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martes, septiembre 10, 2024

Vuelta a la escuela y al cultivo de la atención

Obra de Tim Eiteil

 

El primer día que imparto clases en Bachillerato comienzo escribiendo en la pizarra una enigmática frase para instar a la reflexión a las alumnas y alumnos.  «El ser humano es el ser que aspira a ser un ser humano». Es una manera de iniciar un juego de interpelaciones, salir de lo que vemos con los ojos y adentrarnos en el nivel reflexivo del pensamiento. La explicación de este aparente jeroglífico es muy sencilla. Los seres humanos somos una entidad biológica empeñada en mejorar nuestro horizonte como entidad ética. No podemos deshabitarnos de los imperativos biológicos de la vida, pero sí podemos escoger cómo vivir o, lo que es lo mismo, cómo tratarnos y cómo tratar a los demás con quienes formamos la experiencia coral de la vida humana, que es humana precisamente por el acontecimiento de ser compartida. En otras ocasiones cambio la críptica frase por una adivinanza que suele tener muy buena acogida y provocar inmediatas indagaciones: «¿Alguien sabe cuál es con creces el lugar más peligroso de todo el Planeta Tierra?» Las alumnas y alumnos enumeran unos cuantos países con regímenes dictatoriales o con un precario Estado de Derecho en el que la vida alberga un valor nulo o muy módico. Entonces les comparto que el lugar más peligroso de todo el Planeta Tierra es el cerebro de una persona educada mal. Luego pormenorizo que una persona educada mal es una persona con un entramado afectivo en el que hay preeminencia de sentimientos de clausura al otro frente a los de apertura. Esa persona articula su comportamiento con desatención, desconsideración, descortesía, iracundia, gelidez, indolencia, irrespeto, desdén, actitud desalmada, proclividad a desplegar gestos que no dudamos en descalificar como inhumanos. Es el ser que no nos gustaría ni ser ni tener cerca. El ser que no presta atención a la otredad con quien la vida lo impele a relacionarse.

Me he aprendido de memoria el precioso párrafo inicial con el que Josep Maria Esquirol inicia su hermoso y apacible ensayo La escuela del alma, y que ahora viene en mi ayuda para recalcar lo que quiero decir: «Hay casa porque hay intemperie. Y la intemperie pide casa. Hay escuela porque hay mundo, y el mundo pide atención». Conceder atención al mundo es ante todo concedérsela a las personas que lo habitan con el fin de establecer interacciones afectuosas y justas, pero también vertebrar estructuras y condiciones de posibilidad que propendan a facilitar su emancipación y el despliegue de la dignidad de la que son acreedoras. Hoy es el primer día de clase tras el ínterin estival, la vuelta a la escuela, a ese lugar en el que todos los saberes y los aprendizajes se pueden compendiar en aprender a prestar atención.  De hecho, el propio Esquirol define unas páginas más adelante la praxis del estudio como atención reiterada. La buena noticia para quienes estudian, y también para quienes hacen de la vida una forma de estudiar, es que la belleza es la ofrenda con que la atención es obsequiada. Basta con adquirir una conciencia porosa de nuestros afectos, nuestra vulnerabilidad y nuestra finitud (que no es sino una atención sobre nuestras características constituyentes) para que todo lo que nuestra mirada contempla a su alrededor adquiera belleza y valor. 

En La capital del mundo es nosotros esgrimí una noción lacónica de educación pero que requeriría muchas páginas para explicitar su insondabilidad: «Educar es aprender a admirar lo admirable». Para un cometido filosófico tan complejo necesitamos inexorablemente el concurso de una atención que demanda cultivo y hábito para dar lo mejor de sí. Este ejercicio sostenido con paciencia  y denuedo será gratificado con la recompensa más excelsa de entre todas las posibles: «Felices los que prestan atención, entrenan su espíritu para recibir», que es el aserto con el que Esquirol encabeza el capítulo cuarto de su balsámico ensayo. La atención absorta e ilustrada posee el don de inaugurar la existencia a cada instante, faculta el disfrute de la gigantesca inexplicabilidad de la vida con la que el alma se descorcha a sí misma. Ojalá este curso que empieza hoy colabore a que muchas personas, justo en la edad en que modulan su carácter y van fijando sus puntos cardinales identitarios, se conviertan en personas atentas y puedan celebrar la belleza, el regalo con que la atención agasaja a quienes la practican.

 

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martes, abril 16, 2024

Llorar de alegría

Obra de James Coates

La alegría documenta nuestra afirmación a la vida. Es el sentimiento que aflora cuando la realidad se pone de acuerdo con nuestros propósitos y se aviene a llevarlos a cabo. Cuando ponemos todo nuestro denuedo en esa dirección reclamamos que la vida nos debe algo y fijamos todo nuestro empeño para que nos lo reembolse. Desbordamos alegría no solo cuando culminamos estos procesos, también cuando los desempeñamos y estimamos que tendrán el punto final o el punto y aparte que hemos soñado para ellos. Somos sujetos con agencia, con capacidad de autodeterminación, y la alegría adviene cuando la realidad colabora a articular el discurrir de nuestra vida conforme al dictado de nuestros intereses. Extraña que cuando la alegría se manifiesta relumbrante y poderosa recurra a las lágrimas que, sin embargo, suelen erigirse en la representación más fidedigna de toda persona azotada por la desventura y la desazón. Cuando nos asola la pena no reímos ni emplazamos una sonrisa en el rostro. En cambio, cuando la alegría destella intensamente nuestro cerebro se toma la libertad de regar con lágrimas la comparecencia de tanto júbilo. Es un evento humano fascinante, porque en el alfabeto sentimental las lágrimas parecen patrimonio privativo de la tristeza, y sin embargo también asoman cuando la alegría deviene honda e inmensa. Cuando «la emoción nos embarga».

Afirmar que una emoción intensa nos embarga es muy ilustrativo. Embargar significa dominar, paralizar, apoderarse, pero también confiscar, incautar, requisar. Cuando una emoción nos embarga se apodera de nuestra persona, nos desposee momentáneamente de ese control inhibitorio que la mayoría de las veces suele evitar que el flujo emotivo se exteriorice y se derrame. Sin embargo, si hay excedente emocional, lloramos impulsivamente para desaguarlo y volverlo a encauzar. La inaprehensibilidad de la vida queda atestiguada en el desbordamiento involuntario de estas lágrimas. Cuando lloramos de alegría una simultaneidad de narrativas engarza historias, significados, referencias, valoraciones, cronologías, biografías, visiones panorámicas, entrecruzamiento de vidas e ideas. El conocimiento de las significaciones que se entretejen en la situación dada inspira esa alegría que humedece los ojos. Todos los sentimientos poseen su correlato somático,  y en este caso al impulso energético del cuerpo y la luminosidad de la cara se le une la acuosa llegada de las lágrimas. El conocimiento transfigurado en aprendizaje permite detectar, codificar, juzgar, categorizar, expresar y reintegrar lo que nos sucede mientras nos está sucediendo. Llorar de alegría es el resultado de sofisticados ejercicios valorativos plenamente internalizados. Detrás de esas lágrimas que rocían la mirada hay una narración que relata hechos plausibles, encomiásticos, personales, vivenciales, nociones muy sutiles pero de una complejidad máxima para contornear nuestra biografía. 

Lloramos de alegría cuando coronamos algo que nos apasiona y que ha supuesto derribar adversidades y contratiempos, esos embates con los que la vida desobedece nuestras pretensiones y reafirma su indomabilidad. El logro que nos saca lágrimas de alegría no necesariamente es personal, su titularidad puede pertenecer a otra persona con la que nos anuden nexos afectivos, de lo que se desprende que las personas estamos dotadas del sentimiento de la compasión, sentir alegría porque nos reconforta la alegría de la persona próxima y nos entristece su tristeza, su dolor, o su sufrimiento.  Pero también pueden ser logros vicarios, celebraciones de creación colectiva que refrendan identidades, caracteres, afectividades, formas de entender, sentir y acomodar la existencia, y que refrendan con su presencia que la satisfacción de vivir se multiplica al compartirse. 

Otro motivo de estas lágrimas jubilosas sucede ante la contemplación de lo bello. La mirada no es un receptáculo en el que depositamos la belleza del exterior, sino el sumatorio de complejas operaciones de significado y sentido que otorgan valor a lo observado (un paisaje, una obra artística, un trabajo creativo, una gesta deportiva, o el comportamiento de un semejante) enalteciéndolo estética y axiológicamente. La belleza es una asombrosa creación de la inteligencia por la que percibimos en el exterior todo un conjunto de narrativas semánticas atesoradas con cuidado y aprecio en el interior. Hay que apresurarse a añadir que asimismo lloramos cuando el caudal de la risa inunda todo nuestro ser. Una sobreexposición de hilaridad nos arrebata lágrimas que acompañan nuestras carcajadas, o las soltamos ante la exposición de una inteligencia jocosa con capacidad de releer las cuestiones desde ángulos imprevistos y desternillantes. Quien intelige que lo valioso está en todas partes con tal de saber mirar propende a llorar de alegría más a menudo. Llorar de alegría respalda que la alegría es el fin último por el que los seres humanos no cejamos de hacer cosas. y que su amistad precisa aprendizaje y práctica. Llorar de alegría es una manera silente de decir sí a la vida.


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martes, marzo 21, 2023

Una mirada poética para ver lo que los ojos no ven

Obra de Jeffrey T. Larson

Hoy se inaugura la primavera y a la vez se festeja el Día de la Poesía. Es un acierto hacer coincidir ambos días, porque la primavera es un biológico estallido de vida y vigor cromático, que es exactamente lo que logra culturalmente la poesía al reverdecer las múltiples formas de mirar y entender el mundo. Existe mucha tergiversación con la etiqueta nominal de poesía. Tendemos a reducirla a mero género literario, lo que supone escamotearle su genuina naturaleza. El escritor francés Jules Renard se quejaba en uno de sus aforismos de leer versos y versos y versos y sin embargo no hallar en ellos ni una sola línea de poesía. También puede ocurrir al contrario, que haya muchísima poesía allí donde no hay ni un solo verso ni el más mínimo vestigio de algún poema. La poesía no consiste en escribir unos versos elegíacos que balsamicen el dolor, o cartografíen un alma ulcerada, en desgranar palabras y más palabras a través de una sintaxis tan acrobática como vetada al lenguaje coloquial. La poesía radica en abastecerse de una actitud creadora, mirar la existencia como el lugar en el que se da cita la posibilidad, y hacer de ese espacio y ese tiempo algo tan apetecible que enerve comprobar que solo disponemos de una vida para disfrutarlos. La palabra poesía tiene su genética léxica en la palabra griega poiesis. Significa crear, componer, adoptar, fabricar. El poeta puede trocar creativamente la realidad, pero la gran proeza es que también puede transformarse a sí mismo. Ortega y Gasset recalcó que «la vida humana consiste siempre en un quehacer, en una tarea para construir la propia vida». Vivir es un acto constructivamente poético y cada persona es un poeta o poetisa con capacidad de crear belleza al mirar de un modo singular que determine un actuar también singularizado. 

Cada persona es autora de sus propósitos, pero coautora de sus resultados porque en ellos inciden los propósitos de los demás, y a esos demás les ocurre lo mismo con los propósitos del resto de las personas con quienes constituyen comunidad. La mirada poética lo sabe y ve y entiende que cualquier existencia es una existencia al unísono con otras existencias. El mundo no es solo un lugar físico, es ante todo un entramado semántico, y por eso la mirada poética está en disposición de ejecutar el malabarismo de ver lo que los ojos no ven. La mirada poética es capaz de brindar sentido allí donde se posa. Ve belleza porque parte del presupuesto de la vulnerabilidad y la finitud consustanciales a toda persona. Recuerdo que Vicente Verdú escribió un aforismo en el que decía que la gente que se queja de que no le pasa nada no sabe de cuánto mal se libra. Verdú escribió esta sentencia meses antes de morir de cáncer. El cineasta Manuel Summers contaba que cuando le detectaron una enfermedad terminal veía la misma belleza en un atardecer que en un huevo frito. La mirada poética es una mirada que nace de reasignar prioridades y valores al mundo de la vida. Cuando una persona se sabe y se siente obsolescente, frágil e infinitesimal, en cualquier lugar en el que asiente su mirada comprobará que se está celebrando la belleza. Basta con tomar vívida conciencia de la caducidad de existir para comprender que es una suerte poder abrazar un nuevo amanecer con su séquito de posibilidades.

A mis alumnas y alumnos les repito con terca insistencia que son personas extraordinarias, y lo son porque son únicas, incanjeables, singularidades maravillosas, exactamente igual que el resto de todas las personas que habitan el planeta Tierra. Ocurre lo mismo con cada día, con cada momento, con cada situación que la mirada poética está en disposición de elevar a hito celebratorio. El asombro es la fuerza gravitatoria que nos enlaza con la belleza de estar vivos. El conocimiento que no nos hace asombrarnos es un conocimiento paupérrimo y estéril. Resulta inspirador ver y sentir que hemos inventado el lenguaje, la técnica, la tecnología, las matemáticas, los sentimientos, la deliberación, el diálogo, las religiones, la ética, el derecho, la medicina, el arte, las humanidades, la música, los valores, la dignidad, para que ineluctablemente comparezca el asombro sobre aquello de lo que unos seres finitos y tremendamente vulnerables somos capaces de crear para sobrevivir primero y vivir vidas significativas después. No quiero caer en una lectura angelical de las cosas. Sé que existe el odio, los sentimientos de clausura al otro, la vulnerabilidad económica, la asfixiante precariedad, la pobreza que yugula los horizontes de vida, la violencia siempre dispuesta a contravenir la voluntad ajena, pero mirar poéticamente el mundo es una manera de preservar la alegría interior sin la cual la vida queda desvalijada de sentido. Aunque la poesía se suele vincular con la tristeza y el abatimiento, la mirada poética es la mirada que nos prende a la alegría de estar vivos, al enigma de tener una existencia que, al igual que le ocurre al resto de animales sintientes, siempre propende a conquistar una situación agradable y a sortear la desagradable. Hoy es un buen día para verlo, entenderlo y sentirlo. Que la poesía acceda a nuestras retinas.

 
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