Aparentemente la ira brota cuando algo o alguien obstruye la consecución de aquellos intereses que consideramos cruciales para nuestra estima y nuestra agencia. Escribo «aparentemente» porque en realidad no es exactamente así. Aristóteles definió la iracundia como una reacción a un daño significativo de algo que nos importa. La irascibilidad sería por tanto la propiedad del sentimiento que nace ante la vulneración de lo que interpretamos como valioso para nuestra persona, una insubordinación ante lo que nos lastima con el propósito de detenerlo, modificarlo, o reorientarlo. Para que la definición gane en exactitud, deberíamos incluir el matiz de lo inmerecido. La ira, la iracundia, la rabia, la indignación, la cólera, la furia, necesitan indefectiblemente el concurso del sentimiento de la injusticia, que el daño, el contratiempo, la cancelación de las expectativas, sean fruto de una acción inicua. El inmerecemiento nos enerva, que es la respuesta corporal con la que el organismo nos suministra elevadas cantidades de energía para no permitir la sedimentación de lo arbitrario y lo improcedente. Es una reacción refleja que busca restituir de un modo inmediato el equilibrio injustamente arrebatado. Por supuesto que si sufrimos un daño injusto podemos y debemos enfadarnos, pero hay enfados que coadyuvan a mejorar la situación y enfados que la empeoran. Hay enfados inteligentes y enfados primitivos.
La ira imputa la paternidad de un daño y quiere devolvérselo a su autor.
Se trataría de una devolución rudimentaria que satisface el deseo de
venganza, pero que no adjunta ninguna mejora. Ahora bien, podemos
enfadarnos sin desear
infligir un daño proporcional al recibido. Creo que nominativamente el
sentimiento que nos insta a comportarnos así es la indignación, no la
ira. Una jerarquía moral de los afectos nos permite constatar que frente a
la genuina ira, que anhela retribuir con daño a quien nos ha hecho daño, la indignación
es un sentimiento vacío de irascibilidad. La indignación es ira sin ira. En La monarquía del miedo Martha Nussbaum llama a este proceso
ira-transición. Ocurre cuando el receptor del daño «expresa una protesta, pero
mira hacia adelante: nos lleva a trabajar en la búsqueda de soluciones en vez
de obcecarnos en infligir un daño retrospectivo». Unas páginas más adelante la filósofa estadounidense persiste en esta idea: «es la aceptación de la parte de protesta y denuncia que hay en la ira, pero rechazando su aspecto vengativo». Nussbaum muestra argumentada reticencia a «penar a los agresores
con un castigo que encauce el espíritu de una ira justificada que busque
infligir un dolor que vengue el daño causado», lo que no significa condescender con la injusticia.
La venganza busca retribuir el daño, pero cuando actuamos bajo esta
lógica estamos permitiendo que el lenguaje de nuestro comportamiento lo
dicte quien nos lastimó. La venganza hurtaría nuestra autodeterminación y
nos encajonaría en una contradicción. Nos enfadamos por un daño
recibido que replicamos
justificándolo como devolución. Si analizamos la biografía de la
humanidad, el ser humano
dio un gigantesco paso evolutivo cuando, en vez de dejar en manos de la
persona enfurecida la resolución de lo injusto, inventó el Derecho y la
figura del tercero
encarnado en instituciones que velan por él. Dio un nuevo paso cuando
ingeniosamente inauguró la Ética. Y volvió a dar otro paso enorme cuando
descubrió procedimientos para que las personas solucionaran sus
conflictos sin necesidad de hacerse daño.
En conflictología se insiste en que
los conflictos solo se pueden solucionar si sus protagonistas se sirven del uso de la inteligencia para pensar más en el futuro que en el pasado. Cuando nos enfadamos, anulamos el ejercicio de la proyección y activamos el de la revisitación. El enfado rescata selectivamente aquellos fragmentos de vida que lo validan, se focaliza en los episodios dañinos con el deseo de encontrar justificable pagar con la misma moneda. Desprecintado este dinamismo es sencillo comenzar a señalar los destinatarios del talión. Si uno se centra exclusivamente en el pasado,
desatiende el presente y malogra el futuro. Suele ocurrir que la fijación por
lo pretérito maniata el presente continuo y agrava lo que está por venir. Alojarse recalcitrante y airadamente en el pasado es una
medida idónea para infectar de rencor la vida, o, en palabras de Martha Nussbaum,
«que
el mundo sea un lugar mucho peor para todos». Revisitar el pasado es muy tentador para enumerar culpables, pero solo en el futuro habitan las soluciones. Y la construcción de soluciones, la armonía de las discrepancias, la prevalencia de lo común sobre lo divergente, es una
empresa cooperativa. Sin la cooperación de la contraparte con la que se tiene el conflicto, es imposible
solucionarlo. La ira es incapaz de contemplar esta obviedad. Y actuar en consecuencia.
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