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martes, mayo 13, 2025

«La existencia, como la rosa, acontece sin porqué»

Obra de Tim Etiel

En el nuevo ensayo de Joan-Carles Mèlich, El escenario de la existencia, se cita un precioso aforismo del filósofo y escritor Rafael Argullol, muy ducho en este arte literario y con varias obras fantásticas que lo refrendan. La sentencia de Argullol está extraída de su libro Danza Humana y revela lo siguiente: «El aprendizaje del idioma del azar es el más decisivo de los aprendizajes. Y el más duro». Aceptar lo azaroso y lo impredecible como elementos fundamentales de nuestra existencia constituye el magisterio más elevado al que podemos aspirar en esta fugacidad donde rara vez vivimos varias veces treinta años. Admitir la intervención troncal del azar en el decurso de la vida humana es dotarla de liviandad, asumir la insignificancia de nuestra voluntad a la hora de sobrellevar el ingente volumen de acontecimientos que se ciernen sobre ella. Hay algo liberador en esta asunción, aunque quizá en las primeras revelaciones se experimente desasosiego y rechazo. La náusea abordada por Sartre aparece en su novela cuando su protagonista Antoine Roquentin se percata con extrañeza e incomodidad de la contingencia del mundo. Lo que ocurre podía no haber ocurrido, y a la inversa, lo que ha ocurrido podría haber tomado otra dirección y haber acabado en el limbo de lo inexistente, y en ninguno de los dos casos lo sucedido o lo dejado de suceder sería relevante para la continuidad del mundo. El mundo deviene así en lugar absurdo e indolente con esos propósitos humanos que tanto nos descorazonan a las personas. 

Me viene a la memoria un relato, de cuyo autor ahora no logro acordarme, en el que fallece el padre del protagonista, y al día siguiente comprueba cómo el mundo prosigue su andadura ajeno e indiferente al doloroso deceso de su progenitor. Mèlich explica esto mismo de un modo lacónico pero poéticamente nítido: «La existencia, como la rosa, acontece sin porqué». Esta certeza atemoriza a muchas personas porque despoja de sentido a la vida, pero reconforta a quienes saben que precisamente el hecho de que la vida no disponga de ningún sentido insta a la tarea de adjudicárselo. La sabiduría estoica enseña que no se trata de domeñar las apariciones con las que la absurdidad y la aleatoriedad hacen impredecible la vida, sino aceptar de forma serena nuestra imposibilidad de docilizarlas plenamente. Ortega y Gasset sostenía que no podemos domesticar las circunstancias ni zafarnos de ellas, pero sí al menos intentar con la elección de nuestras acciones y nuestros modos de previsión que sean lo más afables posible. Cada vez que felicito un cumpleaños a personas próximas mi felicitación persigue este mismo propósito: «Que la nueva edad que desprecintas hoy te trate bien y te traiga un año bueno y amable»

Que no tengamos control absoluto sobre lo que ocurre y que seamos seres condicionados no significa que no podamos autodeterminarnos parcialmente. La personal lucha contra las contrariedades que se ciñen sobre nuestra biografía y los resortes de protección colectiva que hemos levantado políticamente  pretenden oponer resistencia al despotismo del azar en la experiencia humana. Sin embargo, nos narramos con ficciones un tanto engreídas en las que lo contingente goza de un papel periférico para atribuirnos un desmesurado poder autoral sobre nuestra vida. Nuestro imaginario está infectado de la ilusión de control y del sesgo de intencionalidad, relaciona con suma celeridad lo que acontece con cursos intencionales, mayoritariamente emanados de nuestra capacidad de agencia, y para ello es capaz de construir sofismas impropios de una inteligencia empleada con sensatez. Y cuando no es así, fabulamos deidades a las que imploramos su intercesión benevolente, dando por hecho su interés en inmiscuirse en los transuntos humanos.

Siendo extremadamente generosos cabe plantear que somos autores de nuestros propósitos, pero coautores de nuestros logros, aunque si nos detenemos a pensarnos despacio no resultaría difícil constatar que incluso nuestros propósitos están mediados por muchos imponderables que nos instan a admitir que somos algo de lo que nos propusimos, pero sobre todo la resultante de lo que no pudimos esquivar.  El papel estelar del azar suele estar minusvalorado en las sociedades meritocráticas, pero su radio de influencia es colosal. Desde el hecho de nacer, acto impositivo y por tanto no electivo, hasta en qué sitio y en qué tiempo se nace, son hitos en los que ninguna persona afectada tiene la posibilidad no ya de controlar, sino tan si quiera de intervenir. Mèlich sintetiza este postulado afirmando que «se es mucho más representación (lo que sucede y lo que se hereda) que acción (lo que se hace y lo que se decide)». En la difusa intersección de lo impredecible y lo elegido se halla el resultado de lo que somos, sea lo que sea lo que seamos. Tengo un amigo con el que comparto una consigna de ánimo y aliento que resume lo que he querido documentar en este texto: «Que la suerte no te resulte muy desfavorable, de todo lo demás estás perfectamente preparado para encargarte tú».  


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martes, febrero 07, 2023

Una nostalgia alegre

En la novela La nostalgia,  Milan Kundera explica la etimología de la palabra nostalgia. «En griego regreso se dice nóstos. Algos significa sufrimiento. La nostalgia es el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar». Según el filósofo Diego Garrocho, autor del ensayo Sobre la nostalgia, este sentimiento de tristeza data de 1688 cuando «Johannes Hofer, un médico suizo, acuñó el término para describir la enfermedad que sufrían los soldados lejos de su patria». Otras etimologías hablan no de patria, sino de la añoranza que sentían los soldados por su hogar. Nostalgia es por lo tanto una tristeza que irrumpe cuando se echa en falta aquello que una vez formó parte intrínseca del hogar afectivo en el que nos guarecemos del relente de la vida. Evocamos algo que nos perteneció y del que hemos sido desposeídos, y al hacerlo nos volvemos animales nostálgicos. La nostalgia alude a un ser y a un tiempo finiquitado al que no podemos retornar y cuya sola alusión memorativa nos apresura a la aflicción. En tanto que su regreso es una empresa irrealizable, puesto que nada nos puede devolver el ayer, sentir nostalgia es saberse derrotado de antemano. De ahí que el poeta alertara de que la nostalgia es un error.

También podemos sentir nostalgia por aquello que nunca llegó a suceder. Lo estrambótico de este sentimiento es que a veces sentimos nostalgia de lo que creemos que sí ocurrió, aunque no llegara nunca a cristalizar en el mundo de la vida compartida. La falsificación del ayer, la reinvención del patrimonio evocativo, la capacidad de construir recuerdos apócrifos o reconstruirlos hasta alumbrar versiones ficticias, la elasticidad con la que los hechos y las interpretaciones se entrecruzan discursivamente alumbrando marcos semánticos novedosos, son ejercicios que demuestran la maravillosa capacidad inventiva del cerebro humano. Lo más alucinante de muchos de nuestros recuerdos es que sean ciertos. Sentir nostalgia por lo que no ha sucedido es una forma peligrosa de anclarnos al ser que pudimos llegar a ser, pero que no fuimos, porque la vida contrarió nuestros deseos; o porque nuestro sistema electivo creyó adoptar la mejor decisión para ese momento y que años después nuestros nuevos escrutinios consideran errada. Normal que la nostalgia vincule con el sufrimiento, porque vernos en esa incompletud es sentirnos segregados de aquello que una vez nos afanamos en incorporar a nuestra vida sin conseguirlo. No es cierto que solo seamos lo que logramos, también estamos hechos de la materia de lo que intentamos. Ahora bien, mortificarnos evocando lo posible ya imposible es una manera de hacernos daño. La nostalgia no es solo un error, también es una forma de lastimarnos. 

«Los recuerdos se van si dejan de evocarse una y otra vez», escribe Kundera, pero sería iluso argumentar que lo pretérito puede retornar si lo rememoramos a menudo. Todo aquello que dejó de ser presente para desvanecerse en el pasado se convierte en una narración. Nos relacionamos con el ayer a través del relato que hacemos de él. Devolvemos al presente lo que ocurrió a través del ejercicio memorativo, que a su vez es claramente narrativo. En el lenguaje coloquial se suele decir que lo pasado, pasado está. Sin embargo, el pasado muta, porque es una narración que a su vez sufre modificaciones cada vez que una nueva información aporta ángulos desacostumbrados sobre los hechos evocados. Nietzsche nos enseñó que no existen los hechos, sino las interpretaciones, lo que significa que el ayer es una narración siempre inacabada porque siempre podremos disponer de información nueva que metamorfosee el contenido de nuestra interpretación. Existe un sesgo muy habitual en el mundo de los recuerdos. La desviación retrospectiva consiste en analizar hechos pretéritos utilizando información que sin embargo era nonata cuando ocurrieron los hechos escrutados. Como todos los sesgos, no somos conscientes de cómo polucionan cognitivamente nuestros juicios. Si recordamos el ayer sin tristeza entonces sortearíamos la nostalgia, o nos imbuiríamos en una nostalgia alegre, que lingüísticamente es un oxímoron pero afectivamente es verosímil. Ya no habría aflicción, sino una alegría en la reminiscencia que opera como refuerzo identitario o como palanca de autoafirmación. Me adhiero a quienes vindican una nostalgia alegre que nos invite a disfrutar del presente, el lugar en el que se despliega el mundo de la vida, esa misteriosa mezcla de pasado y proyección en continuo proceso a través de los diálogos que entablamos con nuestra memoria y nuestros sueños. Nos pasamos el día hablando con el ser que fuimos, con el que estamos siendo y con el que nos gustaría ser.  A esta conversación ininterrumpida la llamamos alma. Una nostalgia alegre impulsada siempre hacia lo que está por venir. 


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martes, octubre 25, 2022

«No leo, me leo a través de lo que leo»

Obra de Anita Klein

Es muy grato recibir comentarios de agradecimiento de quienes leen los textos que comparto aquí cada martes, o descubrir cómo aportan tras su lectura algún matiz nutricial e inadvertido por mí durante el proceso creativo, o me confiesan lacónicamente que lo que he sendimentado en escritura les ha gustado. Ante este último comentario tan afable suelo responder con una brevedad que sin embargo alberga una de las funciones más nucleares de la lectura: «Me alegra que gracias al artículo hayas entablado un diálogo fértil contigo». La semana pasada respondí así a una lectora que acababa de elogiar el texto. Debió sorprenderle mi respuesta, porque al instante me escribió inquiriéndome con amabilidad: «Bueno, diálogo conmigo misma no he tenido. He leído el artículo». Le contesté que «leer es leerse, a eso me refería».  Una vez le dije a una persona amiga que era bonito que conversara conmigo a través de lo que le sugerían mis textos. Como hiperbólica licencia literaria estaba bien, pero la realidad difería de que fuera exactamente así. Aunque estaba leyendo uno de mis ensayos, aquella persona lectora no había mantenido ninguna conversación conmigo. Leer es dialogar con la mismidad que somos a través de las ocurrencias escritas por otra mismidad que, después de haberlas pensado y ordenado con el rigor milimétrico que exige el lenguaje, las comparte por escrito. Leer es dialogar, pero no con quien firma la autoría de lo leído, sino con nuestra persona. Al leer se cita una aglomeración de yoes que mientras deambulan entre preguntas, titubeos y aseveraciones enriquecen al yo del que forman indisoluble parte. El tuétano del yo es logorreico, y la lectura lo despierta y lo sobreactiva.

He escrito que leer es dialogar, y de nuevo cometo una imprecisión. Solo podemos dialogar si hay una otredad, de hecho, etimológicamente diálogo significa la palabra que circula, y para que circule de un lado a otro se necesitan dos o más personas. De lo contrario la palabra no transita, queda detenida, no poliniza con otras palabras nacidas de otras formas de mirar y existir. Si no tenemos interlocutor, no hay diálogo, hay monólogo, aunque es cierto que en los monólogos aparecen múltiples voces que agrupamos bajo la nomenclatura del yo. Aquí es donde la lectura se torna práctica rotundamente enriquecedora. Me encanta dislocar la lógica y afirmar lapidariamente que «no leo, me leo a través de lo que leo». Leemos lo que narra una persona prójima, pero que inspira y hace hablar e interrogarse a la nuestra. Es una proeza empática pocas veces enfatizada como realmente se merece. La lectura, sobre todo la novela con su capacidad para personalizar y humanizar lo que acaece, para señalar la vida minúscula que es donde late la vida, posee la capacidad crítica y examinadora no solo de ponernos en el lugar del otro, sino de movernos hacia el lugar que podemos ser nosotros en cualquier momento en que la vida lo decida así.

Leer ofrece litigios interiores e intransferibles que solo se resuelven con la implicación atenta de nuestro entramado afectivo, esa gigantesca trama de puntos nodales en la que la racionalidad y la sentimentalidad acaban siendo dimensiones que se solapan en su afán de valorar nuestra instalación en el mundo. El entramado afectivo debería llamarse el entramado valorativo. Sé que está desacreditado emitir juicios, pero cada vez que hacemos valoraciones estamos enjuiciando el mundo, y hacemos valoraciones con la misma frecuencia que respiramos. Sentir es valorar, los sentimentos son las formas en que organizamos el resultado de esas valoraciones. Estamos condenados a ser libres, escribió Sartre. Podemos parafrasearlo y afirmar que estamos condenados a hacer valoraciones. El ser humano es el ser que se pasa el día enredado en disquisiciones valorativas, jerarquizando el valor de sus acciones y las de los demás, graduaciones que le hacen ser la persona que está siendo. ¿Y qué criterio es el que sería bueno utilizar para valorar? «Tenemos que averiguarlo entre todos a través del diálogo». La respuesta no es mía. Es de Adela Cortina. La lectura ayuda mucho a esta tarea política indispensable para convivir bien.


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martes, octubre 18, 2022

El yo se hace al narrarse lo que hace

Obra de Alice Neel

Nunca será lo suficientemente ensalzada la capacidad de hablar que poseemos en exclusividad los seres humanos. Probablemente la mayor proeza de nuestra inteligencia es haber convertido en sonido semántico y en signos legibles y con significación tanto el mundo que observamos como el mundo interior que nos habita. De hecho, este mundo hermético y críptico lo podemos articular y luego compartir porque lo podemos empalabrar. Si no pudiéramos dar cuenta verbal de lo que ocurre en nuestro entramado afectivo, viviríamos enclaustrados en un solipsismo horrísono, puesto que la caligrafía de los gestos o el lenguaje del cuerpo solo permiten anunciar de una manera muy roma y a veces equívoca qué sucede de nuestra piel para dentro. A veces los gestos son muy elocuentes, pero esa elocuencia proviene de la intromisión de normatividades culturales e intimidades personales construidas con la arquitectura del lenguaje. Sin estructura lingüística nuestra soledad existencial se recrudecería. Es la palabra tanto oral como escrita expresada en actitud confidente la que facilita que dos o más soledades puedan hacerse compañía.

En el artículo El futuro de la literatura, incluido en el libro Madres, padres y demás, la novelista y ensayista multidisciplinar Siri Hustvedt sostiene que «integramos rápidamente los acontecimientos de nuestra vida en narraciones más o menos coherentes». Creo que este proceso es mucho más que raudo, es simultáneo. Lo que acontece y cómo lo encapsulamos en narración es una experiencia que sucede al unísono. Como he plasmado en las páginas de varios ensayos, «el alma es el relato en el que nos vamos contando a cada segundo lo que nos ocurre a cada instante». Esta definición acientífica del alma intenta recalcar que el yo no es solo lo que hacemos, sino la forma en que nos contamos lo que hacemos mientras lo hacemos. Hay que puntualizar que no se trata de un relato neutral o aséptico. Es un relato evaluativo, con capacidad reorganizativa y de gobernabilidad, con fuertes condicionantes morales, de asignación de valores tanto personales como de genealogía social. La atmósfera anímica, el autoconcepto y los sentimientos se configuran en este relato, y simultáneamente el relato se colorea y se carga de matices gracias a la frondosa ramificación anímica, conceptual y sentimental que tenemos a nuestra cultural disposición los animales humanos. Las palabras no solo desencadenan imagénes visuales y nos aprovisionan de herramientas discursivas, también originan cambios en nuestro entramado afectivo. Una palabra nos puede precipitar a la tristeza, o instarnos a saltar de alegría, o estremecernos de miedo, o desmoronar nuestra ilusión y dejarnos abatidos durante varios interminables días. Las palabras dicen, pero también hacen.

En La especie fabuladora Nancy Huston sostiene que «el relato confiere a nuestra vida una dimensión de sentido que los demás animales desconocen». La trama en que reposicionamos nuestra vida mientras la vivimos persigue la creación de orden y congruencia, que las piezas de los acontecimientos fracturados en el decurso de los días confluyan en una intersección cabal y manejable. Se trata de encontrar patrones predictivos que nos entreguen fiabilidad, crear conectores con los que aumentar la creencia de seguridad y probabilidad y aminorar aquella que nos inspire miedo y flaqueza, evitar la disonancia cognitiva, la dolorosa disociación entre nuestros valores y nuestras acciones. «Para nuestro cerebro es más importante contarnos una historia consistente que contarnos una historia verdadera. El mundo real es menos importante que el mundo que necesitamos». Lo escribe Punset en el ensayo El alma está en el cerebro. Es fácil aducir que nuestro cerebro nos engaña en numerosas ocasiones en su loable afán de sobrevivir. El cerebro es un prestidigitador que falsea la realidad casi siempre a nuestro favor con el ardid de la fabulación. Si la falsificación es muy exagerada, podemos volvernos ilusos, engreídos, temerarios, pretenciosos, soberbios, estúpidos. Si la falsificación juega en nuestra contra, y lo hace con contumacia, entonces podemos devenir en personas encogidas, timoratas, recelosas, irresolutas, suspicaces, apesadumbradas, lánguidas. Nancy Huston lo explica maravillosamente bien: «convertirse en yo es activar el mecanismo de la narración». Aprender a narrarnos es aprender a vivir dentro de ese yo que se pasa el día hablando con la multiplicidad de yoes que habitan en él.



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