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Obra de John Wentz |
En el entusiasta Utopía para realistas, el filósofo e historiador Rutger Bregman, autor también del contrahegemónico Dignos de ser humanos, ofrece una de las claves estelares para alcanzar una vida buena: «Reclamo que dediquemos más tiempo a las cosas que verdaderamente nos importan». A mí me gusta recalcar que lo contrario de una vida buena no es una mala vida, sino la indisponibilidad de tiempo para dedicarlo a aquello que conexa con lo más enraizado de nuestro ser. Aunque cada persona elige desde el repertorio de sus predilecciones con qué rellenar el contenido de su vida para tornarla en buena, es fácil consensuar que la vida buena es la vida en la que no hay cabida para la absurdidad y la alienación, la vida en la que se anhela que vuelva a amanecer pronto para proseguir con lo que plenifica y cuaja de sentido la eventualidad de existir. Podemos sintetizar que la experiencia más vigorizante a la que puede aspirar cualquier persona es la de llegar a ser la que ya es, por emplear la célebre fórmula de Píndaro. Me atrevo a afirmar sin titubeo alguno que lo más hermoso que una persona puede decirse así misma es algo emparejado con esta enunciación: «¡Disfruto tanto de la vida que me fastidia tener solo una!».
En su ensayo, Rutger Bregman se lamenta de que la vida que vivimos propenda a separarnos de lo que nos importa, y brinda una fuente bibliográfica para refrendarlo: «Hace unos años, la escritora australiana Bronnie Ware publicó un libro titulado Las principales cinco cosas de las que se arrepienten las personas antes de morir, basado en su experiencia con los pacientes durante su carrera de enfermera. ¿Cuáles fueron sus conclusiones? Ninguno de sus pacientes le dijo que le habría gustado prestar más atención a las presentaciones de power point de sus compañeros de trabajo, o haber dedicado más tiempo a un brainstorming sobre la cocreación disruptiva en la sociedad de la información. El primer motivo de arrepentimiento fue: «Ojalá hubiera tenido el valor de vivir una vida auténtica para mí, no la vida que otros esperaban de mí». El segundo: «Ojalá no hubiera trabajado tanto». Resulta paradójico y a la vez apesadumbra que la lógica imperante en el mundo sea la ansiógena maximización de la ganancia económica, siempre incremental con respecto al ejercicio anterior (y siempre devastando los vínculos de la vida humana, sacrificando la vida animal y vegetal y destruyendo el planeta), y sin embargo, cuando las personas afrontan el final de sus vidas y recapitulan, nunca citan nada afín a la optimización del beneficio, la obtención de ingresos, o el empleo que parasitó sus vidas. Al pensar la vida antes de que emerja su irreversibilidad se evocan vínculos y lazos con los demás, con los lugares y con las creaciones en las que el ser voluntaria y apasionadamente nidificó.
Hace años leí La revolución de la fraternidad de la periodista y psicóloga Paloma Rosado. En sus páginas finales también narraba los testimonios de personas poco antes de morir. La queja más frecuente de todas ellas era la de no haber aprovechado bien la vida (o sea, no haber tenido una vida buena) y no haber expresado el amor que sentían por quienes habían estado a su lado poniendo a su disposición presencia, atenciones y cuidados. Cito de memoria, pero creo que asimismo había personas quejumbrosas de no haber sabido deslindar lo inane de lo relevante, y sobre todo de haber sido poco hábiles en el arte de saber restar importancia a lo que no se la merece. En algunas de las conferencias con las que comparto públicamente mi mirada suelo contar una terrible anécdota. En los atentados de las Torres Gemelas de New York ocurrió un hecho sin precedentes en la historia de la humanidad. Miles de personas sabían con antelación que iban a morir en cuestión de minutos, y además disponían de un teléfono a su alcance. Empuñando en sus trémulas manos un teléfono realizaron llamadas a sus seres queridos para decirles «te quiero», un adiós con la voz quebrada por el llanto para vindicar el nexo afectivo. De las miles de llamadas grabadas en esos momentos tan trágicos no hay registro de una sola que abordara asuntos relacionados con balances, negocios, inversiones o cuenta de resultados, a pesar de que todas las víctimas se encontraban en sus oficinas. Resulta descorazonador tener que alcanzar las postrimerías del ciclo vital, o que sobrevenga una vicisitud horrible que nos sitúe delante de nuestra propia mortalidad, para ordenar y estratificar nuestras prioridades. No habla bien de nuestra persona. Habla muy mal de las lógicas que rigen el mundo.

La vida nos es dada
Tiempos y espacios para que los rostros se encuentren.
Cuidar los contextos para cuidar los sentimientos.