En Diario de Mediación
han tenido la amabilidad de entrevistarme con motivo del nuevo ensayo que acabo de escribir, El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza (CulBuks, 2018). En la entrevista pormenorizo qué significa exactamente ese triunfo con el que titulo la obra. Es un triunfo que cuando se da, que no es siempre, nace atado a una transitoriedad que nos obliga a cuidarlo para mantenerlo en las interacciones humanas. En la entrevista también
aparece la realizada el año pasado por estas fechas en este mismo diario con motivo del ensayo anterior Los sentimientos también tienen razón, y los enlaces a los tres libros que conforman esta agotadora aunque
maravillosa aventura literaria a la que le he dedicado unos cuantos años
de mi vida llamada Existencias al unísono. Hace unos diez años más
o menos soñaba con escribir un libro que pensaba titular «Los demás». Un ensayo en el que subrayara que la existencia de cada uno de nosotros es una existencia subsidiaria de la existencia de los otros. Esta trilogía completada en estos días es el libro que soñé entonces, aunque lo empiezo a comprender ahora. La entrevista se puede leer
haciendo clic aquí.
Un lugar interdisciplinario para el análisis de las interacciones humanas. Por José Miguel Valle.
jueves, abril 05, 2018
martes, abril 03, 2018
Dime cómo tratan tu dignidad y te diré cuáles son tus sentimientos
Obra de Rob Rey |
Acabo de entregar un extenso artículo académico para Educació Social. Revista d’Intervenció Socieducativa que publica la
Universitat Ramon LLull. Mi texto se titula Dignidad,
Derechos Humanos y afecto. La idea nuclear de mi trabajo es que el
portentoso hallazgo ético de la dignidad articula por completo las experiencias
de la vida humana. Su irradiación es tan ubicua que incluso nuestros
sentimientos se edifican según sea la relación que los demás entablen con nuestra
dignidad y también por supuesto la relación que nosotros mismos mantengamos
con ella. Desde este prisma me atrevo a incorporar una nueva definición de
en qué consisten nuestros sentimientos. Los sentimientos son la evaluación cognitiva de cómo nuestros deseos e
intereses se incorporan o no a la realidad, pero también los podemos catalogar como
un complejo sistema encaminado a gestionar el trato que recibe nuestra
dignidad. Leyendo al controvertido Steven Pinker, me encuentro en su voluminoso ensayo La
Tabla Rasa, una negación de la naturaleza humana, una interesantísima
reflexión del psicólogo norteamericano Jonathan Haidt. Haidt distingue cuatro familias de
sentimientos según sea nuestra relación con el otro. Es una taxonomía casi irrevocable, porque en la construcción de los sentimientos sociales, y sospecho que también en los autorreferenciales, siempre irrumpe la figura
de la otredad. De las variantes de la reciprocidad o no de esa relación brota
una rica polifonía de sentimientos. Esta distinción de las cuatro
familias de sentimientos me ha inspirado a esquematizar nuestra parafernalia afectiva según
sea el trato que recibe nuestra dignidad. De ahí el título de este texto. Casualidades de la vida, justo
cuando me enfrasco en la elaboración de este esquema me encuentro en uno de mis cuadernos de
estudio una cita de Xabier Etxeberría que va en la misma dirección: «La
categoría ética que hay que tener presente para discernir la licitud moral de
los sentimientos es la de la dignidad de la persona humana y el consiguiente
respeto a ella».
La dignidad es un valor común que nos
hemos otorgado los seres humanos a nosotros mismos por el hecho de ser seres
humanos. Existir es actuar en el mundo de la vida, y cada uno de nosotros somos entidades con autonomía para elegir nuestros planes de autorrealización. Poseemos suficiente acervo evolutivo para suscribrir que esos planes solo pueden ser elevados en un contexto
en el que los mínimos comunes denominadores se presenten garantizados. Esos mínimos son el reconocimiento
jurídico de la dignidad tipificado en los Derechos Humanos. La dignidad no es
solo un cortafuegos para salvaguardarnos de la voraz depredación de nosotros
mismos (como nuestro gigantesco y sanguinolento historial de matanzas de semejantes ratifica dolorosamente),
sino que asimismo es el acceso a una vida significativa que va mucho más allá
de la mera satisfacción de las necesidades primarias a las que nos encadena nuestra biología. El
respeto al otro es cuidar y estimar esa dignidad que todo ser humano posee por la suerte de serlo. Victoria Camps incide en esta idea en su ensayo La voluntad
de vivir: «No todo está permitido, porque hay que respetar la dignidad, la
autonomía, hay que buscar el bien de las personas, y las sociedades deben ser
justas». Los límites a nuestro comportamiento siempre los impone la existencia
del otro, pero no de un otro nebuloso, sino de un otro dotado de dignidad. De la misma dignidad que reclamo para mí.
Desde este punto basal surgen los sentimientos
más egregios del rebaño humano que conformamos los hombres y las mujeres. Vamos a dar una vuelta a ver qué nos encontramos. Si la otredad denigra o envilece nuestra dignidad aflorarán la ira y
todas las gradaciones que dan lugar a una espesa vegetación nominal (irascibilidad,
enfado, irritación, enojo, cólera, rabia, frustración, indignación, tristeza, odio, rencor, lástima, asco, desprecio). Si el otro
respeta y atiende nuestra dignidad, sentiremos gratitud, agradecimiento, afecto, admiración, respeto,
alegría, plenitud, cariño, cuidado, amor. Si observamos cómo la dignidad del otro es invisibilizada o lastimada
por otro ser humano, se activará una disposición empática y el sentimiento de la compasión para atender
ese daño e intentar subsanarlo o amortiguarlo; o nos aprisionara una indolencia que elicitará desdén, apatia, impiedad (lo que el lenguaje coloquial ha bautizado como «una persona que no tiene sentimientos»). Por último, si nuestra dignidad
es maltratada por nosotros mismos o por la alteridad con la que nuestra
existencia limita, emergerá la culpa, la vergüenza, el remordimiento, la vergüenza ajena, la
humillación, el oprobio. En muchas ocasiones nos cuesta señalar el comportamiento en que nuestra
dignidad es respetada, pero nos resulta facilísimo advertir cuando esa misma
dignidad es atropellada, escarnecida o ninguneada. Hay un hecho que merece ser resaltado. Todas estas variantes están protagonizadas por una singularidad que conviene no olvidar. La aprobación o la devaluación de la dignidad solo patrocina sentimientos sociales si esa
agresión o esa estima positiva la lleva a cabo otro ser humano. En lo más profundo de nuestros sentimientos siempre aparece directa o veladamente alguien que no somos nosotros.
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Esa persona no tiene sentimientos.
Las emociones no tienen inteligencia, los sentimientos sí.
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martes, marzo 20, 2018
La mejor manera de mejorar el mundo
Obra de Nigel Cox |
Al acabar mi intervención la
presentadora me comentó que mi visión era hermosa, pero utópica, ofrecía un
fresco del mundo que apenas tenía que ver algo con el mundo. Como estoy acostumbrado
a esta refutación en la que directa o veladamente se me acusa de un exceso de buenismo, sonreí y agregué que sé bien cómo es el mundo en el que vivo, pero también sé en qué mundo me gustaría vivir y qué se puede hacer para aproximarnos a él. En su último ensayo, El bosque
pedagógico, Marina nos recuerda que «un principio del arte de la educación
es que no se debe educar a los niños conforme al presente, sino conforme a un
estado mejor». Nietzsche postuló que los humanos somos una especie
aún no fijada en busca de definición. Foucault susurró que el ser humano es un
hallazgo muy reciente. Emilio Lledó escribió con su hipnótica y elegante prosa que el
ser humano es un ser en tránsito. Este afán de autodomesticación transitoria es un afán ético. Aunque muchos no lo saben, la ética es una disciplina con una
misión tremendamente peculiar. Tiene encomendado un desempeño exclusivo, una
tarea que no comparte con ninguna otra disciplina. En vez de fijar su atención
sobre el comportamiento existente, la ética coloca el gran angular sobre aquel que sería bueno
que existiera. Los tan difundidos valores proclaman en
esencia algo muy similar. Hace poco leí
una fantástica definición firmada por Etkin: «Los valores son una concepción
acerca de lo deseable». Asocio esta afirmación a la de Platón cuando en una descripción insuperable defendía
que la educación es enseñar a desear lo deseable. Hace unos años yo me atreví a permutar el
verbo enseñar por el de aprender y el de desear por el de admirar para concluir
que no hay tarea más civilizatoria que admirar lo admirable, que es la mejor manera de
educarnos sentimental y socialmente bien. (Por cierto, en breve daré una
conferencia en la Universidad de Barcelona que he titulado La admiración de lo admirable).
Hay mucha controversia sobre cuál es la mejor
manera de mejorar el mundo, pero la discrepancia se difumina cuando dilucidamos qué
sentimientos deberíamos cultivar para mejorarlo. El ser humano es una abigarrada mixtura de
actuaciones buenas y malas (no somos ni el buen salvaje de Rousseau ni un lobo como señalaba Hobbes para justificar la existencia de un Leviatán), pero sabemos que cuando en nuestra arquitectura afectiva
prevalecen los sentimientos de apertura al otro la convivencia se torna mucho más
habitable e idónea para la satisfacción de necesidades e intereses dispares que cuando se voltea la situación y nuestra conducta obedece a los sentimientos de
clausura (que siempre irrumpen contra la vida, la propia o la ajena, y a veces contra ambas). Existe acervo evolutivo y cultural
para deducir que las interacciones presididas por los sentimientos nobles hacen más habitable
el entorno y posibilitan la adquisición de felicidad privada que aquellas otras capitaneadas por los sentimientos mezquinos, que la convivencia es
más amable y menos abrasiva si tratamos al otro con la dignidad que todo ser humano posee por el
hecho de serlo que si se la talamos, lo cosificamos y lo instrumentalizamos en nuestro beneficio. Popper
popularizó la sentencia que anunciaba que vivimos en el mejor de los mundos posibles.
No es cierto. El mundo siempre es susceptible de ser mejorado, aunque también
lo es de ser empeorado. En la predominancia de unos sentimientos sobre otros descansa la dirección que finalmente tomará nuestra conducta.
Como la construcción sentimental es una tarea comunitaria, el diálogo se torna
protagonista estelar para que argumentemos bien, pensemos bien, sintamos bien,
deseemos bien, elijamos bien, vivamos y convivamos mejor. No hay meta más
elevada para esa existencia al unísono que somos cualquiera de nosotros.
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Admirar lo admirable.
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