jueves, noviembre 10, 2016

Una tristeza de genealogía social



Existe una tristeza muy concreta que merece ser analizada con detenimiento. Se trata de la decepción derivada de las distintas severidades de la competición social, la tristeza que nace del incumplimiento de una expectativa enmarcada en el segmento público. Es el malestar de una pretensión con perspectivas prometedoras que no ha podido incursionar en la realidad. En Ética de la hospitalidad, Daniel Innerarity la presenta como «una contrariedad que establece un hiato entre las acciones, que no es una mera pausa sino una interiorización que permite volver a ponderar lo querido y lo logrado». La muerte de los macrorrelatos, que limitaban los deseos como una balaustrada, y la pregonada versatilidad de la existencia, que permite ser trazada al antojo de la voluntad personal, han hecho que las expectativas construidas sobre nosotros mismos y nuestra cotización grupal se hayan disparado. También el aprieto de satisfacerlas. El hedonismo consumista que instiga las necesidades ficticias, y el discurso positivo que otorga a nuestra voluntad poderes omnímodos, favorecen que los deseos se liberen peligrosamente y con ellos también las mortificaciones que supone no colmarlos. Durkheim bautizó a esta dilatación inacabable del deseo como «la enfermedad del infinito». Guilles Lipovetsky lo explica muy bien en La sociedad de la decepción: «Cuanto más aumentan las exigencias de mayor bienestar y una vida mejor, más se ensanchan las arterias de la frustración. Los valores hedonistas, la superoferta, los ideales psicológicos, los ríos de información, todo esto ha dado lugar a un individuo más reflexivo, más exigente, pero también más propenso a sufrir decepciones».  Bajo el patrocinio de la decepción experimentamos que no somos del todo. Un dolor que solo se erradica domesticando los deseos.

Todavía hay que adicionar un elemento tremendamente mórbido que agudiza el sentimiento de tristeza y lo mezcla con el de la culpa y la vergüenza.. El cada vez más arraigado lenguaje primario personaliza el fracaso que supone incumplir las expectativas, limpia de sus cogitaciones toda cuestión de interdependencia y le atribuye al yo la integral responsabilidad de todo lo que le acontece en la textura social. El pensamiento positivo postula que una expectativa se puede alcanzar esgrimiendo la actitud adecuada. Apela a la ley de atracción, a que atraemos lo que estamos pensando continuamente. Este credo y por extensión la literatura de autoayuda pregonan una divisa aparentemente inocua y muy tentadora para todo aquel que es abofeteado por la realidad: «Si te esfuerzas, conseguirás lo que te propones». Basta con darle la vuelta a este tópico indiscutido socialmente y releerlo en sentido negativo para comprobar el sufrimiento que trae en germen: «Si no lo has conseguido, es porque no te has esforzado lo suficiente». Cuando el pensamiento positivo insiste en que si nos esforzamos seremos recompensados, simultáneamente individualiza la culpa y exonera de todo compromiso a los mecanismos sociales. Imputa toda la responsabilidad a cada uno de nosotros y exime de ella al orden político y económico, los dos grandes quicios que sostienen la estructura en la que convivimos como sujetos trabados a otros sujetos. Todo lo negativo que le ocurra a uno se debe a una actitud voluntaria de escasez de motivación y no a la forma de articular el cuerpo social, un argumento propicio para inhibir la empatía social y la reivindicación de justicia. Normal que multitud de personas autocensuren su tristeza. O censuren la de los demás.



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martes, noviembre 08, 2016

Compatibilizar la discrepancia



Obra de Daniel Coves
Quiero poner una lupa de aumento en la afirmación tristemente extendida de que los conflictos se solucionan solos. Si los conflictos tuvieran la capacidad autodeterminadora de eliminar la discrepancia o llevarla a una intersección satisfactoria, no habría tanta bibliografía, ni tanta literatura enfrascada en encontrar fórmulas para poder gestionarlos óptimamente, ni cursos de especialización, ni másteres, ni investigación. Los conflictos no se solucionan solos, como pregonan los que responden ante ellos con la evasión o con maniobras dilatorias, pero paradójicamente sí se agravan solos. Un conflicto severo que no se aborda a tiempo tiende a desplazarse a toda velocidad hacia el lugar en el que inflige más daño. Me atrevería a decir que se trata de un tropismo, una inercia congénita a la idiosincrasia de las fricciones humanas. Cuando alguien percibe un molesto desacuerdo pero no se encamina a su posible organización a través del diálogo, su irresolución suele incubar podredumbre en el aparato sentimental. Se infernaliza la discrepancia. La gestión de un conflicto trata justamente de detener esta propensión. Acercar el conflicto hacia el lugar en el que puede ser regulado y articulado de un modo pacífico. Quizá también solucionado.

Desgraciadamente no siempre podemos elegir el momento adecuado para abordar la gestión de un conflicto. En la literatura de las fricciones se suele recalcar que saber elegir el instante de su regulación es multiplicar exponencialmente su posible solución. La dificultad estriba en que solemos poner encima de la mesa la disensión justo en el momento en que nos secuestra la irascibilidad. Precisamente la característica funcional del enfado es la de suministrarnos elevadas cantidades de energía para enfrentarnos a lo que nos segrega de nuestros deseos. Nadie suele pronunciar palabras bondadosas cuando está irritado, enojado, encolerizado, o rabioso, que son los distintos gradientes de la emoción universal de la ira. En un conflicto las experiencias de exclusión se tornan protagonistas porque cuando intuimos que algo obstruye nuestros intereses aparecen los sentimientos de enfado, tristeza, o miedo, y sus distintas tonalidades emocionales. A pesar de la copiosa casuística, yo no conozco ni un solo caso en el que alguien se haya alegrado ante la llegada de un conflicto.

La ocurrencia de sentimientos de clausura suele interrumpir la actitud empática, que es la única forma que tenemos de internarnos en un campo semántico compartido, que a su vez es el requisito indispensable para la fabricación de consenso. Hay otro obstáculo mayúsculo. La mayoría de los mediadores certifican que entre el setenta y el ochenta por ciento de los conflictos se deben a una mera cuestión de amor propio, o de orgullo, de los actores protagonistas. En esta acepción el orgullo estriba en la terquedad a cambiar un curso de acción por el hecho de que hacerlo demostraría ante el otro aceptar el demérito de no haber elegido en su momento la mejor opción. No tengo ninguna duda de que quien se conduce así lo hace de una manera torpe. Si nuestro interlocutor nos ofrece una evidencia que mejora la nuestra, decantarse por ella delata inteligencia. Se trataría de una muestra en la que se respetaría el diálogo como empresa cooperativa, se consideraría al otro como nuestro colaborador, y se aceptaría el poder transformador de los argumentos.  Acabo de resumir la tríada rectora para compatibilizar cualquier discrepancia.



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