Vivir y convivir son las dos grandes tareas
humanas. Se necesitan recíprocamente. Es inconcebible la vida humana fuera de
la comunidad (que sería vida, pero no humana), y es una aporía conceptual la
convivencia ausente de seres humanos que le den forma y significación. La
articulación crítica de ambas dimensiones, de vivir y convivir, se llama política. El yo que somos cualquiera de nosotros en cualquier
situación no puede expatriarse de los dominios de la comunidad. Vivir es un
verbo que se cita obsesivamente en las epistemologías individualistas, pero
adolece de falta de sentido si no se presupone el de convivir, donde ya aparece
la figura de la otredad y los afectos que suscita el vínculo interindividual, el uso de los espacios,
la asignación de los recursos, la utilización de los bienes comunes, la
redistribución de la riqueza, el concierto de las disparidades, los métodos para
gestionar los conflictos inherentes a los intereses incompatibles, las complejas
interdependencias que posibilitan la independencia, la constatación
aparentemente paradójica de que sin pertenencia a la comunidad y a las redes de
reciprocidad que se generan en ella no podemos aspirar a la autonomización ni
por tanto a planes de vida. La orquestación de este activismo relacional a
través del ejercicio de la deliberación, la negociación y la toma de decisiones se llama
politeia, teoría de la polis (ciudad), es decir, política.
Para tamaño desempeño no queda
más remedio que reflexionar en torno a qué nos gustaría hacer con el tiempo
limitado en el que se configura la tarea de existir y que traté de esquematizar en el artículo de la semana pasada (ver). La pregunta del
vivir es la pregunta por la felicidad, pero en nuestra condición de existencias
al unísono la pregunta del convivir es la pregunta por la justicia, léase, por las condiciones del marco común para que pueda emanar la felicidad privada. Este ejercicio filosófico y creativo insta a preguntarle al ciudadano que somos qué forma de comunidad permitiría el mejor florecimiento posible de las personas, qué
idea de justicia mantiene incólume la ficción ética de la dignidad humana y los
derechos y deberes que trae adjuntos, qué sentimientos sería bueno que
prevalecieran en las interacciones de la ciudadanía, qué tácticas se pueden desplegar para
firmar la autoría de una vida buena y facilitar una vida análoga al otro con el
que irreversiblemente me relaciono y cuyo equilibrio necesito para mantener el
mío.
Justo hace unas semanas escuché una noticia en
mitad de un informativo en el que una mujer contravenía todo lo que acabo de
escribir aquí. La traigo a colación porque su argumentación estaba plagada de
lugares comunes que tendemos a repetir acríticamente. Esta mujer se quejaba de
que la administración no le atendía una necesidad que repercutía en el
restaurante que regentaba, cuya resolución sin embargo ya estaba acordada
desde hacía tiempo. No comprendía por qué se demoraba lo pactado, más aún
cuando ella era políticamente imparcial. Su explicación de la imparcialidad es
digna de ser reseñada porque transparenta nuestro extravío ciudadano: «En este restaurante se viene a comer, a beber, a hablar y a estar con
los demás. Es un espacio apolítico». Sin saberlo, esta mujer acabada de citar
las dos acciones políticas más nucleares a las que podemos aspirar como seres
humanos: estar con los demás y hablar con ellos. Para rematar su intervención,
nuestra protagonista concluyó con un enunciado tan lapidario como
axiomáticamente usual en la demostración orgullosa de la desidentificación
política y la dejadez democrática: «Yo no quiero saber nada de política. La
política es para quien come de ella».
Nada más escuchar esta afirmación me acordé de
Aristóteles. El estagirita veía claramente que «el ser humano es un animal
político por naturaleza». Aducía que vivimos en comunidades políticas porque en
ellas podemos cubrir mucho más fácilmente nuestras necesidades, emponderar
nuestras capacidades, establecer lazos de amistad para que brote la alegría, la savia que exulta de vida la vida. De ahí que postulara
taxativamente que «el ser humano es un animal político por naturaleza, y quien
crea no serlo, o es un dios o es un idiota». Los griegos llamaban idiotés a
los ciudadanos que no querían participar en política. Les costaba intelegir que
un ciudadano desatendiera voluntariamente la deliberación y la construcción o
impugnación de decisiones que afectaban nuclearmente al devenir de su vida en
tanto que estaba ínsita en el proyecto común de la polis. Veinticuatro siglos
después nadie descalifica a los que muestran desafección por la res pública llamándolos idiotas, según la acepción griega. Se autodenominan
apolíticos. Cuando yo me encuentro con alguien que autoproclama su apoliticismo le
suelo consultar si le interesa o no su vida. Si me responde que sí, le
digo que no es el apolítico que dice ser. Si me contesta que no, le vuelvo a preguntar si no le preocupa la vida de sus amigos, de sus vecinos, de sus conciudadanos. Si vuelve a indicar que no, zanjo la
conversación.
La política es la reflexión sobre los mínimos
comunes y los máximos divisores de nuestra irrecusable condición ciudadana. Los días son
muy largos, pero la vida es muy corta, y lo que hagamos en ellos y en ella
estará muy condicionado por esta reflexión solidificada en estructuras en las
que se inserta nuestra existencia. Demasiada dependencia como
para eximirnos de dar nuestra opinión sobre qué consideramos una vida buena y qué condiciones y valores axiológicos creemos preferibles para llevarla a cabo. El propio Aristóteles señaló que el ser
humano es el animal que habla con otros animales que también hablan, y esta
facultad persigue ante todo la posibilidad de sopesar qué es lo justo y lo
injusto. La agrupación humana en ciudades no nació para vivir, sino para vivir bien,
lo que a su vez exige edificación de sueños comunes, inventiva política, estiramiento imaginativo de las posibilidades, fabulación ética, discusión, confrontación de argumentos, polinización de
ideas, bondad dialógica o diálogo práctico (que es el que yo vindico en mi último ensayo) en torno a qué es vivir bien y cómo puede llegar
hasta allí la sociedad civil. Estamos en el núcleo de la acción política que sin embargo los
representantes electos sortean con cuestiones periféricas, reactivas y subordinadas a una instantaneidad que les aporte réditos en la sempiterna
competición por el voto. En las páginas de Política para perplejos,
Daniel Innerarity expresa esta paulatina declinación de funciones: «La
capacidad configuradora de la política retrocede de manera preocupante en
relación con sus propias aspiraciones y con la función pública que se le
asigna. (...) La renuncia al proyecto de configuración política de la sociedad
-que ha tenido su expresión ideológica en el presupuesto neoliberal de una
autorregulación de los mercados- supondría una dejación de responsabilidad y no
se corresponde en absoluto con los valores de una sociedad bien
ordenada».
Ese pensar la vida en común para alcanzar una
vida buena o un vivir bien se despolitizó incrementalmente y se delegó en la ciencia económica de sesgo neoliberal. La maximización del beneficio privado
colisionando con la que persiguen los demás agentes económicos es el principio rector de la vida
en común, una racionalidad instrumental basada en el autointerés, la atomización, la competición y la explotación, y exenta de los móviles de la vida
humana compartida y de lo que consideramos que debería portar una persona para no acusarla de no tener corazón: los afectos, los cuidados, la protección, el reconocimiento mutuo, los sentimientos de apertura al otro, la valoración ética, la equidad, la cooperación, la propia autorreflexividad compartida sobre qué vida queremos y cómo queremos vivirla. Se trata de una política económica escindida de todas las valoraciones salvo la del fin lucrativo, un valor frente al cual prácticamente ningún otro valor entra en competencia. Innenarity lamenta que los políticos hayan devenido en meros administradores y recuerda que
«los indicadores económicos no hacen innecesaria la discusión acerca de qué
consideramos una buena sociedad». Resulta muy llamativo que las ciencias
progresen a una celeridad vertiginosa, pero la política viva recluida en una estanqueidad que parece congénita. Norbert Bilbeny también rotula esta descompensación al inicio de La revolución en la ética: «la aceleración de las cosas corre más veloz en la pista del conocimiento del mundo que en la de su gobierno». En el ensayo Inventar
el futuro, los profesores de sociología Nick Srnicek y Alex Williams acuñan
un término maravilloso que yo ya he utilizado en algún artículo: política folk. La política
folk sería el ecosistema en el que no se investiga en torno a
cómo organizar la convivencia de un modo más justo, ni se ofrece
espacio a la imaginación para escudriñar modos más plausibles de
ennoblecer la aventura humana, ni se mueve la atención para apenas nada que no
sea la partidización comunicativa y frustrar sañudamente cualquier propuesta proveniente de las siglas rivales para lograr adhesiones traducidas en músculo electoral. Ojalá el folclore político cada vez nos interese menos y la política cada vez nos interese más.
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