista, y tan necesaria como respirar. Un fuerte abrazo.

 

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