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martes, julio 20, 2021

Tres obsolescencias programadas

Obra de P. Wool y B. Bernard

La obsolescencia programada es la calculada programación del fin de ciclo de vida útil de un producto. Se trata de una maniobra consistente en otorgar a los productos una longevidad concreta. Una vez rebasado ese segmento artificial de tiempo el producto fallará y en su capitulación se tornará inservible al margen del trato dispensado. El producto lleva codificada en su corazón una fecha de caducidad para que cuando llegue ese fatídico momento la falibilidad colonice sus funciones y lo degradade en inútil. Será completamente periférico que quien lo haya utilizado fuera esmerado con él, pusiera domesticado mimo y lo amurallase de cuidados para sortear averías y deterioros. La muerte operativa le advendrá el día fijado por su fabricante. Esta es la obsolescencia planificada técnicamente, una martingala económica de la producción para que se reemplace el producto finiquitado por otro nuevo y los procesos de consumo eludan la ralentización y la temible parálisis. Ninguna firma puede aspirar a incrementar la calidad del producto entendida como mayor ciclo de vida o como perennidad. Esta hipotética conquista daría como resultado una producción excendentaria unida a la detención y decrecimiento de las ventas, lo que supondría un apocalipsis en la optimización de la cuenta de resultados. No es que la eficacia lucrativa se anteponga a la calidad, es que la calidad es enemiga frontal del lucro. 

La obsolescencia programada técnica ratifica que el sistema productivo en la mayoría de sus manufacturas no satisface necesidades humanas, sino que ha creado una gigantesca industria de la persuasión afanada en crear y alentar nuevas necesidades para satisfacer al sistema productivo, y por extensión al sistema financiero. Si esta obsolescencia es técnica, la segunda obsolescencia programada es cognitiva. Radica en considerar inadecuado un objeto que sin embargo funciona perfectamente, o mantiene intacta su capacidad de operar para el cometido por el que fue adquirido. Toda la panoplia de objetos de la telefonía móvil o de la utilería digital es icónica para entender esta obsolescencia. También la relacionada con la industria textil. Los objetos están nuevos, pero el sujeto los considera anticuados, impropios, repletos de extemporaneidad. La devaluación del capital simbólico del producto devalúa meritocráticamente también al sujeto y provoca una desazón que empuja a renovar el fondo de armario o a pertrecharse de una versión mejorada de un smartphone o de cualquier otro dispositivo tecnológico. El relato mediático y los atractores publicitarios logran que no sea el objeto sino el sujeto el que considere inservible la relación objetual, y que el producto sea sustituido por otro más acorde a los dictados de la mercadotecnia y los estándares sociales. A pesar de mostrar un aspecto saludable y mantener incólume su operacionabilidad, el sujeto ve en el objeto una impronta desdibujada y caduca. Esta segunda obsolescencia programada no se aplica en el corazón de los objetos, sino en el centro de los imaginarios que inducen y normalizan los hábitos y las decisiones de los sujetos.

En el ensayo Los cuerpos rotos, su autor, Enric Puig Punyet, cita una tercera obsolescencia programada. Es mucho más sutil y sibilina. La denomina obsolescencia programada por transferencia. «Se basa en la capacidad inyectada a un cuerpo de transferir su función a otro cuerpo de distinta especie». A través de la parametrización de la experiencia humana, se transfieren los datos para su futura automatización por entidades no humanas. El autor pone un ejemplo para que lo entendamos bien. Alguien entra a trabajar en el servicio de atención al cliente de una red social. Un programa informático exige que después de cada llamada se indiquen detalles como el grado de exactitud de la respuesta del cliente, palabras clave de la conversación, tono de voz, etc. Un mes después esta persona es despedida. La atención al cliente que llevaba un grupo de personas es sustituida por un bot inteligente. La conclusión es desoladora. Muchos empleos susceptibles de ser digitalizados llevan en sí mismos su propio despido, he aquí donde radica su obsolescencia programada. Se contratan empleados con el fin de parametrizar sus tareas y, una vez cosechado un ingente volumen de datos, ser sustituidos por la inteligencia artificial de una máquina nutrida de algoritmos comportamentales e identitarios con capacidad pronosticadora. La tecnología transforma a estas personas no en desempleadas, sino en inempleables. Estas obsolescencias programadas infiltradas en la agenda humana infectan a los sujetos en su relación con otros sujetos. La deshumanización se puede definir canónicamente como tratar a los sujetos como objetos canjeables o desechables. Al reificar las relaciones le aplicamos a las personas la misma obsolescencia programada que a las cosas. Se interrumpen gravemente componentes afectivos de primer orden para la fertilidad de las interacciones personales: la sedimentación de confianza, la aparición de sentimientos  buenos y la práctica de cooperación recíproca auspiciada por situaciones y vivencias iteradas. Y se alimenta un mal endémico. No dar tiempo a lo que para existir necesita tiempo.

 

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martes, abril 13, 2021

Nunca el tiempo es perdido

Obra de Marc Figueras

Hace unas semanas me provocó una gran alegría comenzar a leer el nuevo ensayo de Marina Garcés, Escuela de aprendices, y toparme en su introducción con una reflexión en la que sostenía que nunca el tiempo es perdido. La filósofa y activista citaba la canción de Manolo García, un tema que se popularizó recién desprecintado el primer año del siglo XXI. Me alegré porque en muchas conversaciones he citado el título de esta tonada para argumentar que el resultado de la evaluación que realizamos sobre nuestro tiempo no depende tan solo del logro de nuestros propósitos, sino de lo que aprendimos mientras pretendíamos colmarlos. De hecho, se suele afirmar coloquialmente que el tiempo nunca es perdido, sino aprendido. Me cuesta admitir tanto optimismo, porque el aprendizaje es un proceso transformador con capacidad de articular nuestra conducta y regular nuestro orbe afectivo, y no siempre aprendemos a pesar de que la vida no interrumpe jamás su empeño en enseñarnos. La inmersión en el tiempo no necesariamente adjunta pedagogía. Lo que sí la proporciona es lo que hagamos con nuestra gobernabilidad mientras transcurre el tiempo.

Existir proviene de existere, que significa salir fuera de nosotros. Es un dirigirse al exterior que requiere pormenorizarse, porque salimos fuera para nutrirnos por dentro. Es un salir a la posibilidad, a la proyección que hace que cualquier animal humano sea una hibridación de memoria y porvenir, un curioso ser eslabonado de pasado, presente y futuro, un cazador-recolector de tácticas y prácticas para alcanzar aquello que inscriba sentido a esa existencia con la que se encontró cuando lo nacieron sin que nadie le solicitara anuencia. Con una retórica de libro de cuentas corporativo subtitulamos como fracaso aquellas posibilidades que nunca alcanzaron la realidad. Hace muchos años me encontré en mitad de mis investigaciones sobre las leyes de la persuasión con un sesgo llamado la trampa abstrusa. Otros autores la llaman la tozudez del inversionista. Consiste en continuar un proyecto de la índole que sea en el que se ha invertido tiempo, esfuerzo y conocimiento. El sesgo estriba en persistir con tenacidad porque el agente engatusado por la propia trampa se niega a abandonar el proyecto sin haberlo amortizado, aunque los indicadores animen a clausurarlo cuanto antes puesto que todo apunta a su irrevocable disolución. Sin embargo, el inversionista no capitula en su afán de equilibrar gastos y beneficios, y no relee como ganancia todo el bagaje aprendido en el tránsito que va del propósito a su ejecución. Para la métrica económica ese tiempo supone un coste sin tasa de retorno. Acarrea pérdidas. Para las lógicas del aprendizaje ese tiempo no tiene precio.

Termino ya. La depauperización del tiempo no es no hacer nada, sino tener que hacer tanto que es imposible disponer de él sin que a uno no le arponee la sensación de estar despilfarrándolo. Es un gran triunfo de la sentimentalidad neoliberal y su obsesión productivista. A veces es fácil tropezar en teorías conspiratorias y creer que existe un complot planetario para que nadie se ensimisme, que es el momento en el que a pesar de que uno está aquietado no para de merodearse por dentro. Recuerdo que en una ocasión me reprocharon que vivía muy ensimismado. Mi repuesta fue un suspiro melancólico: «¡Ya me gustaría!». Vivimos tan centrifugados por el torbellino de la actividad productora que la mayoría de las veces nos hallamos expropiados de nuestros tiempos, nuestros espacios, nuestros intereses genuinos. La imputación de creer que el tiempo se malogra si no adjunta compensación monetaria alguna ha convertido al ser humano en un ser nostálgico por no poder habitarse a sí mismo de un modo más confortable y sosegado. La celeridad indisoluble de la rentabilidad impide parsimoniar los días para establecer con el tiempo una relación más amable, más tranquila, más nutricial. Dentro de este paisaje un tanto negruzco hay una buena noticia. El mismo tiempo que avejenta los cuerpos, no arruga los deseos, no restringe la capacidad de crear metas sobre las que fabularnos y proyectarnos como seres siempre en curso. No recuerdo a qué autor le leí que él ya no era joven, pero sus deseos sí. En la preciosa pieza La estación de los amores, Battiato canta que los deseos no envejecen a pesar de la edad. Estoy de acuerdo con mi cantante favorito, aunque conviene agregar que la edad intermedia tanto en la selección de nuestros deseos como en su contenido. Ojalá que cada nuevo deseo, cada nuevo proyecto, cada nuevo aprendizaje, nos provoque tanta alegría que nos fastidie tener tan solo una vida por delante. Ese tiempo sí que es un tiempo que nunca será tiempo perdido.

 

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