martes, noviembre 19, 2019

Entrenar la empatía es entrenar la imaginación


Obra de Francine Van Hove
Cuando en alguna ocasión algún amigo o algún allegado me ha comentado que no puedo imaginarme el dolor que siente por la presencia de un acontecimiento aciago en su vida, siempre contesto del mismo y sincero modo: «Es una pena que no pueda imaginármelo, porque precisamente lo único que puedo hacer para entenderte y ayudarte es imaginármelo». Se tiende a minusvalorar el papel de la imaginación en la afectividad humana, pero su función adivinatoria es nuclear en las relaciones interpersonales. Gracias a que podemos imaginarnos la estatura y la intensidad de lo que le ocurre al otro podemos hacer mucho por él, y por extensión también por nosotros (la capacidad predictiva de la imaginación opera tanto con la otredad como con la mismidad). Puedo imaginarme el dolor del otro porque puedo imaginarme perfectamente ese dolor en mí, y puedo hacer ambos malabarismos porque tanto ese otro como yo somos seres semejantes en lo esencial, incluso aunque acaso seamos polarmente dispares en nuestras identidades. En Los ángeles que llevamos dentro, el controvertido Steve Pinker teoriza que la humanidad empezó a progresar éticamente en el momento en que se preocupó del sufrimiento del otro. ¿Y qué ocurrió para que el dolor del prójimo fuera una variable a tener en cuenta en nuestras pesquisas y en nuestra conducta? La explicación es multifactorial, pero Pinker señala como punto nuclear la invención de la imprenta. La creación de Gutenberg en 1450 permitió la expansión de los libros y que la gente pudiera ponerse en la perspectiva del otro gracias a la lectura de novelas epistolares. Se cultivó y se fertilizó la imaginación.

La democratización de los libros en los que se guarecía el conocimiento y sobre todo de las novelas inauguró un hito evolutivo. Las personas comenzaron a ver y comprender las tribulaciones y las ideas que no eran ni de ellos ni formaban parte del siempre diminuto círculo empático. Al abrirse al otro a través de la mediación imaginativa se eliminó la distancia que los separaba. Les permitió advertir que con esos personajes novelados compartían enormes semejanzas en lo radical, prólogo insorteable para sentir y reconocer la membresía a la humanidad. Los seres humanos comenzaron a dialogar en su fuero interno con otras realidades y otras cosmovisiones, a confrontarse con lo que sentían personas con las que la vida cotidiana jamás les pondría en contacto. La lectura de ficción permitió al ser humano discurrir desde una posición de observación distinta, absorber otras miradas y otros angulares, tamizarlo todo por enfoques caleidoscópicos, producir experiencia sin necesidad de experimentarla en la propia biografía. La lectura de otras vidas ensanchó la vida. Las neuronas espejo, las neuronas descubiertas por Giomo Rizzolatti que nos permiten vivir como nuestros los actos ajenos solo con examinarlos (o con leerlos, puesto que la lectura es pura indagación), facilitaron todo este trasvase de hermenéutica y empatía. Gracias a este prodigio neuronal la imaginación estimulada por la observación y la lectura funda los mismos impulsos electroquímicos en el cerebro que los procedentes de la realidad. Escrutar el mundo desde prácticas culturales diferentes deviene herramienta de aprendizaje de primerísimo nivel. 

En Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción, el novelista y ensayista Jorge Volpi realiza un análisis encomiástico del papel de la ficción en la producción tanto de imaginarios como de argumentarios. «En las novelas y en los relatos se cifra una de las mayores conquistas de nuestra especie: la posibilidad de experimentar en carne propia, sin ningún límite, todas las variedades de la experiencia humana». La bella escritura de Volpi insiste en esta idea brújula: «Una de las funciones centrales de la ficción literaria es colocarnos en el lugar de los otros: al hacerlo no solo nos preparamos para futuros posibles, sino que, al sucumbir a otras vidas y otras emociones, aprendemos quiénes somos nosotros mismos –leer una novela supone un desafío creativo y un ejercicio de autoanálisis». Totalmente de acuerdo con el escritor mexicano. De hecho, uno no lee, se lee a través de lo que lee. Un buen ejercicio para entrenar la empatía es la sumersión en los artefactos narrativos que hemos inventado los seres humanos para hablar de nosotros mismos. En estos artefactos se deposita el material del que están hechas nuestras zozobras, aquello con lo que rellenamos nuestras expectativas, el alimento con que nutrimos nuestros proyectos, las formas en que podemos tratarnos los unos a los otros y qué sentiremos según qué procedimiento elijamos. También sirve la conversación, el encuentro cálido con el otro, pero los artefactos de la ficción nos permiten dialogar con aquellos radicados muy lejos de nuestra territorialidad íntima. La empatía precisamente intenta este expansionismo. 

Erráticamente creemos que la empatía es ponerse en el lugar del otro, pero no es exactamente así. La empatía consiste en pensar cómo nos gustaría que nos tratase ese otro si él estuviera en nuestro lugar, y después de imaginarlo trasladarlo a la acción. Las novelas, las canciones, los poemas, las películas, los cuentos, los cuadros, las obras de teatro, son formatos para expresar en qué consiste la peripecia humana, y al observarla allí plasmada aproximarnos a entender al otro y a entendernos a nosotros. Mientras este fin de semana leía la última novela de Amelíe Nothomb, Golpéate el corazón, he sentido vívidamente los celos maternales, los celos de prestigio, la carencia de afecto, el engolamiento de los títulos profesorales universitarios, la envidia corrosiva, el denuedo por la construcción de una identidad. Y los he sentido y los he metabolizado cognitiva y sentimentalmente sin salir del calor hogareño de mi casa porque puedo imaginarme todo lo que la autora ha decidido compartir con sus lectores, y ahora tras la lectura puedo imaginarlo con más nitidez todavía. Ojalá que cuando alguien se dirija a nosotros para compartir su dolor íntimo, nos susurre algo que debería enorgullecernos como especie, aunque requiera entrenamiento: «Te cuento todo esto porque sé que puedes imaginarte cómo me siento».




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martes, noviembre 12, 2019

Escuchar a alguien es hablar con dos personas a la vez



Obra de Jeff Hein
Una vez le pregunté a una niña de ocho años en que se diferenciaba el verbo oír del verbo escuchar. Estaba dando una charla en un colegio en mitad de una Semana de la Paz y para mi sorpresa su respuesta fue rápida y rotundamente perfecta: «escuchar es prestar atención a lo que oímos». Me resultó sorprendente que sintetizara en una frase tan breve y tan redonda lo que en cursos de formación requiere la presencia alineada de fatigosas horas. Oír es percibir los sonidos, pero escuchar es concederles deliberada y esmerada atención para descifrarlos. Parece una diferencia obvia, pero tengo muy constatado el cotidiano mal uso de ambos verbos. Hace unas semanas le leí al filósofo Santiago Alba Rico una anécdota atribuida a Jorge Luis Borges. El escritor argentino estaba hablando por teléfono con un amigo que se encontraba al otro lado del charco. La llamada transcurría con dificultad porque había mucho ruido y de forma intermitente se perdía la señal.  En un momento dado, el amigo le pregunta varias preocupadas veces: «Borges, ¿me escucha?; Borges, ¿me escucha?». Entonces el autor de El Aleph le responde con cierta irascibilidad: «Sí, hombre, sí, le escucho, pero no le oigo». A mí me ha pasado lo mismo muchas veces y estoy seguro de que también a cualquiera de los que ahora están leyendo este artículo. No hace más de diez días un interlocutor me soltó en mitad de una conversación internacional por el siempre impredecible wasap: «Perdona, pero ahora no te escucho». No pude por menos de regalarle un zasca cariñoso y cómico: «Y si no me escuchas, ¿para qué quieres oírme?».

Oír es una obligación biológica de la que uno no puede desprenderse. Uno puede oír aquello que no quiere escuchar, y a diferencia de los ojos, que disponen de párpados para ser cerrados y no ver lo que no quieren ver, los oídos no gozan de persianas que echar. El oído es un órgano inerme, siempre susceptible de ser golpeado por un ruido que no obedece a la voluntad. En un mundo repleto de estridencia y fragor, oír se ha convertido más en una punición que en una obligación del cuerpo. «Te apetezca o no oirás el ruido aparatoso del tiempo que te toca vivir», parece ser la condena que arrostramos los seres humanos en nuestras historias de vida. Este estrépito epocal es una mala noticia, porque la palabra con la que intentamos alfrombrar las interacciones necesita el silencio tanto como el verso elegíaco necesita el dolor. (Por cierto, estos días se reedita Biografía del silencio, de Pablo D'Ors, un opúsculo que exhorta a la meditación y a una instalación en el mundo más silente y menos embelesada con la sobreabundancia de palabrería). Si en nuestro derredor hay una epidemia de ruido ideológico, tecnológico, pantallizado, político, mediático, colérico, aporofóbico, miserable, financiero, charlatán, verborreico, huero, cada vez será más difícil oír. Por extensión será asimismo más difícil escuchar. 

Escuchar es dirigir deliberadamente el oído hacia un sonido. Al escuchar intervenimos con el afán de desentrañar el núcleo semántico de lo que estamos oyendo. En su ensayo Ontología del lenguaje, Rafael Echeverría dedica un epígrafe delicioso (aunque todo el libro es en sí una delicia) al escuchar. «Es el escuchar, no el hablar, lo que confiere sentido a lo que decimos». «Lo que diferencia el escuchar del oír es el hecho de que cuando escuchamos, generamos un mundo interpretativo. El acto de escuchar siempre implica comprensión y, por lo tanto, interpretación». Unas líneas más abajo insiste: «Escuchar es oír más interpretar. No hay escuchar si no hay involucrada una actividad interpretativa». En el acto del habla yo siempre incluyo el de la escucha, y a la inversa, pues toda interlocución está conformada por ambas dimensiones. Hablar y escuchar son dimensiones tan correlativas en la situación de interlocución que no las considero yuxtapuestas, sino superpuestas. Cuando escuchamos, nuestra construcción egocéntrica lo tamiza todo hermenéuticamente sin que seamos muy conscientes. Este es el motivo de que toda interpretación habla mucho más del intérprete que de lo que interpreta. Al escuchar ubicamos, ordenamos, traducimos, sesgamos, lo que oímos, y por eso escuchar designa una tarea netamente activa. Oír es un acto natural, pero escuchar es cultural. Oír es una función de lo sentidos. Escuchar es una operación de la intelección. 

Escuchar es hablar con una otredad mientras al tiempo interpelamos a nuestra mismidad para que nos diga qué le parece y dónde reacomodamos lo que está escuchando. Escuchar a alguien es hablar con dos personas a la vez. Las palabras se adhieren a nuestros tímpanos en su dimensión denotativa (que indica o anuncia algo), pero al instante se adentran en la dimensión connotativa (además de su significado específico, las palabras son interpretadas por el que las escucha, que se metamorfosea en ineluctable exégeta). Incursionamos en una estructura comunicativa cimentada sobre lo que nos dicen, lo que no nos dicen, y lo que creemos que nos dicen y se callan. Esto mismo ocurre pero al revés cuando el agente que emite aire semántico pasa a ser el paciente que escucha ese mismo aire aleteando hacia sus oídos. Al hablar, el agente compromete la palabra, y al escuchar afianzamos nuestro respeto a esa palabra comprometida. Somos lo que sabemos expresar, así que que nos escuchen es el acto por el cual el ser que somos excursiona por los canales de comprensión de un otro que nos acoge en su seno. La escucha es absorta e ilustrada cuando nos interesa el otro y le prestamos nuestra atención sabiendo que el préstamo va a ser enriquecidamente devuelto. Es una experiencia insigne en las interrelaciones humanas. Existe magia en este proceso por el cual una alteridad accede a nuestra mismidad con la mediación del lenguaje que se habla y que se escucha. Lo he escrito aquí muchas veces, pero no me importa repetirlo. En las sociedades arcaicas el castigo más cruel que se le podía aplicar a un individuo era la expulsión de la tribu. La punición no perseguía que el condenado no pudiera hablar con alguien. Ese era un castigo menor. La auténtica tortura consistía en la soledad cósmica que le suponía saber anticipadamente que a partir de ese instante no lo escucharía nadie.