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martes, marzo 25, 2025

Aunque solo sea por curiosidad

Obra de Jarek Puczel

Uno de los momentos más descorazonadores en clase sucede cuando pregunto a las alumnas y alumnos qué es lo que les apasiona, y por respuesta recibo un vago encogimiento de hombros. Les replico diciéndoles que no me creo semejante respuesta, porque son muchas las veces en que he observado cómo la pantalla de sus móviles los abduce y les confisca la atención con una fuerza tan poderosa que es del todo imposible que no estén involucradas la pasión y la curiosidad. Se puede objetar que esa imantación no nace de la curiosidad, sino de la adicción. Quienes estudian nuestra vinculación con las pantallas postulan que la gratificación instantánea con que nos obsequian desde el imperio de los bytes desincentiva la paciencia requerida sin embargo para explorar lo que se ubica en la presencialidad desdigitalizada. Nos cuesta un sobreesfuerzo el impulso para transitar del consumo pasivo de información a la interacción activa de explorar el mundo para acomodarnos en él, o transformarlo, en el supuesto de que nos resulte incómodo y por lo tanto susceptible de ser recolocado. 

En el colosal ensayo Universo y sentido, Norbert Bilbeny sostiene que la curiosidad en el ser humano «es sentirse atraído por lo que percibe extraño y desea que forme parte de su medio cotidiano para intentar comprenderlo». A mí me gusta afirmar que la curiosidad consiste en trasladar nuestra atención hacia lo desconocido con el propósito de que deje de serlo. De hecho, coloquialmente solemos decir que algo nos llama la atención cuando precisamente ese algo suscita nuestra curiosidad. La curiosidad es el interrogante que surge cuando súbitamente algo en el mundo se desvela extraño y a la vez valioso para nuestros intereses. Esta nueva definición explica el hecho de que no haya ninguna persona que no sea curiosa, aunque nos lo parezca, simplemente ocurre que siente curiosidad por intereses personales que difieren de los nuestros. Creo que una forma de sabiduría es orientar esta potencia propulsora hacia aquello que le conviene al perfeccionamiento de la vida. Einstein sostenía que la curiosidad es más importante que el conocimiento, pero es difícil segregar ambas dimensiones. No se puede ser curioso sin conocimiento, ni poseer conocimiento sin tener curiosidad. 

Si la filosofía es la amistad por el saber y el sentir mejor, la curiosidad es una forma de amor por lo que aún está por revelar. No existe un hiato entre la curiosidad y el entusiasmo implícito en la experiencia de aprender. Solo aprendemos lo que amamos, como reza la obra más célebre de Francisco Mora, y solo amamos aquello que despereza nuestra curiosidad. En lo más arraigado de nuestro ser implosiona una inquietud indagatoria por dirigirnos a lo nuevo e incorporarlo a nuestro acervo. La curiosidad es la manera con que cuidamos nuestra capacidad de sorprendernos, de cuestionar lo que damos por consabido, de ser sobresaltados por lo que aún no sabemos. El conocimiento nacido de la tensión creativa entre la familiaridad y la extrañeza (otra forma de conceptualizar la curiosidad) da pie a nuevo conocimiento que anticipa futuro conocimiento en un proceso que se iterará sin reposo. Como contrapartida ocurre que cuanto más intensa es la práctica del saber, más se abalanza sobre nuestra persona el ingente desconocimiento que nos asedia por todos lados. Experimentamos que saber no es solo saber lo que se sabe, sino asimismo conocer la amplitud de lo que se ignora. Quien curiosea y se adentra en lo ignoto trata de paliar un desconocimiento que acarreará novedosos desconocimientos en un bucle siempre inacabado, pero que en vez de entristecernos nos premia con la alegría y el encantamiento. Para la persona  curiosa la grandiosidad consciente de su ignorancia no es un motivo para el anonadamiento, sino un campo para proseguir una exploración que se sabe inabarcable y por ello de índole inconclusa. Uno de mis mejores amigos suele afirmar que «siempre hay que ir hacia adelante». El motivo de esta tenacidad no es otro que «aunque solo sea por curiosidad». Curiosidad por saber más, por comprobar que sabemos menos de lo que creíamos, por aceptar lo enigmático de la vida.

              

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martes, febrero 25, 2025

Tranquilidad, belleza, entusiasmo

Obra de Jarek Puczel

El dolor es la forma que encuentra el cuerpo para avisarnos de que alguna de sus partes no funciona correctamente. Cuando algo corporal nos duele, enseguida inferimos que algo no va bien, que hay un defecto en algún lugar que quebranta la armonía. Su correlato en el alma es el sufrimiento. El sufrimiento es la forma que halla el alma para alertarnos de que algo falla y que deberíamos mutar la dirección de alguna de nuestras acciones. En un cuerpo en el que no hay dolor específico hay una estabilidad y un equilibrio que facilitan un adecuado funcionamiento de todo el sofisticado engranaje que lo conforma. ¿Y cuál es el correlato de la buena salud en el alma? Hay una panoplia de posibles respuestas, pero creo que alcanzaríamos rápido consenso si entre ese tumulto de respuestas sale citada la tranquilidad, ese lapso sostenido en el tiempo en el que la realidad ceja de confabular contra nuestros intereses más medulares y relaja su papel opositor. Quien lea habitualmente estos artículos sabrá que es una ideación recurrente afirmar que no hay nada más excitante que la tranquilidad, un aserto de cuño mitad estoico, mitad epicúreo, al que me adhiero cada vez con más convicción.

La disolución de la preciada tranquilidad sucede cuando vivimos con miedo y percibimos amenazas que suspiran por rasgar aquello a lo que conferimos relevancia. Vivir en una alerta perpetua menoscaba nuestra tranquilidad, pero también, y este detalle es culminar, la atención entendida como el mecanismo con el que accedemos a realidades invisibilizadas o estragadas por la costumbre y la celeridad. Estamos alerta cuando presagiamos hostilidad a nuestro alrededor, sin embargo, estamos atentos cuando intuimos que esa atención será recompensada con belleza. Para este segundo cometido es fundamental abandonar el estado de alerta, porque quien está alerta no está atento. Dicho con lenguaje positivo, es imperativo albergar tranquilidad. 

En la universidad asistí a las clases de un profesor que en la asignatura de Estética escindía estas dos disposiciones nominándolas como estar al acecho y estar a la escucha. Encontramos belleza no donde buscamos belleza, sino donde colocamos la atención sin el afán de buscar nada y más bien apreciarlo todo. La belleza es la experiencia contemplativa que nos inclina hacia la delectación y lo fruitivo, pero es un deleite que a la par guarda una energía propulsora para que quien la recibe movilice su atención hacia aquello que lo mejore y a la vez mejore los contextos de las personas que pueblan su derredor. La belleza es omnipresente si poseemos sensibilidad y potencia epistémica para captarla. La belleza no solo se prodiga en la naturaleza y en los fabulosos artefactos culturales que el animal humano es capaz de crear con su inventiva y su inteligencia, también abunda en el comportamiento. Hay abrumadora cantidad de ella en el proceder de quien pone su atención y su cuidado a disposición de la persona que los necesita. El amor es la alegría que nace cuando cuidamos el bienestar de las personas tanto del círculo íntimo como del círculo que excede la geografía de la proximidad. Creo que cuando expandimos ambos círculos celebramos la antología de la belleza. 

Y aún queda lo más sobresaliente. La belleza es un generador de entusiasmo, (el entusiasmo es otro de los antónimos del sufrimiento), un impulso que permite que una persona realice una tarea con esfuerzo aunque sin tener la más mínima sensación de que se está esforzando. El entusiasmo atestigua el sí a la celebración de la vida. El entusiasmo nos urge a dedicarnos a aquello que nos abastece de entusiasmo, un bucle que una vez activado dona de plenitud y sentido a quien se interna en él. Nietzsche estableció el concepto del eterno retorno como criterio de selección de nuestros fines. ¿Qué haríamos si lo que decidimos hacer lo tuviéramos que repetir eternamente? Llevaríamos a cabo aquello que nos entusiasma. Y cuando estamos entusiasmados no solo estamos atentamente absortos, asimismo se enraízan los sentimientos de apertura al otro en el espacio compartido y en el uso público de la razón comunicativa. Tranquilidad, belleza y entusiasmo como puertas de acceso a una vida cívica más amable, más habitable, más poblada de atención y afecto. 


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martes, septiembre 17, 2024

Elogio de los hobbies y las aficiones

Obra de Willian La Chace


Hace unas semanas asistí a los estudios de una emisora de radio como espectador privilegiado. Unos amigos conducen un programa y ese día entrevistaban a un artista que componía y tocaba todos los instrumentos con los que había grabado la música de los cuatro álbumes que conformaban su discografía, fotografiaba con criterio y pericia multitud de conciertos a los que acudía acreditado, y realizaba videoclips de sus propias canciones, pero también de propuestas ajenas que, vista la espectacularidad del resultado, cada vez le demandaban con más asiduidad. Este artista hablaba con apasionamiento de sus creaciones, con ese amor que solo le dispensamos a las tareas que conectan con lo más vívido e íntimo de nuestra persona y precisamente por ello nos abastecen de congruencia narrativa y sentido. Ante la admiración que estaba despertando en sus entrevistadores, verbalizada merecidamente con varios epítetos, esta persona comentó algo que me llamó poderosamente la atención. «Bah, todo esto que hago no tiene importancia, son solo hobbies», afirmó sin visos de aparente falsa modestia o de impostura para rebajar la intensidad de los elogios recibidos. 

En el silencio en el que me confinaba mi papel de espectador pensé en la muy injusta infravaloración de los hobbies, esas aficiones que suelen estar soboteadas por los tiempos remunerados y que solo se llevan a cabo cuando la omnipresencia laboral da su asentimiento. El empleo interfiere en la vida de las personas y, a cambio de ingresos cada vez más exiguos, ocluye el acceso a prácticas que extraen y cultivan lo mejor de sí mismas, haceres que sin embargo encapsulamos linguísticamente en palabras de depauperado valor social como afición o hobby. El  propio diccionario de la RAE minusvalora ambos términos cuando los describe como pasatiempos. Es paradójico que la Real Academia acuñe este término (pasatiempo) que informa de superficialidad o frugalidad, cuando probablemente donde más tiempo pasamos deseando que pase el tiempo lo más raudo posible es en  la esfera laboral.

Al escuchar la palabra hobby también me vino súbitamente a la cabeza una de mis palabras favoritas, diletante, es decir, quien cultiva algún campo del saber y el arte desde la afición y no desde la profesionalidad. A mí me encantan las personas diletantes porque el diletantismo está imbuido de una pasión y un entusiasmo que el empleo propende a marchitar con su violencia burocrática, sus peajes de subalternidad y el encadenamiento a tiempos de ejecución que se desentienden de la insorteable predisposición que requiere cualquier desempeño. ¿Hay algo más encomiástico que enredarnos en una tarea por pura afición, ser un diletante, hacer las cosas por amor al arte, como despectivamente señalamos a las actividades no recompensadas monetariamente? No creo que haya hipérbole alguna en aseverar que hacer algo por amor a lo que se hace es lo más elevado que se puede hacer.

En la irónica, divertida  pero a la vez agria novela El descontento, de Beatriz Serrano, un alegato contra el drenaje existencial que supone la sumisión laboral, la protagonista se mofa de una frase que le resulta ofensiva y que suele proferirse a modo de salmo para santificar el empleo y olvidarse de su condición de relación social y de pérdida de la soberanía de un abultado segmento de tiempo y por extensión de una porción bastante grande de la vida: «Encuentra un trabajo que te guste y nunca más tendrás que volver a trabajar». Este aserto tan usual en la literatura empresarial se puede objetar fácilmente. La refutación me la encuentro como cita en el capítulo Los cuerpos y los trabajos intelectuales del último ensayo de Remedios Zafra, El Informe. La cita es un diálogo.  «¿Y no preferirías un trabajo relacionado con lo que te gusta?». La respuesta es antológica. «No. Prefiero hacer lo que me gusta cuando termino el trabajo». Esta pregunta y respuesta no están extraídas de una novela o de una película escrita por guionistas brillantes. Provienen de una conversación que entabla la autora con un estudiante de instituto, que quizá ya ha experimentado cómo la pasión propende a evaporarse en contextos no electivos.

En numerosas ocasiones los hobbies se infraestiman al aplicarles análisis financieros de rentabilidad, como si el apasionamiento que proveen se pudiera cuantificar y traducir monetariamente, o si el hobby persiguiera el propósito de obtener unos ingresos que sí son inherentes al empleo. Una amiga me contaba hace unos días la delectación que su pareja y ella habían encontrado en el cultivo de un huerto. Pero adjuntada a esta alegría me confesó con un mohín de descontento lo siguiente: «Tenemos un huerto y la gente lo primero que nos pregunta es si es rentable». Cuánta elocuencia sin necesidad de dar muchas explicaciones.

 

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