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martes, octubre 12, 2021

Cariño, consideración, reconocimiento, los tres ejes que mueven el mundo

Obra de Marcos Beccari

Schiller escribió que el amor y el hambre dirigen el mundo. El hambre nos puede convertir en un competidor feroz en la sabana social, y por eso los Derechos Humanos buscan proteger a cualquier ser humano de la penuria que le subyugaría a la necesidad (y de paso proteger al resto), pero el anhelo de amor avala el deseo de encontrarnos con el otro. El amor testifica la socialidad. En su ensayo La vida en común, Tzvetan Todorov aclara que donde Schiller utiliza la palabra amor como una de las dos grandes palancas motivadoras de las acciones humanas, Rousseau habla de consideración, Hegel de reconocimiento y Adam Smith de atención.  En el ensayo La razón también tiene sentimientos hablo de afecto, o de cariño, palabra adherente con la que me siento muy cómodo aunque viva desterrada del vocabulario académico y científico. Defino el cariño como el nexo afectivo que anuda a dos personas que sienten una afinidad y una aprobación recíprocas que los conecta con lo mejor de sí mismas para atenderse y cuidarse, y que en su cénit llamamos amor. Todo el carrusel de actividades que jalonan una biografía persigue que nuestra existencia sea importante para alguien, y a ser posible que ese alguien sea igualmente importante para nosotras y nosotros. Que el cariño nos protagonice.

Uno de mis mejores amigos comenta frecuentemente que existen dos tipos de personas en el mundo. Unas son aquellas que prefieren ser admiradas a queridas, las otras son las que dan preferencia a ser queridas en detrimento de ser admiradas. Cuando mi amigo habla de admiración sospecho que se refiere a reconocimiento, término que en el lenguaje coloquial propendemos a utilizar erróneamente como sinónimo de consideración. La consideración se funda en tratar al otro con el valor positivo y el amor que toda persona solicita para sí misma. En la consideración no hay ningún tipo de evaluación ni escrutinio del comportamiento. Tenemos en consideración a una persona porque respetamos su dignidad, el valor común que todo ser humano posee por el hecho de serlo. Sin embargo, el reconocimiento opera en otra esfera. Es la aprobación de las decisiones que desembocan en el comportamiento del agente con capacidad de elección. La diferencia entre consideración y reconocimiento refrenda la distinción entre la dignidad como valor común y la dignidad como conducta.  Cuando el refranero apunta que «nadie es mejor que nadie» se refiere a la primera acepción de dignidad. Ninguna persona posee más dignidad que otra porque todas somos seres humanos y por tanto semejantes. Cuando decimos que alguien se ha comportado indignamente nos referimos a la segunda acepción. El comportamiento indigno ocurre cuando se quebrantan normas éticas que consideramos basilares para la convivencia.

En Identidad el politólogo estadounidense Francis Fukuyama sostiene que «reconocer valor igual en todos significa no reconocer el valor de las personas que en realidad son superiores en algún sentido». Estoy en absoluto desacuerdo con esta afirmación que abre la puerta al elitismo y al onanismo de clase. Somos idénticos en nuestra filiación a la humanidad, lo que nos hace acreedores de dignidad, pero somos muy disímiles en la diversidad de nuestras subjetividades y en el pluralismo de nuestras decisiones, lo que nos permite a cada una y cada uno ser únicos e incanjeables. Aunque la supuesta superioridad que cita Fukuyama se predica «en algún sentido», suele ser dominante utilizar como criterio de evaluación aquello en lo que uno se sabe bien provisto. El amigo citado más arriba denomina a este hecho como la dictadura de lo propio. Elegimos como filtro evaluador aquello en lo que nos sabemos fuertes. Es la tesis que defiende Sandel en La tiranía del mérito. Las élites eligen como meritorio, y lo convierten en discurso hegemónico y en sentido común, aquello que es de fácil acceso para ellas, pero que está vetado para una gran mayoría, que de este modo se hace merecedora de ocupar las estratificaciones sociales más bajas y peor retribuidas. La neoliberal empresarialización de la vida y la primacía de la identidad laboral frente a todas las demás identidades hacen que consideración, reconocimiento, respeto, prestigio, influencia, estatus, etc., estén vinculados al valor de uso de una persona en el mercado, a su capacidad para la extracción de beneficio económico. Sin embargo, basta con que un imponderable disloque nuestra vida, averíe nuestro cuerpo, sancione como absurdo el sentido conferido a nuestros días, para que reordenemos y resemanticemos prioridades. Y que en la abismal soledad de nuestros soliloquios más íntimos pensemos en la riqueza de pertenecer al segundo de los dos tipos de personas que frecuentemente señala mi amigo.

 

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lunes, abril 28, 2014

La ética y el beneficio económico




Se suele decir e incluso escribir con una frecuencia preocupante que ser ético proporciona beneficios a largo plazo. Se promociona la conducta ética señalando su utilidad financiera. Este tipo de divulgación propone una instrumentalización de la ética, subordinar el mapa de nuestro comportamiento a la búsqueda del beneficio económico, monetarizar la mejor forma de relacionarnos con nuestros congéneres y desplegarla no como una encarnación de nuestra persona en nuestra conducta, sino como una táctica para aumentar la cuenta de resultados. Aparte de esta institucionalización de la ética como activo estratégico, defender que la ética proporciona beneficios es una afirmación muy atrevida. Si la ética aumentara los márgenes de beneficio, no haría falta implantar ningún manual de buenas prácticas en las corporaciones. La congénita optimización del lucro llevaría intrínsecamente a una alta resolución ética, al traer adjuntado, según los prescriptores de esta tesis, un incremento en el balance del ejercicio anual. Nadie nos recordaría a todas horas que hay que ser éticos.

Ensamblar en una misma oración ética y beneficios pone en entredicho la propia dimensión ética. El impulso ético debe instaurarse en el comportamiento no porque la ética aporte réditos, sino porque consideramos al otro como un igual que merece el respeto que nosotros nos concedemos a nosotros mismos. Actuar conforme a unos estándares en el que el otro es un fin en sí mismo y no un medio para maximizar la obsesiva cuenta de resultados. Recuerdo haberle leído a Savater que al entrenarse la práctica ética, se renueva el impulso de considerar al otro como un fin y no como un instrumento de nuestros apetitos, sobre todo los crematísticos, añado yo. El pensamiento ético incluye a los demás en las deliberaciones personales y los trata como sujetos poseedores de una dignidad intocable.  Hace unos años en una reputada escuela de negocios de París no tuvieron mejor ocurrencia para estimular el uso del compartimiento ético que llevar a sus aulas a empresarios que habían sido encarcelados por vulnerar la ley. Querían educar ejemplificando las consecuencias de no ser ético y para ello nada mejor que los alumnos lo dedujeran por sí mismos del testimonio de quien lo había padecido en carne propia. Al hacerlo cometían una gigantesca torpeza. Confundían la ausencia de ética con la comisión de un delito.