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martes, noviembre 04, 2025

«Hay pensamientos peligrosos, pero no pensar es más peligroso que todos ellos juntos»

Obra de Maria Svarbova

Hannah Arendt acuñó el sintagma la banalidad del mal. En el juicio al gerifalte nazi Adolf Eichmann se horrorizó al constatar que esa banalidad nacía del incuestionamiento ético, hallazgo que le apremió a sentenciar que «la irreflexión crea las condiciones para el mal». Esta afirmación guarda concomitancias con una de sus frases más célebres: «No hay pensamientos peligrosos, pensar es peligroso de por sí» (añado que ese pensar es temible para el credo totalitario, siempre refractario a la polifonía humana y a admitir la variedad de cosmovisiones). Es fácil reformular esta máxima y aproximarla a la idea central de este artículo: «Hay pensamientos peligrosos, pero no pensar es más peligroso que todos ellos juntos». La irreflexión supone cancelar el discernimiento de lo justo y lo injusto, lo deseable y lo indeseable, lo conveniente y lo inconveniente. Es una estrategia complaciente para no enfrentarse a la responsabilidad de acotar el significado moral de una acción, una ignorancia voluntaria para eludir el posicionamiento ético y la incomodidad de asumir que acaso se está viviendo una profunda disonancia. La mirada acrítica desconsidera el ejercicio de estratificar valorativamente las acciones que conforman la experiencia humana. Para prosperar en este cometido es de inestimable ayuda un lenguaje aséptico que altera la percepción para instar a las personas a la dejadez crítica. Igual que no hay que hacer nada para que un mal hábito se cronifique en nuestro comportamiento, a la irreflexión le ocurre lo mismo. Basta suspender el ejercicio reflexivo para convertirnos en personas colaboradoras de lo injusto. 

En  el capítulo escrito por Sebastian Dieguez para el ensayo Psicología de la estupidez, se resume muy bien cómo se forja el pensamiento irreflexivo y cómo se parapeta de cualquier inspección crítica: «la estupidez es la pasión tautológica por lo mismo». La única manera de argumentar una estupidez es repitiendo el contenido de la estupidez. La irreflexión sustituye el pensamiento por la creencia y concede un elevado rango epistémico a la subjetividad.  Al irreflexivo le basta con afirmar algo para que le parezca razonable, puesto que lo afirma él. Es un mecanismo cognitivo en el que lo que una persona cree se convierte en verdad simplemente porque lo cree así. Esta es la descripción exacta de la posverdad y no esa otra que lo empareja con la naturaleza del bulo. En la posverdad la opinión personal crea los hechos, y no los hechos la opinión. Sebastian Diegue sintetiza esta subversión epistémica en una fórmula que desafortunadamente empieza a ser frecuente en nuestra manera de relacionarnos irreflexivamente con el mundo: «Si no estoy de acuerdo con algo, es prueba de que es falso, o no me concierne». En La vacuna contra la insensatez José Antonio Marina defiende que «si negamos la posibilidad de argumentar y nos encerramos en nuestras certezas privadas, quien acabará zanjando cualquier problema será la fuerza». 

Pensar es poner precisión en la imprecisión, cuidado en el descuido, atención en la desatención, evidencia en la latencia, claridad en la oscuridad. Nos volvemos reflexivos cuando sometemos nuestros pensamientos al escrutinio de la racionalidad y la evaluación ética y podemos dar razón de su resultado. Amador Fernández-Savater, en el prólogo al libro de Marcuse Eros y civilización, da en la clave: «Solo Eros (y no logos) puede sujetar a Tánatos». Sólo poniendo la bondad, la generosidad, la benevolencia, la humanidad en el centro de la reflexión se pueden trazar proyectos plausibles. Si la racionalidad adviene desprovista de cuidado y responsabilidad por la suerte de los demás, es susceptible de alumbrar escenarios horrendos. El ser humano es el ser capaz de cometer inhumanidades estimadas muy racionales cuando la figura del otro desaparece de las deliberaciones, o si aparece en ellas de un modo despersonalizado, cosificado o restringido peyorativamente a víctima expiatoria. Toda reflexión investida de fines éticos guarda aspiraciones de validez universal. La irreflexión y el entumecimiento imaginativo que trae anexado se contentan con satisfacer la aspiración personal. 

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martes, octubre 15, 2024

Aprender a decir no sé

Obra de Javier Aquilue

Gabriel García Márquez afirmó en una ocasión que lo más crucial que le había ocurrido después de cumplir los cuarenta años fue aprender a decir no. A mí me gusta participarle a mis alumnas y alumnos que uno de los aprendizajes más nucleares que los seres humanos necesitamos incorporar a nuestras prácticas desde una edad temprana es aprender a decir no sé, y no sentir ni vergüenza ni desdoro por ello. Un no sé como aceptación de desconocimiento e ignorancia, pero también como expresión de titubeo, duda, fluctuación epistémica, como posición indeterminada en la que no nos atrevemos a afirmar algo ni tampoco a desestimarlo. Simplemente no lo sabemos o no lo tenemos claro. Manifestar nuestro desconocimiento debería ser la respuesta más recurrente ante la avalancha de temas que nos impactan en el día a día y desbordan el perímetro de nuestro saber. Por no decir no sé una persona puede animarse a proferir irracionalidades que, sumadas a las de otras muchas personas análogas, albergan la capacidad de convertir el espacio compartido en un espacio discursivamente insalubre. En los centros educativos es una divisa incuestionable que las personas tenemos que aprender a hablar, pero creo que habría que dedicar similar tiempo lectivo a aprender a callar cuando nuestra voz ensucia el espacio común de la palabra. El célebre «solo sé que nada sé» socrático debería devenir automatismo que nos protegiera de nuestra procacidad cuando nos aventuramos a hablar de aquello de lo que sin embargo solo disponemos de aproximaciones ambiguas y volátiles. Para aprender es condición insoslayable saber que no se sabe, y admitirlo, al menos en nuestro fuero interno. Quien está seguro de poseer conocimiento no necesita buscarlo, no le acucia el deseo de dialogar con la opinión divergente, de escuchar a la otredad, de confrontarse con la variedad de lo múltiple que le permita aprovisionarse de perspectivas hasta ese instante impensadas. «Sólo quien ama la verdad puede buscarla de continuo. Esta es la razón por la cual la duda no es enemiga de la verdad, sino un estímulo constante para buscarla». No es una ocurrencia propia. Lo asevera Nuccio Ordine en las páginas del hermosísimo La utilidad de lo inútil. 

En sus exploraciones sobre economía del comportamiento, Daniel Kahneman documentó una desconcertante limitación de nuestra mente: «Nuestra excesiva confianza en lo que creemos saber y nuestra aparente incapacidad para reconocer las dimensiones de nuestra ignorancia y la incertidumbre del mundo en que vivimos». Dicho de otra manera. Propendemos a sobrestimar lo que entendemos del mundo y a minusvalorar escandalosamente el papel del azar en el devenir de los acontecimientos. De este modo no atendemos a lo imprecisas que son muchas de nuestras opiniones.  A nuestro cerebro no le importa en absoluto la veracidad de lo que afirmamos, tan solo anhela pacer tranquilamente en un mullido campo de certezas. Este es uno de los motivos por el que nos abrazamos tan entusiasmadamente a prejuicios y estereotipos. El cerebro se siente cómodo y despliega estabilidad creyendo que sabe de aquello de lo que apenas tiene idea (que es una definición bastante fidedigna de qué es un prejuicio). Unos años más tarde de recibir el Nobel por estas investigaciones, Kahneman publicó el trabajo Ruido, junto a Olivier Sibony y Cass Sunstein, en el que defendía que, además de la ignorancia, un vector central en nuestras opiniones y decisiones era el ruido, la tamaña variabilidad a la que se enfrenta el juicio a la hora de adoptar una decisión. El Premio Nobel volvía a incidir en la ignorancia sobre la que se edifican nuestras certezas. «Paradójicamente, es más fácil construir una historia coherente cuando nuestro conocimiento es escaso, cuando las piezas del rompecabezas no pasan de unas pocas. Nuestra consoladora convicción de que el mundo tiene sentido descansa sobre un fundamento seguro: nuestra capacidad casi ilimitada para ignorar nuestra ignorancia»

En muchas más ocasiones de las que estaríamos dispuestos a admitir, nuestras afirmaciones se instituyen por preferencias emocionales e intuiciones prematuras que con el tiempo se cronifican y se invisten de una certidumbre que más tarde desestima con altanería cualquier evaluación crítica. La ausencia de escrutinio las perpetúa aún más y podemos llegar a estar persuadidos de certezas categóricamente disparatadas. La celeridad y la verborrea de un mundo saturado de agotadores estímulos se alía para que tendamos a reunir muy pocas observaciones y, provistos de juicios frugales y súbitos plagados de falibilidad, nos atrincheremos numantinamente en posturas como si detrás de ellas hubiese un poderoso respaldo epistémico. Rara vez reparamos que nuestros juicios y nuestros posicionamientos están claramente atravesados del sesgo de atribuir una excesiva confianza a nuestro propio criterio. Nos creemos preparados para emitir juicios sobre cualquier asunto que sintamos nos interpela. En las primeras páginas de su Discurso del Método Descartes compartía algo que le despertaba estupefacción, y que cuatro siglos después se mantiene vigente. El autor de la duda cartesiana escribió que nadie cree poseer un grado suficiente de belleza, pero todas las personas sí creen poseerlo cuando se refieren a su inteligencia. Esta falsa sensación de seguridad cognitiva favorece la paradoja de que el individuo contemporáneo sea muy desconfiado para unas cosas y a la par muy crédulo para otras. Los bulos, la posverdad, las mentiras, las medias verdades, la reproducción de fake news, los tópicos, los sofismas, la destrucción del lenguaje, la tergiversación de datos contrastados, las ideas conspirativas, el negacionismo de toda índole, los prejuicios, la aporofobia, la xenofobia, la homofobia, la emocracia, la arbitrariedad, el autoritarismo discursivo, los sentimientos de animadversión y miedo, etc., prenden con facilidad en las personas que subliman su conocimiento o muestran dogmática reticencia a aceptar la magnitud de su ignorancia. Frente al sabelotodo que dice ya lo sé, frente al indiferente que dice no me interesa, frente al soberbio que afirma ya lo sabía, el que ama el conocimiento dice no lo sé. Tres palabras que pronunciadas con más asiduidad embellecerían el mundo.   


 

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martes, mayo 21, 2024

La figura del chivo expiatorio

Obra de Williams LaChace

Propendemos a buscar culpables a los que atribuir la autoría de aquellas situaciones en las que salimos malparados. Es una tarea de una extrema sencillez, porque cuando nos sentimos víctimas se nos exacerba la capacidad inspectora de detectar victimarios por todas partes. Al cargar a otra persona con nuestra culpa o con el resultado desfavorecedor de nuestras acciones, quedamos eximidos de la onerosa tarea de asumir la parte alícuota de nuestra responsabilidad en el proceso. Para racionalizar algo así fabulamos una narrativa en la que el torcimiento de nuestras expectativas se debe a otro u otros, y minimizamos o directamente suprimimos la autocrítica a nuestra persona. Hay sentimientos que al tomar la gobernabilidad de nuestro entramado afectivo favorecen estos ejercicios ficcionales. El odio pulsa un mecanismo fabulador en el que damos forma al objeto odiado conforme a las culpas que queremos borrar de nuestra persona. La imaginación es una facultad nuclear para que odiar dispense consuelo y bálsamo, bondades que el chivo expiatorio satisface plenamente. A veces no es necesario odiar, sino instalarse en un par de gradiantes más abajo. Basta un inopinado estallido de cólera para que nuestra proyección imaginativa elija como chivo expiatorio a la misma persona que paradójicamente recibirá nuestro cariño cuando el enojo amaine y termine diluyéndose.

El sintagma chivo expiatorio está extraído del libro del Pentateuco. En sus páginas se narra que un sumo sacerdote al poner las manos sobre la cabeza de un macho cabrío transfería los pecados del pueblo a este animal, que luego era condenado a su fatídica suerte abandonándolo en mitad del desierto. La filósofa estadounidense Martha Nussbaum esclarece en La monarquía del miedo que «cuando las personas se sienten muy inseguras, arremeten contra los vulnerables y los culpan de sus problemas convirtiéndolos en chivos expiatorios». Es el mismo argumento que aduje al principio. Cuando una persona se siente víctima, y es fácil sentirse así si la animadversión y la susceptibilidad colonizan los afectos, afila su mirada para distinguir victimarios por doquier. El chivo expiatorio nos devuelve una imagen favorable de nosotros mismos, puesto que la desfavorable que tanto nos desasosiega es culpa suya. Como se le achaca el origen del problema, el chivo expiatorio logra que ese problema se desplace lejos de su genuino origen, y se confunda el síntoma con la causa. La insensatez de este dinamismo deletéreo no es que busquemos chivos expiatorios que nos descarguen de juicios muy críticos sobre nuestra persona, es que al instituir esta figura en el imaginario social también puede ser nuestra persona quien acabe encarnándola.

Cuando se analiza el odio es fácil teorizar que odiar es odiarse. Escribe Nussbaum que «el odio a uno mismo se proyecta con demasiada frecuencia hacia fuera, hacia "otros" particularmente vulnerables; de ahí que las actitudes de la persona hacia sí misma sean un elemento clave de toda buena psicología pública». Dicho desde la dimensión política. El malestar democrático nacido del desdén político mostrado a las capas más desfavorecidas en favor de cada vez mayores prerrogativas a las élites económicas en los momentos más lacinantes de la crisis financiera, es un factor situacional idóneo para incentivar el odio e instrumentalizarlo partidistamente. Para un estratega de la gestión de la comunicación política es muy sencillo elaborar eslóganes con los que captar adeptos acérrimos simplemente eligiendo un par de chivos expiatorios. Desplazamos nuestro rensentimiento a un grupo vulnerable sin capacidad ni política ni social para desarticular la narrativa en la que lo inculpamos de nuestros males. El chivo expiatorio es pura analgesia para el dolor infligido por la frustración y la impotencia.

La filósofa alemana Carolin Emcke se pregunta en su ensayo Contra el odio «si este odio envuelto en «preocupación» puede estar funcionando como sustitutivo (o válvula de escape) para canalizar experiencias colectivas de privación de derechos, marginación y falta de representación política». La respuesta es sencilla observando paisajísticamente la irrupción de liderazgos basados en la completa anulación del otro diferente. Gracias al chivo expiatorio el odio se redirige contra otras personas ridículamente estereotipadas, y no contra las medidas políticas y económicas que permiten el curso regular de las injusticias que despiertan ese odio. A todas las personas nos compete impedir que quienes odian puedan fabricarse un objeto a medida sobre el que expiarse a cambio de reclamar punición severa para él. Para este cometido son herramientas potentes los contextos dignos donde la vida no se reduzca a malvivir (mitigación de la pobreza y sus correlatos la ignorancia y el dogmatismo), el encuentro con personas con biografía y puntos de vista dispares (cultivo de la compasión, la diversidad y la policromía de valores), y la participación del juicio crítico y la argumentación bien fundada (configuración de una deontología discursiva y del diálogo práctico como principio de convivencia). El refranero nos recuerda que errar es de humanos, pero en un momento epocal de posverdad, populismos y descontento democrático, echarle la culpa a los demás es de sabios. Es un deber público recuperar intacto el refrán original. 


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martes, febrero 28, 2023

Debatir crea fans, no ciudadanos críticos

Obra de David Kassan

Con mucha frecuencia solemos confundir debatir con dialogar. Debatir proviene de battuere, golpear, y es el ejercicio en el que los argumentos de una persona golpean los de otra con el propósito de romperlos.  Los debates políticos ejemplifican con pedagógica elocuencia la idiosincrasia de este instrumento de la discusión pública. Un interlocutor intenta hacer astillas los argumentos de su adversario dialéctico, pero el genuino fin no es solo lastimar los argumentos, sino lograr la adhesión de la audiencia que contempla los golpes. Para coronar este propósito se esgrimen estratagemas retóricas muy eficaces, pero que simultáneamente dañan discursivamente la cultura democrática. Convierten la deliberación con la que nos hacemos humanos en una sucesión de eslóganes con los que anular la voz de sus interlocutores, que mimetizan el maltrato argumentativo en una escalada de oposición cada vez más antagónica y extrema. Debatir es fantástico para crear fans, pero fomenta una peligrosa regresión civilizatoria. Cada vez que se televisa un debate electoral me entristece comprobar que nuestros representantes electos no emplean ni un segundo en dialogar. Por ahora parece insoluble que los partidos que compiten por el voto puedan cooperar en aras de encontrar juntos ideas que mejoren la vida de la ciudadanía. Llevan tan incardinada la competición que en muchas ocasiones prefieren perjudicar lo común antes de admitir que los de la bancada contraria han alumbrado una idea plausible.

Los debates son estructuras que propenden inercialmente a la polarización. Polarizar las ideas es un tropismo partidista, pero también lo es de la propia morfología del debate. Hace poco leí al neurocientífico Mariano Sigman, autor de El poder de las palabras, que «la polarización es fruto de las malas conversaciones». Creo que esta afirmación peca de un optimismo desmesurado. La polarización es fruto de unas conversaciones cuya última finalidad es incrementar el club de fans en que se han convertido los partidos políticos (y que capilar y miméticamente ha permeado también en las conversaciones públicas de la ciudadanía, sobre todo cuando se amparan en un anonimato que guarece la reputación).  La polarización no solo se produce en conversaciones que no merecen llamarse así. A veces brotan en monólogos que sorprendentemente gozan de la atención de los medios. Un representante electo profiere una barbaridad, pergeñada concienzudamente por su equipo de gestión de la comunicación, sabiendo que su voz tendrá cobertura mediática y que a ella se adherirán nuevos fans. Es muy probable que la barbaridad haga aumentar el tamaño del club de fans, pero estará provocando una peligrosa recesión democrática. Cada vez que defendemos un argumento tenemos el deber deliberativo de explicarlo educadamente. Hay mucha violencia verbal cuando en un enunciado no concursa ni un solo elemento de buena praxis discursiva, ni sentimientos de confraternización, ni sensibilidad ética, ni tolerancia por la pluralización de voces que no tienen por qué alistarse a la nuestra, ni un ápice de una cooperación devastada por la simpleza del pensamiento dicotómico. Viendo a diario estas tristes evidencias, suelo compartir con mi compañera un lamento recurrente. «Así es muy difícil que lo político tenga solución en la política».

Es relativamente sencillo encontrar adeptos en un ecosistema democrático en el que quienes votan lo hacen a la contra. No votan a un partido concreto, sino que su elección está confeccionada para que no salga el partido por el que emocionalmente sienten aversión. Basta con descalificar a ese otro, o echar a rodar mecanismos tan primarios como inventar enemigos y ondear banderas, o urdir un par de falacias y esgrimir un par de sofismas que extremen artificialmente las posiciones, para lograr la adherencia y el ansiado voto por oposición. Los seres humanos nos ufanamos de ser racionales, pero en muchas de nuestras decisiones hay mucha deficiencia epistémica y racional. Si no fuera así, la posverdad (que el sentimiento esté por encima de los hechos, incluso cuando se demuestra la falsedad de los hechos que elicitaron ese sentimiento) no se hubiera extendido epidemiológicamente por las democracias. La primera regla básica de la conflictología anuncia la imperativa necesidad de separar el problema de la persona con quien se tiene el problema. Si se desea producir polarización, es suficiente con contravenir esta prescripción elemental. No separe jamás al problema de la persona y, si es posible, cíñase solo a la persona, o convierta a la persona en el problema. Schopenhauer lo explicó muy bien en su maquiavélico tratado El arte de tener razón. Cuando los sentimiento buenos protagonizan las interacciones, se dialoga, se crea una empresa cooperadora de soluciones bondadosas, se desea que todas las personas queden contentas y mantengan la cordialidad con los acuerdos que se alcancen. Se piensa en la convivencia. Justo todo lo contrario de lo que ocurre cuando se salta al cuadrilátero a debatir.

 

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