martes, abril 11, 2017

Las personas ya no se mueren, ahora se van



Obra de Borba Bonafuente
Cada vez se practica con más asiduidad el ejercicio de llamar a las cosas por cualquier nombre que no sea el suyo. El lenguaje configura la realidad, así que si no puedes modificar la realidad puedes intentar cambiar el lenguaje. Una de las torsiones más malabares del lenguaje es el eufemismo. Consiste en canjear una palabra por otra, aunque su consanguinidad semántica sea discutible. El eufemismo sirve para evitar pronunciar una palabra con connotaciones ásperas sustituyéndola por una menos abrasiva que dulcifica el mensaje. De este modo se suaviza la transferencia de la información, se amortigua la carga negativa de la palabra a la que queremos referirnos al ser suplantada por otra más almibarada o más acendrada. Esta herramienta guarda sentido cuando la palabra canjeada puede resultar muy grosera o muy franca, pero la sombra del eufemismo se ha alargado tentacularmente y ahora se mutan palabras en las que no se detecta ni aspereza ni rugosidad ni franqueza. A mí me llama tremendamente la atención cómo la palabra muerte ha sido desterrada del vocabulario cotidiano. Al ser humano la muerte siempre le ha espeluznado e históricamente son innumerables los eufemismos desplegados para evitar citarla por su verdadero nombre: la señora de negro, la señora de la guadaña, la oscuridad, el último hálito. También existen expresiones como «dormir el sueño eterno», «realizar el último viaje», o «pasar a mejor vida». A mí me gustaba mucho la expresión que le leí a un novelista, por elegante y descriptiva: «doblar la servilleta». Nada que ver con los eufemismos contemporáneos.

Aunque parezca increíble, la gente ya no se muere, ahora se va. Es muy inusual escuchar que tal persona ha muerto, pero sí lo es escuchar que tal persona se ha ido, aunque nadie de los que utilizan la expresión agregue a qué sitio exactamente. Otro eufemismo un tanto banal es que la persona ya está descansando, como si se hubiera ido a echar la siesta. Descansar quita pesantez y alivia la experiencia de morir, pero su significado es cesar en el trabajo, reposar, dormir un rato. El eufemismo que ya ha alcanzado el estatuto de manido y por tanto vive instalado en el guión cultural colectivo es señalar que alguien nos ha abandonado en vez de afirmar que ha muerto. «Nos abandonó en la madrugada de ayer», «nos abandonó de repente, nadie se lo esperaba». Este eufemismo riza el rizo, porque cuando alguien abandona un lugar lo hace por voluntad propia, y normalmente la muerte irrumpe contra la voluntad del finado. Abandonar es dejar solo a alguien o interrumpir su cuidado, y cuando decimos que alguien nos ha abandonado,  o nos ha dejado, parece que estamos reprochando que ese alguien desdeñe nuestra presencia, o que incumpla sus promesas, o que haya decidido deliberadamente inasistir a una cita. Cuando una persona abandona algo está ejerciciendo su plena autonomización. Morir es justo perderla.

La derrota del pensamiento (como escribió Alain Finkielkraut), la infantilización del mundo, la sociedad del espectáculo (gran definición de Guy Debord en la que ser es tener y tener es parecer), la ligereza de los tiempos (como describe en su último ensayo Guilles Lipovetsky),  la inconsistencia de los vínculos y de los deseos (el mundo líquido tan genialmente  acotado por Zygmunt Bauman), quizá tengan algo que decir al respecto de este cortejo de palabras trucadas para no pronunciar la palabra muerte. La muerte requiere pensamiento para ser entendida en su vacía totalidad, finiquita el espectáculo, despide la ligereza, enseña los verdaderos vínculos a los que no se mueren, patentiza sin miramientos qué es ser y qué es tener. La muerte es un evento biológico, pero la finitud es la conciencia de que ese evento tarde o temprano prorrumpirá en nuestras vidas. La posibilidad de esa conciencia es la que nos humaniza y nos permite jerarquizar el sentido de aquello que realizamos en este tracto que llamamos vida. Que nos resulte poco decoroso llamar a la muerte por su nombre es preocupante, porque el conocimiento de que vamos a morir es la quintaesencia de la vida humana. Morir es clausurar el proyecto que somos mientras estamos vivos. La definición más precisa de la muerte que yo he leído jamás la descubrí hace muchos años en una obra de Heidegger. La muerte es la posibilidad que imposibilita todas las demás posibilidades. Nada que ver con irse, abandonar, o descansar.



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martes, abril 04, 2017

¿Por qué lo llaman emociones cuando quieren decir sentimientos?


Obra de Sean Cheetham
Resulta sorprendente cómo ciertos términos obtienen el consenso social de un modo rápido y se instalan cómodamente en el argumentario colectivo. Uno de ellos es el de inteligencia emocional.  En todo mi periplo académico como alumno de Filosofía no lo escuché ni una sola vez, y eso que  muchas disciplinas trataban con profundidad vertiginosa temas nucleares que ahora parecen propios y exclusivos de la inteligencia emocional, el desarrollo personal y el coaching (cada vez somos más conscientes del carácter pluridisciplinario del conocimiento, pero cada vez levantamos más fronteras nominales entre las disciplinas para delimitar nuestra empleabilidad). En la facultad nosotros llamábamos a aquellas ramas del saber filosófico de otra manera mucho más académica que jamás despertaría la curiosidad de un lector, y sí probablemente su rauda deserción. Podría poner ejemplos, pero no quiero asustar a nadie.

La primera vez que escuché la nomenclatura inteligencia emocional fue en el departamento de I+D de una empresa madrileña de formación en la que entré a trabajar. Eran los años en que mucha gente empezaba a relacionarse con el mundo emotivo de una manera febril, Daniel Goleman se estaba convirtiendo en una celebridad y su libro Inteligencia emocional estaba a punto de aurolearse como betseller. Recuerdo que una compañera me lo dejó para que lo leyera. Al entregármelo lo hizo con la misma sacralidad que si me estuviese entregando el Santo Grial para su custodia. He necesitado veinte años de estudio y la redacción de muchos textos para poder afirmar sin ningún equívoco que las emociones no tienen inteligencia, pero los sentimientos sí. Las emociones son dispositivos innatos de  una plausible eficacia, pero adolecen de falta de esa inteligencia que ahora las acompaña cada vez que son citadas. Otra cosa distinta es el aparataje sentimental, que está erizado de inteligencia, aunque a veces esa inteligencia se emplee de manera errática, roma o calamitosa. La emoción pensada y articulada se metamorfosea en sentimiento.

Recuerdo que en una jornada sobre educación alternativa me referí a varias cuestiones vinculadas a la inteligencia emocional, pero bautizándolas como cuestiones de «educación sentimental». En el receso una profesora se acercó a mí y me confesó que le había llamado la atención que empleara la palabra sentimental. Le comenté que los sentimientos son una construcción de la cognición humana que a veces se aprovechan de la dotación genética de las emociones, pero otras veces no, y que para las estrategias vitales a las que nos estábamos refieriendo era mucho más acertado hablar de sentimientos que de emociones. Añadí que toda la educación se basa en manipular el deseo, que elicita sentimientos, y hacerlo de un modo que lo dirijamos a lo deseable. En Ética de la hospitalidad, Daniel Innerarity define la inteligencia como «una suministradora de razones para discriminar». Lo deseable forma parte de las elucubraciones éticas impulsadas por la inteligencia, fundamentales para domeñar la carga deseante y sentir acorde a lo deseado, un plano cuya jurisdicción pertenece al orbe sentimental, pero no al emocional. Ignoro por qué lo llaman emociones cuando se refieren a sentimientos, transferencia nominal que provoca conclusiones borrosas, pero sospecho que algo tendrá que ver el hecho de que el lenguaje académico se haya apropiado del término emocional y el lenguaje poético del vocablo sentimental. En mi ensayo Los sentimientos también tienen razón. El entramado afectivo en el quehacer diario (ver) siempre utilizo el adjetivo sentimental. Me parece muchísimo más acertado porque en los sentimientos ya está inserta la inteligencia y su capacidad de hacer valoraciones para jerarquizar el sentido. En las emociones, no. Me inclino por la denominación poética frente a la científica. No sé si la poesía es un arma cargada de futuro, pero en este caso la poesía se ha apropiado de un término más preciso que el de la ciencia. Es una victoria que me maravilla.

miércoles, marzo 29, 2017

El problema es la persona y la persona es el problema



Obra de Michaele del Campo
A mí me gusta refutar que un volumen elevado de conflictos no emerge por un déficit de comunicación, sino más bien por una tenaz carestía de comprensión. Parece lo mismo, pero no lo es. No comprender al otro, o no ser comprendido por él, introduce a sus protagonistas en una zona de desacuerdo o de altas tasas de incomprensión recíproca, que es la que comporta la solidificación del conflicto. Cuando en los años setenta Roger Fischer y William Ury se propusieron encontrar el método más eficaz para que los seres humanos resolviéramos nuestras diferencias de una manera aseada y mutuamente satisfactoria, esgrimieron cuatro grandes principios. El primero era el aparentemente irrefragable de «separar a las personas del problema». Esta propuesta ha gozado de enorme notoriedad en las disciplinas relacionadas con la articulación del conflicto, pero desde visiones holísticas la escisión  que prescribe es irrealizable. El problema es la persona y la persona es el problema, y no podemos segregarlos o trocearlos sin que estemos viciando el análisis o desoyendo el palpitar integral de la vida. Esta imposibilidad parece una mala noticia, pero no lo es. En el muy bien hilado y profundo ensayo Inteligencia relacional y negociación, de los profesores chilenos Jaime García y Carlos Canhueza, ambos de la universidad Adolfo Ibáñez, realizaban también este giro copernicano con respecto a lo postulado por el celebérrimo método de Harvard: «El problema no tiene existencia independiente de las personas que tienen el problema».  En su argumentación citaban permanentemente las tesis de Humberto Maturana.

La comprensión del otro se tergiversa y complica sobremanera por una razón muy cristalina. Las valoraciones que hacemos de la interrelación tienen que ver con nosotros, no con la quintaesencia de la interrelación. Dicho de un modo kantiano: vemos lo que somos, es decir, valoramos lo que se desata en el espacio intersubjetivo desde el prisma axiológico con el que nos construimos interiormente. Los conflictólogos afirman que los conflictos no tratan sólo de resolver un problema, sino de que aprendamos a compatibilizar la discrepancia, a entender al otro con el que de repente he de conciliar una divergencia, a utilizar el advenimiento de la disensión para comprendernos los unos a los otros, o para indagarse uno así mismo en el marco vertiginosamente didáctico de la obturación de un interés (en la adversidad es donde podemos conocer de verdad a alguien, incluidos nosotros mismos). En mis clases siempre defiendo que todo curso de acción que emprende una persona se origina por una motivación, que incluso esa persona puede llegar a ignorar o cuyo epicentro no sepa concretar. La comprensión reside en hallar esa motivación primigenia y seminal que ha provocado una divergencia. Seguro que ese impulso ahora enigmático vincula con necesidades biológicas, con conectividades sociales, con movimientos sentimentales, o con un ramillete de contratos psicológicos que hacen que toda persona sea exactamente la que ahora está siendo. He aquí la imposibilidad de escindir el problema de la persona, o la persona del problema. Son inescindibles porque son la misma cosa.

La mayoría de los conflictos nacen porque no comprendemos bien a la contraparte, no disponemos de información suficiente para entender por qué hace lo que hace, no somos capaces de sentir lo que ella puede sentir, no logramos instalarnos en el mundo como está instalada ella para actuar de esa manera determinada.  Ocurre que cuando alguien obstruye nuestros deseos nos enfadamos o nos amedrentamos, y secuestrados por ambos sentimientos caemos en la inercia de hallar inmediatos culpables que restauren el equilibrio perdido, o aminoren el desasosiego, o alejen el miedo. Recuerdo que Giorgio Nardone comentaba en un opúsculo que «quien se coloca como víctima construye a sus verdugos». Sólo hay una tecnología para poder aproximarnos al otro eludiendo el tropismo de victimizarnos o de culpabilizar:  a través de la bondad y de la inteligencia intrínsecas al diálogo. He escrito dialogar y no hablar, porque hablando la gente puede entenderse, o no, pero dialogando sí, porque en su sentido prístino el deseo de entenderse es la premisa fundacional del diálogo, de ahí su relación con la bondad y la concordia. Recuerdo haberle leído a Eduard Vinyamata en su monumental ensayo Conflictología que «los conflictos ni se resuelven ni se gestionan, sino que son transformados». Esta transformación ocurre exclusivamente en el interior de cada uno de nosotros. Seré más preciso. Esta transformación se concreta en la modificación de la conversación que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a cada instante lo que nos ocurre a cada minuto. Acabo de compartir mi definición del alma humana. Es ahí, y no en ninguna otra parte, donde la discrepancia se disuelve o se calcifica. Lo uno o lo otro depende de nuestra comprensión. Y la comprensión es subsidiaria de la reflexión y la deseabilidad de comprender, que a su vez son prestatarias de la bondad. Acabamos de alcanzar la cúspide de la inteligencia humana.



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