Pareja, de Picasso |
Defino como barbaridad toda expresión exageradamente hiriente y
reprobatoria que rara vez se emplearía lejos de escenarios de exaltación
e irascibilidad. Cuando uno suelta una barbaridad
en medio de un acalorado desencuentro suele excusarse tiempo después esgrimiendo
que «lo dije sin pensar». Quizá las cosas no sean estrictamente así. Cuando uno
dice una barbaridad sin pensar es porque acaso ya la había pensado antes. La
prudencia aconseja pensar lo que uno va a decir en cualquier momento y en
cualquier situación, pero sobre todo invita a interrogarse por qué uno piensa
lo que ha pensado alguna vez pero sólo lo dice cuando se dicen las cosas sin
pensar. Perdón por esta ensortijada maraña de palabras. Cuando uno apunta con una afirmación como si fuera una escopeta de dos
cañones, puede suceder que en ese instante uno no piense lo que dice, pero sí su
cerebro, probablemente porque con anterioridad ya había pensado ese contenido y ahora lo
único que hace es traerlo a colación. Soltamos ocurrentes barbaridades para vituperar al otro, apalearlo con esas palabras que anhelan ver la
autoestima ensangrentada. No se trata de argumentar, no se trata de conciliar
impresiones, no se trata de encontrar puntos en común para adoptar algún acuerdo. Se trata de dañar, deforestar la dignidad, esquilmar cualquier
vestigio de afecto, diezmar el buen concepto que el otro tenga de sí mismo. Para una tarea así nos damos una vuelta por el desván en el que guardamos aquellas cosas que alguna vez hemos rumiado, incluso avergonzándonos por ello, pero que educadamente no confesamos. No al menos con la aspereza que solicitamos a nuestro lenguaje cuando nuestra boca se apropia de las virtudes de un estropajo de níquel.
Ninguna palabra duele más que la palabra hiriente que se yergue
en la garganta de una persona querida y que se dirige furibunda hacia nuestros
tímpanos. Como los seres humanos tendemos a replicar la conducta que mantienen con
nosotros, y hemos sido educados en el discurso de que no hay mejor defensa que
un buen ataque, contrarrestamos los desgarradores improperios que recibimos
soltando otros de lenguaje y calibre similares. Empieza un combate verbal para ver quién queda por encima de quien mientras los participantes van cayendo cada vez más bajo. Cada palabra se clava en los
oídos como un afilado punzón, así que la réplica exige multiplicar la fuerza de las siguientes
palabras para que penetren más dentro e inflijan más daño. A toda velocidad uno
rebusca por todos lados en la lista de agravios y en la lista de confesiones
privadas que ahora arroja a la cara del otro con el fin de hacerle tanto daño que le van a tener que llevar a urgencias (y uno sonríe maliciosamente sólo de imaginarlo). Se alimenta así una peligrosísima cadena esquismogenética, un ejemplo palmario de escalada de hostilidad. Yo defiendo que en muchas
ocasiones empleamos términos lacerantes, aliñados con tacos y palabrotas, porque sabemos que luego nos van a
perdonar, que la relación perdurará a pesar de ese exceso de franqueza que
desemboca en descripciones que pueden partirle a uno por la mitad. Oscar Wilde explicó
esta curiosa manera de proceder en un aforismo imbatible: «a quien más se
quiere es a quien más se hiere». Igual que se da la paradoja de que lo que más
nos separa de ciertas personas es la experiencia de haber estado juntas, lo que
más nos incita a soltar exabruptos es saber que a pesar de habernos vilipendiado seguiremos estando juntos. Es en las
relaciones más frágiles cuando nos pensamos milimétricamente qué es lo que
vamos a decir en el momento en que erupciona nuestro enfado. Sabemos bien que un desliz verbal puede
suponer el certificado de defunción de la relación. Versionando el anterior
aforismo de Oscar Wilde: «a quien menos se quiere es con quien más cuidado se
tiene». El mundo al revés.
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