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martes, julio 16, 2024

Crear contextos para poder decir no

Obra de Tim Eitel

Los Derechos Humanos son los requisitos mínimos que deben cumplirse en la vida de toda persona para que pueda vivir con sus necesidades básicas satisfechas. Hay que recordar que los Derechos Humanos se redactaron tras la aterradora y sanguinolenta Segunda Guerra Mundial. La contienda fue una experiencia tan monstruosa que sus redactores ponderaron que sin la garantía de esos mínimos que conforman sus treinta artículos la vida en común encontraría muchos obstáculos para desplegarse de forma pacífica. Cuando se habla de necesidades básicas solemos pensar en necesidades materiales como el alimento y el refugio, pero los seres humanos también estamos acuciados por necesidades básicas de índole inmaterial. Necesitamos arraigo o sentimiento de comunidad, coherencia interna o la conciencia de la eficacia percibida, sentido o propósito con el que dar narrativa legítima a lo que hacemos. José Antonio Marina resume tanto unas necesidades como las otras en tres poderosos deseos basales. Los seres humanos anhelamos bienestar tanto físico como psíquico, ampliación de posibilidades y vinculación social. Las personas precisamos el cuidado de nuestro cuerpo, la tranquilidad de nuestra vida conjugada con el cosquilleo de su amplificación, y finalmente nos encanta cultivar adhesiones afectivas con las otredades que queremos y que nos quieren para construir espacios y horizontes relacionales en los que nos desarrollamos y nos sentimos colmados.

Sin las necesidades materiales no se puede sobrevivir, pero sin las inmateriales no se puede vivir bien. Muchas zozobras y muchos desasosiegos que proliferan actualmente tienen su origen en la incapacidad de poder cubrir satisfactoriamente estas necesidades inmateriales. La proliferación de consultas de psicología, de consumo de farmacopea destinada a apaciguarnos, o incluso la exacerbada publicación de literatura de autoayuda, confirman que no estamos a gusto con nuestras vidas, o con las formas de organizar la vida en común, cuya primera gran damnificada es la propia existencia. Ocurre que para sufragar lo material resulta harto difícil no desatender lo inmaterial, y a la inversa, si ponemos atención y denuedo en lo inmaterial encontramos serios escollos para cubrir establemente lo material. Si saldamos unas necesidades, es en menoscabo de las otras. Es un círculo vicioso que no solo complica la armonía y el equilibrio vitales, sino que instiga a que unas necesidades y otras rivalicen entre sí dañándonos con esas dolencias del alma que erróneamente nominamos como problemas de salud mental. Ante esta estructura que provoca cansancio, abatimiento, tedio y sinsentido crónicos han surgido movimientos como la Gran Dimisión o la Gran Renuncia, personas que dicen no a las ofertas laborales sabiendo que decir sí acarrea la inaccesibilidad a las necesidades inmateriales, y por lo tanto vivir una vida afligida por esas lacerantes ausencias. Estas personas no son solo refractarias a un ecosistema cronófago, son ante todo adalides de una vida buena que solo es factible desde la apropiación de tiempo.  

Gabriel García Márquez escribió que lo más estelar que había aprendido después de cumplir los cuarenta años era a decir no. En la gestión de la comunicación se alaba la asertividad, expresar la disconformidad de una manera respetuosa, pero en el contexto socioeconómico se intenta cancelar la posibilidad no ya de mostrar discrepancia, sino de tan siquiera pensarla.  Decir no es una forma de impugnación, un rechazo a lo que se nos propone, o la negativa a perpetuar lo existente con nuestra colaboración. Probablemente el caso más célebre de persona entrenada en rehusar lo que le proponen es el de Baterbably, el personaje de Herman Melville, que ante cualquier sugerencia contestaba con un insumiso aunque edulcorado «preferiría no hacerlo». Tener esta opción a nuestro alcance nos conferiría el estatuto de personas netamente libres. Podemos definir la libertad como la posibilidad puesta al alcance de nuestra voluntad de decir no a aquello que nos segrega de lo que consideramos valioso para nuestra persona. Precisamente la precarización de la vida no es solo tener ingresos exiguos e intermitentes, es suprimir la palabra no del vocabulario para generar relaciones de subalternidad y dominación. Desde este prisma es muy sencillo definir violencia como no poder decir no a algo que consideramos injusto, o que atenta contra los intereses legítimos y plausibles de nuestra persona. Por supuesto que tenemos que adquirir magisterio discursivo y habilidades comunicativas para aprender a decir no, como se promulga tan a menudo en la educación formal, pero esa pedagogía solo será eficiente si simultáneamente construimos contextos donde se pueda decir no sin que las necesidades básicas se vean seriamente comprometidas. La Declaración Universal llama dignidad a esta protección.


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martes, julio 20, 2021

Tres obsolescencias programadas

Obra de P. Wool y B. Bernard

La obsolescencia programada es la calculada programación del fin de ciclo de vida útil de un producto. Se trata de una maniobra consistente en otorgar a los productos una longevidad concreta. Una vez rebasado ese segmento artificial de tiempo el producto fallará y en su capitulación se tornará inservible al margen del trato dispensado. El producto lleva codificada en su corazón una fecha de caducidad para que cuando llegue ese fatídico momento la falibilidad colonice sus funciones y lo degradade en inútil. Será completamente periférico que quien lo haya utilizado fuera esmerado con él, pusiera domesticado mimo y lo amurallase de cuidados para sortear averías y deterioros. La muerte operativa le advendrá el día fijado por su fabricante. Esta es la obsolescencia planificada técnicamente, una martingala económica de la producción para que se reemplace el producto finiquitado por otro nuevo y los procesos de consumo eludan la ralentización y la temible parálisis. Ninguna firma puede aspirar a incrementar la calidad del producto entendida como mayor ciclo de vida o como perennidad. Esta hipotética conquista daría como resultado una producción excendentaria unida a la detención y decrecimiento de las ventas, lo que supondría un apocalipsis en la optimización de la cuenta de resultados. No es que la eficacia lucrativa se anteponga a la calidad, es que la calidad es enemiga frontal del lucro. 

La obsolescencia programada técnica ratifica que el sistema productivo en la mayoría de sus manufacturas no satisface necesidades humanas, sino que ha creado una gigantesca industria de la persuasión afanada en crear y alentar nuevas necesidades para satisfacer al sistema productivo, y por extensión al sistema financiero. Si esta obsolescencia es técnica, la segunda obsolescencia programada es cognitiva. Radica en considerar inadecuado un objeto que sin embargo funciona perfectamente, o mantiene intacta su capacidad de operar para el cometido por el que fue adquirido. Toda la panoplia de objetos de la telefonía móvil o de la utilería digital es icónica para entender esta obsolescencia. También la relacionada con la industria textil. Los objetos están nuevos, pero el sujeto los considera anticuados, impropios, repletos de extemporaneidad. La devaluación del capital simbólico del producto devalúa meritocráticamente también al sujeto y provoca una desazón que empuja a renovar el fondo de armario o a pertrecharse de una versión mejorada de un smartphone o de cualquier otro dispositivo tecnológico. El relato mediático y los atractores publicitarios logran que no sea el objeto sino el sujeto el que considere inservible la relación objetual, y que el producto sea sustituido por otro más acorde a los dictados de la mercadotecnia y los estándares sociales. A pesar de mostrar un aspecto saludable y mantener incólume su operacionabilidad, el sujeto ve en el objeto una impronta desdibujada y caduca. Esta segunda obsolescencia programada no se aplica en el corazón de los objetos, sino en el centro de los imaginarios que inducen y normalizan los hábitos y las decisiones de los sujetos.

En el ensayo Los cuerpos rotos, su autor, Enric Puig Punyet, cita una tercera obsolescencia programada. Es mucho más sutil y sibilina. La denomina obsolescencia programada por transferencia. «Se basa en la capacidad inyectada a un cuerpo de transferir su función a otro cuerpo de distinta especie». A través de la parametrización de la experiencia humana, se transfieren los datos para su futura automatización por entidades no humanas. El autor pone un ejemplo para que lo entendamos bien. Alguien entra a trabajar en el servicio de atención al cliente de una red social. Un programa informático exige que después de cada llamada se indiquen detalles como el grado de exactitud de la respuesta del cliente, palabras clave de la conversación, tono de voz, etc. Un mes después esta persona es despedida. La atención al cliente que llevaba un grupo de personas es sustituida por un bot inteligente. La conclusión es desoladora. Muchos empleos susceptibles de ser digitalizados llevan en sí mismos su propio despido, he aquí donde radica su obsolescencia programada. Se contratan empleados con el fin de parametrizar sus tareas y, una vez cosechado un ingente volumen de datos, ser sustituidos por la inteligencia artificial de una máquina nutrida de algoritmos comportamentales e identitarios con capacidad pronosticadora. La tecnología transforma a estas personas no en desempleadas, sino en inempleables. Estas obsolescencias programadas infiltradas en la agenda humana infectan a los sujetos en su relación con otros sujetos. La deshumanización se puede definir canónicamente como tratar a los sujetos como objetos canjeables o desechables. Al reificar las relaciones le aplicamos a las personas la misma obsolescencia programada que a las cosas. Se interrumpen gravemente componentes afectivos de primer orden para la fertilidad de las interacciones personales: la sedimentación de confianza, la aparición de sentimientos  buenos y la práctica de cooperación recíproca auspiciada por situaciones y vivencias iteradas. Y se alimenta un mal endémico. No dar tiempo a lo que para existir necesita tiempo.

 

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martes, abril 13, 2021

Nunca el tiempo es perdido

Obra de Marc Figueras

Hace unas semanas me provocó una gran alegría comenzar a leer el nuevo ensayo de Marina Garcés, Escuela de aprendices, y toparme en su introducción con una reflexión en la que sostenía que nunca el tiempo es perdido. La filósofa y activista citaba la canción de Manolo García, un tema que se popularizó recién desprecintado el primer año del siglo XXI. Me alegré porque en muchas conversaciones he citado el título de esta tonada para argumentar que el resultado de la evaluación que realizamos sobre nuestro tiempo no depende tan solo del logro de nuestros propósitos, sino de lo que aprendimos mientras pretendíamos colmarlos. De hecho, se suele afirmar coloquialmente que el tiempo nunca es perdido, sino aprendido. Me cuesta admitir tanto optimismo, porque el aprendizaje es un proceso transformador con capacidad de articular nuestra conducta y regular nuestro orbe afectivo, y no siempre aprendemos a pesar de que la vida no interrumpe jamás su empeño en enseñarnos. La inmersión en el tiempo no necesariamente adjunta pedagogía. Lo que sí la proporciona es lo que hagamos con nuestra gobernabilidad mientras transcurre el tiempo.

Existir proviene de existere, que significa salir fuera de nosotros. Es un dirigirse al exterior que requiere pormenorizarse, porque salimos fuera para nutrirnos por dentro. Es un salir a la posibilidad, a la proyección que hace que cualquier animal humano sea una hibridación de memoria y porvenir, un curioso ser eslabonado de pasado, presente y futuro, un cazador-recolector de tácticas y prácticas para alcanzar aquello que inscriba sentido a esa existencia con la que se encontró cuando lo nacieron sin que nadie le solicitara anuencia. Con una retórica de libro de cuentas corporativo subtitulamos como fracaso aquellas posibilidades que nunca alcanzaron la realidad. Hace muchos años me encontré en mitad de mis investigaciones sobre las leyes de la persuasión con un sesgo llamado la trampa abstrusa. Otros autores la llaman la tozudez del inversionista. Consiste en continuar un proyecto de la índole que sea en el que se ha invertido tiempo, esfuerzo y conocimiento. El sesgo estriba en persistir con tenacidad porque el agente engatusado por la propia trampa se niega a abandonar el proyecto sin haberlo amortizado, aunque los indicadores animen a clausurarlo cuanto antes puesto que todo apunta a su irrevocable disolución. Sin embargo, el inversionista no capitula en su afán de equilibrar gastos y beneficios, y no relee como ganancia todo el bagaje aprendido en el tránsito que va del propósito a su ejecución. Para la métrica económica ese tiempo supone un coste sin tasa de retorno. Acarrea pérdidas. Para las lógicas del aprendizaje ese tiempo no tiene precio.

Termino ya. La depauperización del tiempo no es no hacer nada, sino tener que hacer tanto que es imposible disponer de él sin que a uno no le arponee la sensación de estar despilfarrándolo. Es un gran triunfo de la sentimentalidad neoliberal y su obsesión productivista. A veces es fácil tropezar en teorías conspiratorias y creer que existe un complot planetario para que nadie se ensimisme, que es el momento en el que a pesar de que uno está aquietado no para de merodearse por dentro. Recuerdo que en una ocasión me reprocharon que vivía muy ensimismado. Mi repuesta fue un suspiro melancólico: «¡Ya me gustaría!». Vivimos tan centrifugados por el torbellino de la actividad productora que la mayoría de las veces nos hallamos expropiados de nuestros tiempos, nuestros espacios, nuestros intereses genuinos. La imputación de creer que el tiempo se malogra si no adjunta compensación monetaria alguna ha convertido al ser humano en un ser nostálgico por no poder habitarse a sí mismo de un modo más confortable y sosegado. La celeridad indisoluble de la rentabilidad impide parsimoniar los días para establecer con el tiempo una relación más amable, más tranquila, más nutricial. Dentro de este paisaje un tanto negruzco hay una buena noticia. El mismo tiempo que avejenta los cuerpos, no arruga los deseos, no restringe la capacidad de crear metas sobre las que fabularnos y proyectarnos como seres siempre en curso. No recuerdo a qué autor le leí que él ya no era joven, pero sus deseos sí. En la preciosa pieza La estación de los amores, Battiato canta que los deseos no envejecen a pesar de la edad. Estoy de acuerdo con mi cantante favorito, aunque conviene agregar que la edad intermedia tanto en la selección de nuestros deseos como en su contenido. Ojalá que cada nuevo deseo, cada nuevo proyecto, cada nuevo aprendizaje, nos provoque tanta alegría que nos fastidie tener tan solo una vida por delante. Ese tiempo sí que es un tiempo que nunca será tiempo perdido.

 

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