martes, febrero 06, 2018

Pensar globalmente, actuar localmente



Obra de Ali Cavanaugh
Llevo un tiempo jugando a inventar algunas palabras y expresiones. En el nuevo ensayo que acabo de concluir, El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza, una ética del diálogo, he utilizado un par de invenciones léxicas que me permitían fijar mejor la idea tratada. Hoy presento una noción que todavía no he leído por ningún lado. No significa que no exista, solo que yo no me he topado con ella en mis investigaciones. Es la primera vez que la comparto públicamente. La expresión es «glocalización ética».  El neologismo glocalización deriva de glocal, término que popularizó y sistematizó Ulrich Beck, pero cuya atutoría pertenece a Roland Robertson. En una yuxtaposición de palabras se hibridan lo global y lo local. Recuerdo el lema nacido de esta idea que se utilizaba con frecuencia en el activismo verde a finales de los ochenta: «pensar globalmente, actuar localmente». Trasladada a una acepción ética, la glocalización exhortaría a universalizar la reflexión sobre nuestro comportamiento con el otro para que luego cada uno de nosotros se condujese proactivamente por ella en el radio de acción en el que se despliega nuestra pequeña vida. Una miscelánea en la que se conjugarían la mundialización de las motivaciones humanas y su implantación en el dominio de los próximos.

Se planetarizaría la norma, pero se particularizaría el comportamiento ínsito en ella. Es la misma idea que Kant encerró en su celebérrimo imperativo categórico: «Obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal». Pura glocalización ética.Sartre defendía que cada uno de nuestros actos impactan directa o indirectamente en toda la humanidad, y es cierto. La interdependencia que provoca la conectividad de todo el orbe terrestre y nuestra participación en la aventura de humanizarnos nos responsabiliza frente al resto de «miembros de la familia humana» (preciosa expresión acuñada en la formulación de los Derechos Humanos). En muchos lugares he escrito que el gentilicio de cualquier habitante del planeta Tierra con un mínimo de bondad e inteligencia debería ser Nosotros. Estas certezas no impiden advertir que sin embargo nuestra conducta se desenvuelve en pequeñas zonas de intersección.  Glocalizar la conducta es un ejercicio ineludible para pasar de lo panorámico a lo miscroscópico, del ser humano como entidad abstracta e ideal a las personas con nombre y apellidos que se entrecruzan en nuestra cotidianidad. Una buena reflexión sobre cómo comportarnos con el otro requiere armonizar inteligentemente ambas coordenadas.

Lo he resumido aquí muchas veces. La gran dificultad que encontramos los seres humanos es comportarnos como el ser humano que sería bueno que fuéramos con aquellos con los que apenas movilizamos sentimientos de apertura (por seguir con la nomenclatuta que utilizo en La razón también tiene sentimientos).  En las interacciones presididas por el afecto, tendemos a conducirnos de una manera mucho más considerada y respetuosa.  La rutinización de las interacciones humaniza nuestra visión de la otredad, y a la inversa. El síndrome de Estocolmo (el cariño que un secuestrado empieza a sentir por su secuestrador a medida que se dilata el tiempo de cautiverio) sanciona esta deriva humana. Cuando en clase explico el dilema del prisionero y cambio tan solo la variable en la que convierto a los prisioneros en dos personas que se conocen y se quieren, desaparece la incertidumbre a la hora de elegir la mejor opción para ambos. El dilema del prisionero deja de ser un dilema en el instante que existe cariño, amor, o sentimientos de apertura entre los dos prisioneros.  La sima humana que nos cuestra cruzar consiste en sentir afecto con quien no mantenemos encuentros iterados. Para lograr sentirlo sin necesidad de interaccionar, descubrimos la racionalización del afecto, que al pensarse y metamorfosearse en acción se convierte en virtud, y al practicarse de manera repetida con cualquier semejante se transforma en sentimiento. Para llevar a cabo esta práctica hay que asumir que formarmos parte de un gigantesco proyecto que consiste en humanizarnos, y que esa filiación común a todos los seres humanos se supraordina a todas las demás a las que también pertenecemos. Acabo de explicar a qué aspira la ética.  A cabo de explicar para qué sirve la glocalización. Glocalización y ética acaban siendo una dimensión idéntica. O una redundancia.



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martes, enero 30, 2018

Sentimentalismo, la publicidad de los sentimientos

Obra de Alexa Meade
Los sentimientos son el resultado de la evaluación permanente con la que cotejamos la implantación de nuestros deseos en la realidad. Son la respuesta a la cotidiana pregunta de cómo nos van las cosas.  La contestación que nos damos a nosotros mismos configura nuestro mapa sentimental. Si concluimos que las cosas nos van bien nos alegramos, nos entusiasmamos, nos exultamos, nos autorrealizamos, nos sentimos orgullosos, nos envanecemos, nos  engreímos, acaso sintamos el cosquilleo de dar envidia.  Si esas mismas cosas nos van regular, entonces puede ocurrir que nos inquietemos, nos desazonemos, nos mustiemos, nos aburramos, nos enfademos, nos entristezcamos, nos frustremos. Finalmente, si las cosas nos van mal, podemos amargamos, indignarnos, odiarnos u odiar,  encolerizarnos, apocarnos, autocompadecernos, deprimirnos, congratularnos en la mortificación y el autodesprecio, aprestarnos a acomodarnos en una pena irresoluta. Incluso podemos padecer una de las experiencias más graves con que la vida nos daña: caer derrotados por el sentimiento autorreferencial de inutilidad y su peligrosísima indefensión aprendida. 

El sentimentalismo efectúa estas mismas evaluaciones afectivas, pero, a diferencia de una sentimentalidad bien alfabetizada, las desmesura y las acerca al espacio público. El sentimentalismo no es el énfasis de los sentimientos en la articulación de la vida, ni la centralidad del mundo sentimental en el escrutinio del quehacer diario en detrimento del cognitivo  (segregación por otro lado imposible, porque ambas magnitudes son un continuo: cuanto mejor pensamos, mejor sentimos, y viceversa). El verano pasado leí un elocuente ensayo sobre este tema titulado Sentimentalismo tóxico, de Theodore Dahumple. Aunque divergía en muchas de las ideas periféricas con las que el autor salpicaba su argumentación, sí compartía su acerbada crítica al sentimentalismo. Lo definía como «un exceso de emociones falsas, sensibleras y sobrevaloradas si se las compara con la razón». Unas páginas más adelante subrayaba su finalidad: «La desaparición de la frontera entre el ámbito de lo privado y lo público es uno de los objetivos que persigue el sentimentalismo». Para combatirlo proponía el desarrollo del sentido de la proporción.

En el sentimentalismo el orbe sentimental brinca a la esfera pública, es decir, el sujeto airea lo más profundo de él en el espacio más superficial. La verbal incontinencia sentimental en los dominios ajenos a la privado se puede considerar impudicia afectiva. Para mantener incólume nuestro autorrespeto, consideramos que es mejor que el yo íntimo se despliegue solo en un espacio análogo. El psiquiatra Carlos Castilla del Pino, autor de la colosal Teoría de los sentimientos,  distinguía entre el yo íntimo y el yo privado. El yo privado es el yo que almacena información que no comparte con nadie, mientras que el yo íntimo es aquel que comparte lo íntimo con aquellas personas que considera tan próximas y en las que confía tanto que al transferírselo pasan a denominarse «íntimas».

La liberalización económica trajo en paralelo una liberalización de la confesión sentimental. Si hace unas décadas el mercado operaba en un círculo claramente delimitado, ahora lo hace en todo los ríncones de la vida humana, incluidos por supuesto los que no cursan en absoluto con la lógica lucrativa. Al orbe sentimental le ha ocurrido algo similar. Otrora los sentimientos se compartían en una intimidad reducida, ahora se expanden por todos lados, expansión que se ha hipertrofiado gracias a la digitalización del mundo y su ubicua conectividad. El sentimentalismo  ha crecido a medida que el marketing y el neuromarketing entendieron que toda marca necesita vincularse a valores éticos y a sentimientos ennoblecedores para su explotación comercial. Como mimetizamos las derivas del mercado, era una mera cuestión de tiempo normalizar la exhibición de sentimientos  de ese yo que ahora se desenvuelve en los dominios compartidos como si él también fuera una marca (el neolenguaje del management propende a catalogarlo así). El sentimentalismo apela a los sentimientos como elemento persuasor para la conquista de un interés. Exactamente igual que las mercancías en los relatos publicitarios.

El sentimentalismo cree erróneamente que una inflación cognitiva trae consigo una devaluación sentimental, por lo que empapa su relato de sensiblería. Además, como el corazón nunca se equivoca, según pregona la literatura frugal que aborda estos temas,  el sentimentalismo ha encontrado en los sentimientos el parapeto a cualquier objeción. «Son mis sentimientos», o «es lo que yo siento», son los razonamientos que utiliza el sentimentalismo para eludir el costoso proceso de argumentar para poder entendernos. Más todavía. Existe un tópico que divulga que es bueno mostrar los sentimientos.  Es una afirmación maximalista que como todas adolece de falta de matices. Mostrar los sentimientos es bueno dependiendo de cuándo, cómo, dónde, a quién, por qué y para qué. Responder juiciosamente a estos interrogantes y conducirse por las respuestas supone la inevitable muerte del sentimentalismo.



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martes, enero 23, 2018

El dolor de ser criticado



Obra de Antony Williams
Cuando alguien critica algo que hemos hecho tendemos a considerar que se trata de una descalificación global a nuestra persona. Del mismo modo que el elogio lo atribuimos a algo concreto, la crítica la releemos como una enmienda a la totalidad. Es absurdo, pero suele ser así. Hace tiempo Rosa Montero se preguntaba en uno de sus artículos por qué encajamos tan mal las críticas. Después de escarbar en la naturaleza humana concluía que confundimos una crítica con un ataque al ser que somos. Es incongruente, pero es que la construcción de muchos de nuestros juicios gira en torno a lógicas irracionales. Ahí están los sesgos, los prejuicios, las suposiciones, todo el andamiaje de la economía cognitiva. A pesar de que toda esta arquitectura facilita que nuestra persona se sienta lastimada, en muchas ocasiones el crítico ayuda sobremanera a ello. Recuerdo haberle leído hace años al escritor y periodista Rafael Reig que «si uno dice que una novela le parece espléndida, no pasa nada. Si le parece un tostón, es intolerable y vale hasta la descalificación personal». Esta tendencia se da en todos los ámbitos. En vez de disentir de un hecho concreto, aprovechamos para lanzar dardos personales bajo la excusa de ese hecho concreto. 

Una crítica es la opinión o el juicio que se formula ante una conducta, una situación, una idea, una obra artística, una persona o un objeto, lo que significa que la crítica da mucha más información del que critica que de lo criticado. Siempre me ha llamado la atención cómo una crítica negativa nos puede lacerar y sin embargo un elogio proveniente incluso de esa misma persona propende a una evaporación súbita. En uno de sus ensayos, Eduardo Punset recuerda que científicamente se ha demostrado que hacen falta cinco cumplidos para resarcir un insulto o una crítica punzante, es decir, la capacidad de dañar de una crítica es cinco veces superior al poder balsámico o euforizante de una alabanza. Contaré una anécdota muy ilustrativa. Durante unos años escribí críticas para una revista. A vuela pluma calculo que redacté unas trescientas. De todo ese inmenso lote sólo una fue para mostrar mi desacuerdo con una obra y tildarla con argumentos bastantes sólidos de ordinaria. El aludido contacto conmigo para insultarme y recordarme que el ordinario era yo. Nunca supe nada de nadie del resto de críticas en las que todos salían bienparados.

Sospecho que toleramos muy mal los disensos porque nuestro analfabetismo argumentativo nos hace confundir las ideas, las opiniones, las obras, las creaciones que enarbolamos con la persona que somos. Normal que consideremos la objeción de nuestras ideas o de alguna de nuestras creaciones como una muestra de trato desconsiderado. Es una peligrosa desnaturalización de la política deliberativa. Necesitamos una pedagogía para aprender a tramitar opiniones propias y ajenas educadamente y a convivir sin susceptibilidades en mitad de ese tráfico denso. Para ello hay que asumir que afortunadamente no todos pensamos igual porque no todos habitamos el mundo de la misma manera.

Somos muy suspicaces y toleramos mal las críticas (me refiero a las respetuosas) quizá porque no estamos tan seguros como creemos de nosotros mismos. Acaso en las palpitaciones de nuestras sienes habita una persona amedrentada que necesita certezas a las que aferrarse en un mundo deslizante y lábil. Nos incomodan las evaluaciones que nos hacen dudar, pero nos olvidamos de que sin la cooperación de la duda no hay posibilidad de ofrecer versiones más mejoradas de nosotros mismos, o nos cuesta aceptar, como le leí ayer a mi mejor amigo, que el saber que conlleva certezas no es saber. Ahora bien, una crítica puede ser empuñada con intimidante ferocidad, pero también con espíritu colaborador. Esta es la diferencia entre la observación y la crítica destructiva. La observación va dirigida a la conducta con el fin de perfeccionarla (su campo de acción es el futuro), la crítica destructiva se detiene a golpear la dignidad de la persona (se regodea en el pasado y no cita el porvenir). Esta última vincula con la perversidad, que es dañar al otro y relamerse mientras se ejecuta esa acción. En las palabras que uno elige para mostrar conformidad o disconformidad están presenten dos poderosos deseos. El de ayudar o el de perjudicar. La crítica positiva o negativa es el resultado de optar por uno de los dos.



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