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martes, junio 27, 2023

La poca ayuda de la literatura de autoayuda

Obra de Marcos Beccari

Afortunadamente llevamos un tiempo en que el pensamiento positivo y la literatura de autoayuda son lugares elegidos para la indagación crítica y la expresión del disentimiento ilustrado. En el muy recomendable ensayo, nacido de su tesis doctoral, El murmullo, la escritora Belén Gopegui disecciona con su habitual mirada incisiva e inconforme esta literatura que copa las listas de los libros más vendidos: «La narración de autoayuda tenderá a poner por delante las intervenciones en el modo en que los sujetos interpretan la realidad y no en el modo en que los sujetos interaccionan con esa misma realidad». El primer gran presupuesto de la autoayuda es despolitizar la vida humana, que es humana precisamente porque es compartida, esto es, política. Desdice a Aristóteles y su célebre «el ser humano es un animal político por naturaleza, y quien crea no serlo es un dios o un idiota», o a Platón cuando asevera que «el ser humano vive en la ciudad porque no se basta a sí mismo». Esta indicativa despolitización en los catecismos de la autoayuda no es rareza cuando los políticos electos utilizan el verbo politizar con una honda connotación negativa. «No hay que politizar este asunto», esgrimen con frecuencia, como si al politizarlo lo degradaran a irresoluble, o lo enfangaran de tal modo que fuera imposible la comparecencia educada del diálogo. Entristece que los políticos alberguen un concepto tan desolador de su oficio. La política es el arte de armonizar los disensos con buenas ocurrencias argumentativas que luego se trasladan a la acción en la que se despliega la convivencia. Como bien indica su nombre, la literatura de autoayuda desatiende por completo el paisaje de lo común. Su único espacio de intervención es un yo insular. Un yo sin yoes por ningún lado. La autoayuda es antipolítica.

En la autoayuda un yo atomizado se enfrenta al sufrimiento que le provocan las circunstancias anexadas al acontecimiento de existir. No le atañe construir circunstancias que faciliten vivir mejor la vida, sino aceptar esas circunstancias aunque supuren iniquidad. En ocasiones se cita a los estoicos como ejemplo a seguir para albergar una conformidad que haga más llevadera la existencia. Sin embargo, la avenencia estoica no se refería a encajar acríticamente lo inicuo, sino a aceptar el advenimiento de lo irreversible. Admitir que nos vamos a morir y desde esa certeza reasignar prioridades vitales es inteligente. Aceptar sin más una injusticia es cobardía y sumisión. Solemos confundir hechos de la naturaleza (muerte, enfermedad, catástrofes, aleatoriedad) con hechos de naturaleza política. En el lenguaje coloquial existe la expresión «la vida es así», que suele pronunciarse para resignarse sumisamente a lo establecido. Pero en muchas ocasiones la vida no es así. Es así el modo en que se ha decidido articular la convivencia para generar subordinación y naturalizar una explotación que produce los malestares y  el dolor que luego la autoayuda intenta neutralizar.

El filósofo Carlos Javier González Serrano escribe que «uno de los peligros de la autoayuda es que elude la lucha política. Al centrarse solo en el bienestar individual, se olvida de la búsqueda de justicia social. El pensamiento positivo es perverso cuando, en vez de crear reflexión y resistencia, invita a soportar cualquier situación.  El voluntarismo mágico de la autoayuda (“todo depende de ti”) fomenta el deterioro del tejido social y nos aísla y culpabiliza». La quintaesencia del neoliberalismo sentimental es que se ciñe al corazón de la persona que padece los embates de la realidad social, pero esa realidad es excluida de la deliberación y el disentimiento, y por tanto de cualquier susceptibilidad de introducir cambios en ella. Se despolitiza. De hecho, propende a convertir los problemas sociales en incapacidades psicológicas personales. Justo estos días me encuentro con la prosa amable de Irene Vallejo que susurra algo parecido cuando habla de la obra de Gopegui y las consecuencias del exceso de preocupación de un yo insularizado y sin sensibilidad política que puede tropezar en el narcisismo o en una hipocondría emocional que le haga columbrar adversarios por doquier: «Sin humildad el yo ocupa todo el espacio disponible y solo ve al prójimo como objeto o como enemigo.  Como escribió C. S. Lewis, no es humilde quien piensa de sí mismo que es poca cosa, sino quien piensa poco en sí mismo». La autoayuda invita a tomar la dirección opuesta. Exhorta a no dejar de pensar en uno mismo liberado de sentimientos de apertura al otro porque en su narrativa no hay espacio para pensar las interdependencias con el otro. Privatiza el sufrimiento de clara procedencia social. Carlos Javier González Serrano da en el clavo cuando diferencia entre filosofía y autoayuda, cuyas fronteras tienden a desdibujarse para otorgar respetabilidad a la autoayuda: «La autoayuda enseña a soportar, la filosofía pregunta qué soportamos y por qué».

 

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martes, marzo 15, 2022

Retórica de mercado para hablar de nuestra persona

Obra de Kasiq Jungwoo

Uno de los primeros ensayos que advertían de los peligros sentimentales y sociales de la autoayuda era el sólido y bien documentado Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo de la periodista y activista estadounidense Barbara Ehrenreich. Defendía que ese pensamiento positivo que nos indica que cualquier aspecto negativo de la realidad debe ser revaluado como una maravillosa oportunidad estimulaba un escenario idóneo para la mansedumbre, el espíritu acrítico y la sumisión. Es fácil comprobar esta deriva analizando algunos de sus postulados. Este potente nicho editorial y sus narrativas anatematizan la indignación y la tildan como la incapacidad de adaptarnos a lo que nos ocurre. Penalizan la tristeza acusándola de disfunción anímica o torpeza para resignificar los acontecimientos con positividad. Estigmatizan el sosiego vital prescribiendo que hay que salir de la zona de confort. Indican que el resultado indeseado surge por la escasez de cantidad de esfuerzo invertido, o porque no se empleó la energía necesaria para que la ley de la atracción funcionara óptimamente. Exhortan a que abracemos la llegada de cualquier crisis como una palanca de autoafirmación que no admite desánimo, etc. La autoayuda culpabiliza de toda expectativa incumplida a la falta de esfuerzo individual. Para este ejercicio necesita ignorar las circunstancias y las situaciones que determinan lo real y trazan el itinerario de muchas vidas, sobre todo de quienes poseen exiguo poder adquisitivo (que, según el despotismo meritocrático, se lo merecen por no haberse esforzado más). Todo depende en exclusividad de la persona individual, como si no hubiera contextos, estructuras, clases, medidas políticas, urdimbres económicas, escenarios de competición, desigualdades materiales, asimetría de oportunidades, estrategias institucionales en la redistribución de la riqueza, acceso desigual a privilegios, etc. La autoayuda insiste en que en vez de cambiar las condiciones del estado de las cosas cuando nos salpican y ensucian hay que cambiar lo que pensamos de ese estado de las cosas. Ahora se entenderá mejor el ejemplo icónico de que las personas que sufren inequidad en el ámbito laboral en vez de acudir al sindicato piden cita para relatar sus cuitas al psicólogo. El problema no es la injusticia. El problema es que lo injusto les provoca indignación.

También se hace más comprensible que desde este discurso se prescriba ser empresa de nosotros mismos, el neosujeto inserto en una competición darwinista idéntica a la que opera en el mercado porque es una mercancía más, un objeto para las dinámicas de producción y no un sujeto con dignidad. De este modo la lógica del mercado se apropia de la lógica de la vida, y una dimensión puramente económica configura toda una constelación de emanaciones sentimentales. Se ha naturalizado hablar de la gestión del yo, la revalorización del sí mismo, la conversión de nuestra vida en marca personal, la inversión en  nuestra persona, la administración de emociones, el consumo de experiencias, la felicidad como un activo que incrementa la productividad, la vuelta al mercado (cuando  se deja de tener una pareja pero se aspira a encontrar otra), el hecho de reivindicarnos (hacer una tarea bien). Todo es pura retórica mercantil para cuestiones que no tienen nada que ver con el mercado. La homogenización del discurso gerencial es el primer paso para entender la vida como un negocio y destinarla en exclusividad a su mercantilización. Verbalizarla así inspira vivirla así.

Al igual que ocurre en el mundo de la empresa, se trata de lograr la desconexión de la acción humana de un marco ético en el que aparecen las personas prójimas, despolitizar el pensamiento de la pregunta sobre la vida buena compartida y otros valores ajenos por completo a la esfera de las mercancías. La autoayuda ofrece escenarios disyuntivos en vez de copulativos, competitivos en vez de cooperativos. Es el tú o yo en vez del tú y yo que da como resultado el pronombre de la tercera persona del plural. Este egocentrismo exacerbado es ideal para la devastación de lo que anhelamos como humano, porque, como escribe Ana Carrasco en Decir el mal:  «la destrucción de lo humano se da en el momento en que se deja de sentir al otro». Habría que pormenorizar que esa destrucción se hipertrofia cuando se deja de sentir al otro como un igual, una equivalencia, un ser humano que merece respeto, una entidad valiosa que ha de ser cuidada al margen de todo lo demás. Como su propio nombre indica, la autoayuda prescinde de la otredad, del vínculo relacional, de la analgesia más eficaz de todas que es la compañía cuidadosa de los demás y medidas políticas que tengan en cuenta nuestra dimensión comunitaria. Considera a las personas seres autárquicos. Toda solución recae sobre los recursos subjetivos de la persona, como si no hubiera necesidades comunes y problemas colectivos que requieren medidas políticas y ciudadanas. «Solo vinculándonos con la comunidad a la que pertenecemos podemos sentirnos fuertes; que no es posible sentir fuera, ni seguridad, ni poder si estamos solos, que la individualidad es solo una fantasía», esribe Almudena Hernando en La fantasía de la individualidad. Evidentemente hay un pensamiento que ve el mundo de otro antagonista modo. Todavía recuerdo el impacto que me produjo leer el consejo vital que prescribía para la obtención de éxito un autor de gigantesca resonancia mediática y cuya bibliografía me he leído entera: «La cebra no ha de ser más rápida que el león, ha de ser más rápida que las otras cebras».

 

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martes, febrero 25, 2020

Individualismo no es autosuficiencia


Obra de Nigel Cox
Resulta curioso cómo una mayoría de libros de autoayuda enfatizan el yo como una existencia insular. El propio término autoayuda lo denota esclarecedoramente, sin ambages ni cosmética léxica que juegue a la impostura o a la ambivalencia. La ayuda se la ha de proporcionar uno a sí mismo. A mí me provoca perplejidad esta proliferación porque cualquiera que haya vivido alguno de los frecuentes contratiempos connaturales al acontecimiento de existir, habrá comprobado que no hay mayor analgésico para atajarlos que la presencia auxiliar del otro. Un otro que me atiende, y al prestarme atención, me afirma, pero también me ayuda a sanar si estoy en una situación adversa en la que solicito atenciones. Cuando se reclama la relevancia del cuidado en la agencia humana, siempre es el cuidado y la atención que alguien ejerce sobre alguien, porque nuestra vulnerabilidad y nuestra fragilidad nos desbordan si las encaramos tratándonos a nosotros mismos como entidades atomizadas. Las experiencias de resiliencia confirman que la auténtica analgesia para contrarrestar el sufrimiento privado es la presencia afectiva de los demás. Donde no hay palabras sanadoras provenientes de otros labios, las heridas tardan en cauterizar, si es que cauterizan. No es suficiente con hablarse uno a sí mismo, necesitamos que nos escuchen y que nos hablen y que esas palabras compartidas nos acaricien, nos guarezcan, nos defiendan, nos donen irreemplazabilidad, nos destrivialicen con la atención prestada y nos demuestren que somos existencias valiosas y únicas, pero no independientes. Frente al asilamiento del yo que enfatiza la literatura emocional, el refuerzo político (no confundir política con folclore político ni con ruido parlamentario o aparatizado para complacer al club de fans en que se han desvirtuado los partidos políticos). Frente a la autoayuda, espacios y tiempos para cultivar el afecto y los sentimientos que elicitan conductas que desembarcan en redes de apoyo. 

Platón argumentaba que las ciudades se levantaron porque el ser humano no se basta a sí mismo. No es autosuficiente, necesita a los demás como los demás le necesitan a él. Nos necesitamos. La autoayuda insiste en la idea contraria justo cuando la política como forma de organizar la vida en común desatiende la condición interdependiente del ser humano y lo exhorta a la autarquía. Quien crea que exagero puede darse una vuelta por cualquier librería y leer los títulos de este tipo de literatura para constatarlo. En La expulsión de lo distinto Byung-Chul Han postula que los tiempos del otro no son tiempos productivos, por eso el otro ha sido arrumbado de lo que consideramos relevante en nuestro yo. Sin embargo, el yo aislado de otros yoes sería un yo esclavizado por las determinaciones de la biología, tan enormes y tan difíciles de satisfacer que su vida no saldría del imperio de la necesidad. En la radical soledad la natura engulliría cualquier opcion de cultura.  El yo sin otros yoes no es autárquico, es un yo quimérico, apócrifo, inexistente. La vida humana es humana porque se entreteje con otras vidas que dan vida a nuestra vida, y viceversa. Hace poco le leí a Marina Garcés que no es necesario demostrar la insorteabilidad de la interrelación humana, sino que sus críticos nos enseñen un solo ejemplo en la que no la haya. 

Recuerdo que cuando leí por vez primera La conquista de la felicidad de Bertrand Russell, el premio Nobel de Literatura esquematizaba sus tácticas de vida para pasar de ser un tipo abatido a una persona contenta. El ingrediente de la pócima mágica de esa felicidad conquistada contraviene frontalmente lo prescrito por la autoyuda. Consistía en el sano olvido de uno mismo, rehusar un ubicuo merodeo sentimental, que tiende a una peligrosa inercia entrópica. Olvidarse de uno no es abandonarse, es prestar más atención a los otros. En la época del selfie, de la petición de que la gente se enamore de sí misma, o de que contraiga matrimonio con su yo para ratificar que se quiere mucho, es necesario tener la firmeza política de educar las desmesuras narcisistas del yo y dejar espacio a otros yoes. El pecado capital por antonomasia que descubrieron los clásicos era la soberbia, que enseguida la asociaron a la idiotez, término derivado del griego idiotes. El idiota es aquel que prescinde de los demás, el que se olvida de lo político, que es donde sin embargo su vida puede ser vida humana. Ortega y Gasset escribió «yo soy yo y mi circunstancia», pero nos precavió con un corolario que ha pasado del todo inadvertido para la cultura popular: «yo soy yo y mi circunstancia, y si no salvo mi circunstancia no me salvo yo». No hay mejor manera de salvar esa circunstancia que salvando la de todos.


 
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