lunes, julio 27, 2015

Vemos lo que pensamos


Pintura de Alex Katz
Una de las reglas de oro en la resolución de un conflicto consiste en evitar juzgar de antemano. Es una prescripción muy útil, pero muy difícil de llevar a cabo, porque todos nos dejamos conducir por impresiones rápidas y por la tendencia a padecer acto seguido la afección del sesgo de confirmación. Como repiten los neurólogos, a nuestro cerebro no le interesa conocer la verdad, sino garantizarse la supervivencia, y para sobrevivir necesita establecer predicciones, saber a qué atenerse, avizorar el futuro desde el presente utilizando conocimiento del pasado a través de la memoria. A nuestro cerebro le encanta comprobar que las piezas predichas encajan, efectúa inferencias para combatir la incertidumbre, opera con argumentos que le ayuden a contrarrestar la ocurrencia de disonancias. Nuestro cerebro confecciona una historia para que los acontecimientos presenten un hilo conductor con la menor cantidad de lagunas posibles, y lo hace eligiendo atajos simplificadores del pensamiento. Para edificar esta narración necesita combinar ideas, creencias e información que sin embargo en muchas ocasiones no puede demostrar. Inventa, ficciona, sustituye, interpreta, supone, calcula, intuye, sospecha. Aquí es donde se activa el sesgo de confirmación, la curiosa tendencia de nuestro cerebro a confirmar sus ideas iniciales aunque sean espurias.

De repente, y sin ser muy conscientes de ello, se produce una contorsión intelectual de una elasticidad descomunal: vemos lo que pensamos. La realidad se convierte en materia evaluable que verifica nuestros juicios. Anclamos nuestra atención en aquella información que corrobora nuestros pensamientos y se torna invisible aquella otra que pudiera objetarlos, o que nos obligue a repasar racionalmente la elaboración de nuestros juicios. La diferencia entre lo que uno piensa antes y lo que piensa después es ninguna porque la información reclutada es aquella que rehúsa que pensemos. Sólo nos apropiamos de aquella que da crédito a nuestras elecciones previas. Evitamos así la discordancia, un estado con el que nuestro cerebro mantiene una cultivada enemistad. De este modo damos primacía a nuestras creencias y ninguneamos todo lo que pudiera refutarlas. Hace unos años yo bauticé este sesgo con el más poético nombre de Efecto Richelieu. El famoso cardenal francés entregó a la posteridad una frase rotunda que compendia todo lo expuesto aquí: «Dadme seis líneas escritas por el hombre más honrado del mundo y encontraré en ellas motivos más que suficientes para hacerlo ahorcar». Dicho de otro modo. Nuestro protagonista seleccionará la información y la interpretará de tal forma que le permita enviar a la horca al autor de la misiva, que es exactamente lo que tenía decidido mucho antes de leer su carta. Hete aquí el rudimentario mecanismo de los prejuicios.



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