martes, marzo 11, 2025

Pobreza y desigualdad

Obra de Tim Eitel

Uno de los rasgos más distintivos de las personas asediadas por la pobreza es la eliminación del largo plazo en sus imaginarios. El célebre y recomendado carpe diem, vive el presente, lo cumplen involuntariamente las personas pobres cuando la escasez de recursos encadena sin remisión a la perentoriedad del aquí y ahora en la que se condensa la supervivencia. Desaparecen los proyectos que requieren el concurso de la paciencia y el tiempo, privilegio al alcance de quienes pueden financiarse la espera, o cuyo coste de oportunidad es asumible para sus economías. La pobreza arrebata a las personas la condición de agentes de su vida, una de las características medulares por la que los seres humanos nos consideramos valiosos y por tanto acreedores de dignidad. Amartya Sen es taxativo en su definición de pobreza: la pobreza es falta de libertad. La pobreza y sus vecindades (desempleo, precariedad, carestía de ingresos, inestabilidad, provisionalidad, incertidumbre, volubilidad, indefensión, empleabilidad intermitente, cesión de derechos, pobreza salarial) no solo hurtan la capacidad proyectiva del ser humano, también confinan en una trampa a quienes las padecen. La acuciante paliación que demanda la pobreza a cada instante ahonda la cronificación de esa misma pobreza. 

A pesar de este escenario desolador que requeriría inmediatas medidas políticas, los discursos aporófobos enquistados en el credo neoliberal suelen atribuir a las personas pobres todo tipo de deficiencias morales. Asocian la escasez económica con escasez moral. La primera ministra británica Margaret Thatcher descalificó la pobreza como un «defecto de personalidad» al que imputaba irresponsabilidad y holgazanería. Aunque parezca increíble, aún urge recalcar que las personas acuciadas de pobreza no carecen de virtudes, carecen de dinero. En lugares donde está asentada acríticamente la cultura de la meritocracia es fácil que las personas pobres sean recriminadas al considerar que la pobreza no se debe a factores sociales exógenos, sino a debilidades morales internas. En Trabajos de mierda, David Graeber refuta esta idea con su habitual brillantez argumentativa: «Es fácil encontrar ejemplos de personas nacidas en la pobreza que han llegado a ser ricas gracias a su coraje, su determinación y su espíritu emprendedor; por tanto, los pobres no salen de la pobreza porque no han realizado el esfuerzo que podrían realizar. Esto suena convincente si uno se fija solo en los individuos, pero no lo es tanto cuando se examinan datos estadísticos comparativos que revelan que las tasas de movilidad ascendente entre clases fluctúan drásticamente a lo largo del tiempo. ¿Tenían los pobres estadounidenses menos ganas de mejorar su situación durante los años treinta que durante las décadas anteriores, o la Gran Depresión tuvo algo que ver con eso?».

El economista Jeffrey Sachs distingue tres grados de pobreza: 1) Extrema o absoluta, cuando sin ayuda exterior las familias no pueden satisfacer las necesidades básicas para la supervivencia. 2) Moderada, cuando las necesidades básicas están cubiertas, pero de modo precario. 3) Relativa, cuando el nivel de ingresos está por debajo de una proporción de la renta nacional media. Hay que recordar que una persona franquea el umbral de la pobreza cuando sus ingresos no alcanzan el sesenta por ciento de la renta media del país en el que vive. La pobreza absoluta sucede cuando la escasez de recursos pone en jaque la vida, pero la pobreza relativa, cuando el mantenimiento de la vida no está amenazado, es tremendamente devastadora en contextos de suntuosa riqueza y por tanto de flagrante desigualdad. Si se elige el punto de comparación equivocado, tanto para las personas ricas como para las pobres, la desigualdad no cejará de atosigar a las personas repitiéndoles que no disponen de lo suficiente. No todo estriba en erradicar la pobreza, también hay que atenuar las desigualdades. Si se mantiene intacta la desigualdad comparativa, la condición relativa de la pobreza hará ineliminable la propia pobreza.


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