Obra de Kasiq Jungwoo |
Uno de los primeros ensayos que advertían
de los peligros sentimentales y sociales de la autoayuda era el sólido y bien documentado Sonríe
o muere. La trampa del pensamiento positivo de la periodista y activista
estadounidense Barbara Ehrenreich. Defendía que ese pensamiento positivo que
nos indica que cualquier aspecto negativo de la realidad debe ser revaluado
como una maravillosa oportunidad estimulaba un escenario idóneo para la mansedumbre, el espíritu acrítico y la sumisión. Es fácil comprobar esta deriva analizando algunos de sus postulados. Este potente nicho editorial y sus narrativas anatematizan la indignación y
la tildan como la incapacidad de adaptarnos a lo que nos ocurre. Penalizan
la tristeza acusándola de disfunción anímica o torpeza para resignificar los
acontecimientos con positividad. Estigmatizan el sosiego vital prescribiendo que hay que salir de la zona de confort. Indican que el resultado indeseado surge por la escasez de cantidad
de esfuerzo invertido, o porque no se empleó la energía necesaria para que la ley de la atracción funcionara óptimamente. Exhortan a que abracemos la llegada de cualquier crisis como una palanca de autoafirmación que no admite desánimo, etc. La autoayuda culpabiliza de toda expectativa incumplida a la falta de esfuerzo individual. Para este ejercicio necesita ignorar las circunstancias y las situaciones que determinan lo real y trazan el itinerario de muchas vidas, sobre todo de quienes poseen exiguo poder adquisitivo (que, según el despotismo meritocrático, se lo merecen por no haberse esforzado más). Todo depende en exclusividad de la persona individual, como si no
hubiera contextos, estructuras, clases, medidas políticas, urdimbres
económicas, escenarios de competición, desigualdades materiales, asimetría de oportunidades, estrategias institucionales en la redistribución de la riqueza, acceso desigual a privilegios, etc. La autoayuda insiste en que en vez de cambiar las condiciones del estado de las
cosas cuando nos salpican y ensucian hay que cambiar lo que pensamos de ese
estado de las cosas. Ahora se entenderá mejor el ejemplo
icónico de que las personas que sufren inequidad en el ámbito
laboral en vez de acudir al sindicato piden cita
para relatar sus cuitas al psicólogo. El problema no es la injusticia. El
problema es que lo injusto les provoca indignación.
También se hace más comprensible que desde
este discurso se prescriba ser empresa de nosotros mismos, el neosujeto
inserto en una competición darwinista idéntica a la que opera en el mercado
porque es una mercancía más, un objeto para las dinámicas de producción y no un sujeto con dignidad. De este modo la
lógica del mercado se apropia de la lógica de la vida, y una dimensión
puramente económica configura toda una constelación de emanaciones
sentimentales. Se ha naturalizado hablar de la
gestión del yo, la revalorización del sí mismo, la conversión de nuestra vida en marca personal, la inversión en nuestra persona, la administración de emociones, el consumo de experiencias, la felicidad como un activo que incrementa la productividad, la vuelta al mercado (cuando se deja de tener una pareja pero se aspira a encontrar otra), el hecho de reivindicarnos (hacer una tarea bien). Todo
es pura retórica mercantil para cuestiones que no tienen nada que ver con el mercado. La homogenización del discurso gerencial es el primer paso para entender la vida como un negocio y destinarla en exclusividad a su mercantilización. Verbalizarla así inspira vivirla así.
Al igual que ocurre en el mundo de la empresa, se trata de lograr la desconexión de la acción humana de un marco ético en el que aparecen las personas prójimas, despolitizar el pensamiento de la pregunta sobre la vida buena compartida y otros valores ajenos por completo a la esfera de las mercancías. La autoayuda ofrece escenarios disyuntivos en vez de copulativos, competitivos en vez de cooperativos. Es el tú o yo en vez del tú y yo que da como resultado el pronombre de la tercera persona del plural. Este egocentrismo exacerbado es ideal para la devastación de lo que anhelamos como humano, porque, como escribe Ana Carrasco en Decir el mal: «la destrucción de lo humano se da en el momento en que se deja de sentir al otro». Habría que pormenorizar que esa destrucción se hipertrofia cuando se deja de sentir al otro como un igual, una equivalencia, un ser humano que merece respeto, una entidad valiosa que ha de ser cuidada al margen de todo lo demás. Como su propio nombre indica, la autoayuda prescinde de la otredad, del vínculo relacional, de la analgesia más eficaz de todas que es la compañía cuidadosa de los demás y medidas políticas que tengan en cuenta nuestra dimensión comunitaria. Considera a las personas seres autárquicos. Toda solución recae sobre los recursos subjetivos de la persona, como si no hubiera necesidades comunes y problemas colectivos que requieren medidas políticas y ciudadanas. «Solo vinculándonos con la comunidad a la que pertenecemos podemos sentirnos fuertes; que no es posible sentir fuera, ni seguridad, ni poder si estamos solos, que la individualidad es solo una fantasía», esribe Almudena Hernando en La fantasía de la individualidad. Evidentemente hay un pensamiento que ve el mundo de otro antagonista modo. Todavía recuerdo el impacto que me produjo leer el consejo vital que prescribía para la obtención de éxito un autor de gigantesca resonancia mediática y cuya bibliografía me he leído entera: «La cebra no ha de ser más rápida que el león, ha de ser más rápida que las otras cebras».
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