Pintura de Hossein Zare |
El microrrelato más célebre de la
historia lo firmó Augusto Monterroso en 1959.
Es el más popular con mucha diferencia sobre los demás y probablemente
el más lacónico. Suma siete palabras. Dice así: «Cuando despertó, el dinosaurio
todavía estaba allí». Es tal la ambigüedad semántica y la riqueza hermenéutica de
su contenido que desde que se publicó se ha convertido en inagotable divertimento
de exégetas. Gracias a su inmenso poder metafórico se han hecho muchos juegos
con él. Recuerdo uno que consistía en sustituir el dinosaurio del hiperbreve
texto por cualquier otro animal, ente o cosa. Yo no participé, pero sí elucubré
opciones, me reté a mí mismo a ver qué palabra canjearía por la de dinosaurio. Hoy
comparto aquí mi ocurrencia de entonces: «Cuando despertó, la realidad todavía
estaba allí». La explicación de este minitexto es muy sencilla. Aunque te vayas
al lugar más recóndito del mundo, tu realidad llegará contigo al mismo tiempo
que tú. Aunque cierres los ojos para no verla, aunque momentáneamente la suplantes con algún ardid artificial, aunque utilices algún truco para ganar tiempo, la paciente realidad estará esperándote. Es la idea capital del título de este artículo, que puede resultar una perogrullada, pero es que muchas veces adoptamos decisiones en las que es evidente que se nos olvida que la realidad está en todas partes. La realidad de mi microrrelato alude sin citarlo al entramado sentimental, al balance de
esa pugna que mantienen nuestros deseos e intereses con los deseos e intereses de
los demás para instalarse en algún hueco del mundo. Recuerdo leerle a Benjamín Prado en una
de sus novelas que el deseo es justo lo contrario a la realidad. En sus
recomendables Barbarismos, Andrés Neuman
define la realidad como una hipótesis convincente y el realismo como la
exactitud de la imaginación. Canónicamente podemos definir la realidad como el conjunto que
agrupa todo lo que es real.
Hace unos años me atreví a
escribir que la realidad es la cuota de adversidad con la que se topan nuestras
expectativas en el trayecto que va desde su incubación hasta su posible consecución.
Si la cuota es alta, hablamos de realidad áspera o antipática, si la cuota es
baja, hablamos de realidad amable. Sea ingrata u hospitalaria, díscola o
servicial, adusta o sonriente, la realidad es un cacharro que está en todas
partes con el que la mayoría de las veces no sabemos qué hacer. Vivir consiste
en ir adivinando posibles usos. En uno de sus libros (creo que era Cómo acabar de una vez por todas con la cultura) mi admirado Woody Allen
escribió un aforismo tan desternillante como irrefutable, que ahora cito de memoria y que quizá no sea
del todo literal: «La realidad puede ser una mierda, pero es el único sitio en
el que puedes disfrutar de un buen filete». Sin adentrarme en demasiados laberintos
conceptuales, hoy traduzco
filosóficamente esta jocosa frase como que la realidad es la
posibilidad en la que se pueden hacer posibles todas nuestras posibilidades, o
no. Esta es la explicación por la que el deseo emerge como la fuerza borboteante
de una ausencia que solicita vehementemente hacerse presencia, léase, que quiere
acceder a la realidad. En el libro La educación es cosa de todos, incluido tú (Editorial Supérate, 2014), le
dediqué a la realidad un epígrafe cuyo título es inequívoco: «La realidad es la
persona más impertinente con la que se van a topar nuestros deseos». Precisamente los sentimientos son la contestación que nos
damos a nosotros mismos cuando nos preguntamos qué tal nos van las cosas con la
realidad. Podemos intentar eludirla, sortearla, evitarla, ningunearla, engañarla, manipularla, embaucarla, sustituirla. Da igual. La
realidad seguirá estando allí. Como el dinosaurio del microrrelato.
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