Obra de Nigel Cox |
El dictado neoliberal
produce soledad al desapropiarnos de enormes cantidades de nuestro tiempo en
favor de los indiscutidos tiempos de producción. Cada vez entregamos más porcentajes del tiempo del que está constituida nuestra vida a ese tiempo productivo. El mercado laboral nos canibaliza más horas al día y más años de la biografía, pero también hemos hipertrofiado el tiempo y la financiación dedicados a la cualificación que nos permita competir por el acceso a ese mercado laboral que si se alcanza aplicará una pantagruélica fagocitosis a nuestro tiempo. Parece que la inteligencia humana es incapaz de orquestar la vida productiva de tal modo que una persona pueda disponer simultáneamente de tiempo, recursos y tranquilidad. Si uno de estos vectores se da, es porque los otros dos flaquean, así en todas las combinaciones posibles. Sospecho que esta incapacidad se debe a que hemos extirpado de nuestras deliberaciones políticas qué debería ser una vida que consideremos digna de ser vivida.
El modelo de vida implantado bajo la égida de la rentabilidad monetaria
deshilacha a toda velocidad los lazos afectivos y perpetúa poco a poco una
soledad tanto en su viraje sentimental como social. Es fácil detectarlo. La disponibilidad, la flexibilidad, la
movilidad y la precariedad son exigencias lesivas e incluso me atrevería a decir que deletéreas
para entretejer afectos y comunidad. La obstinada estigmatización de la zona de confort por parte de los gurús de la autoayuda delata cómo la lógica capitalista requiere individuos sin raíces, individuos descomprometidos y líquidos sin más plan de vida que autorrealizarse a través de las propuestas del mercado. Richard Sennet teoriza que este miedo a la estabilidad ha sido inoculado
por un capitalismo que precisa recursos humanos volátiles y
desarraigados para satisfacer las siempre voraces exigencias lucrativas
de las corporaciones. Nuestra zona de confort sería una zona de disidencia al capital. De ahí su estigma. Pero esta lógica no solo se ha apropiado de nuestros tiempos, también de nuestros espacios. La otrora acogedora casa, esa hogareña trinchera donde nos protegíamos de la beligerancia exterior, es ahora asimismo otro lugar para el tiempo productivo, del que nunca desconectamos porque tanto la digitalización como todo un séquito de dispositivos hacen que la desconexión no solo sea imposible, sino que esté desaprobada e incluso tácitamente proscrita. Una persona puede estar días enteros incrustado en tiempos de producción sin abandonar tan siquiera su habitación. Me viene ahora a la memoria el ensayo Un cuarto propio conectado, (ciber) espacio y (auto) gestión del yo de Remedios Zafra.
Los afectos comunitarios requieren presencia
física en los entornos y compartir cariñosamente los ires y venires con los que se nutre la vida, y ese estar presencial ha quedado por completo al
albur de los tiempos de producción. Al perder
soberanía sobre nuestro tiempo, nuestro espacio y nuestras decisiones, perdemos soberanía
sobre los tiempos, los espacios y las decisiones destinados a relacionarnos afectuosamente con
el otro. En el artículo de la semana pasada, Individualismo no es
autosuficiencia (ver), citaba al filósofo norcoreano radicado en Alemania Byung-Chul Han. En La expulsión de lo
distinto postula que los tiempos del otro no son tiempos productivos, por
eso el otro ha sido arrumbado de lo que consideramos relevante en nuestro yo. Como la vida humana es humana porque se
entreteje con otras vidas que dan vida a nuestra vida, y viceversa, un yo sin otros
yoes con los que intercambiar afectos y situaciones ajenas a las prácticas dinerarias sería un yo que acabaría mineralizado por
la soledad. Es obvio que aquí me refiero a la soledad en su vertiente negativa. Como muy bien explica Marie France Hirigoyen en Las
nuevas soledades, «nos encontramos ante una paradoja: un mismo término
remite al mismo tiempo al sufrimiento y a la aspiración de paz y libertad». Aquí hablo de la soledad no deseada, esa soledad que desobedeciéndonos rapiña en nuestras entrañas.
Este asunto no es fútil en un momento en que la soledad depreda la
vida de mucha gente, y no solo la de gente de edad provecta. Hace poco leía en El Diario.es un artículo firmado por Daniel Noriega en el que se explicaba
cómo la globalización, la tecnología, el individualismo, el despotismo laboral, la demonización de la estabilidad, destruyen sin prisa pero sin pausa los círculos íntimos y las redes de apoyo. «Antes nacías en
una ciudad y lo normal era que vivieras en el barrio de tus padres o en el de
al lado. Ahora puedes tener un hijo en Zaragoza, que estudie la carrera en
Madrid, el máster en Londres y se vaya a trabajar a Alemania o a la India. El
día que te haces mayor, estás solo, porque aunque te quiera mucho, no te vas a
ir a vivir con él a la India». A mí me sobrecoge escuchar los relatos de
trabajadoras sociales en los que testimonian que hay personas mayores que solo desean
que alguien les coja la mano para sentir de nuevo el contacto humano y que les
presten unos minutos de atención para que sus palabras en vez de revolotear
silenciosas por su cerebro salgan de sus labios y acaben depositadas en los tímpanos
de otro ser humano. Son personas acuchilladas por una soledad que hay que releer como destino de una manera de organizar la vida. En 2018 se creó en Reino Unido la
primera secretaría de Estado contra la soledad. Estoy persuadido de que en unos
lustros serán muchos los países que repliquen esta medida.
La misma lógica que
provoca la soledad la convierte en mercancía. De ahí el ingente número
de aplicaciones en el capitalismo de plataformas para establecer apresuradas citas y fulminantes encuentros amistosos o sexuales. Pero la deriva no se detiene ahí. Entretanto ya se están diseñando lenitivos tecnológicos para neutralizar la soledad a través de servicios
robotizados. Esa
soledad que nace de la expropiación de los tiempos y los espacios se convierte en un gigantesco yacimiento lucrativo para la computación afectiva. La computación afectiva es la
inteligencia artificial destinada a diseñar dispositivos con capacidad para
reconocer e interpretar el orbe sentimental humano y poder relacionarse afectuosamente con
él. También se denomina inteligencia artificial emocional, aunque yo creo que un nombre mucho más preciso sería sentimentalidad artificial. Si el robot
emocional puede releer nuestros afectos y nuestros sentimientos, se podría erigir
en un compañero para contrarrestar el sufrimiento de esa soledad humana no elegida cuando nos la
detecte. Se
instalarían sensores en nuestro cuerpo para enviarle al robot confidente las señales fisiológicas
con las que el cuerpo grita nuestras emociones, pero también con indicadores
somáticos de nuestro organismo tan sensibles a la comparecencia evaluativa de nuestros sentimientos. Hay que
recordar una vez más que las emociones no son sentimientos, aunque algunos de
nuestros sentimientos están atravesados de emociones. El capitalismo demostraría que es insaciablemente opíparo. Crea la soledad, la cronifica y luego oferta servicios lucrativos para combatirla.