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martes, octubre 31, 2023

«La cultura no es un lujo, es un recurso vital»

Obra de Paola Wiciak

En su último libro, Los hombres no son islas, el recientemente fallecido Nuccio Ordine sostenía que la sabiduría no es una ciencia productiva. El saber no puede servir exclusivamente a empeños tan prosaicos como el provecho monetario o la ampliación de posibilidades laborales. Líneas más adelante se ratificaba en su idea: «el auténtico conocimiento no sirve porque no es servil, nos ayuda a ser mejores».  Es un argumento análogo al que trazó en el libro que le donó celebridad, La utilidad de lo inútil.  Por paradójico que pueda parecer, el conocimiento no es utilitarista, aunque no hay nada más útil que el conocimiento. La noción de utilidad en la civilización del empleo y la técnica reduce el conocimiento a instrumento para optar a una empleabilidad con alto valor de uso en el mercado. En palabras de Aristóteles la filosofía no sirve para nada, porque no es un medio, es un fin en sí mismo. Pensar no es un instrumento al servicio de algo concreto, sino que el propio despliegue del pensamiento es un fin en sí mismo que modula el carácter y la mentalidad de la persona.

El pasado miércoles 25 de octubre el catedrático de Teoría de la Literatura Antonio Monegal obtuvo el Premio Nacional de Ensayo con su obra Como el aire que respiramos: el sentido de la cultura (Acantilado, 2022). En las páginas del libro desgrana diferentes nociones de cultura que la asientan como un fin en sí misma muy parecido al que Aristóteles confería al pensamiento y Ordine a la literatura: «la cultura es toda forma de estar en el mundo, cómo los seres humanos organizan su existencia», «vasto repertorio de modelos para dar sentido y organizar la vida», «la cultura actúa como determinante de los procesos de construcción de sentido y relación con el entorno». Me resulta muy audaz la definición que aparece al final del ensayo: «Es el sistema mediante el que se construyen, expresan, organizan y negocian diferencias, identidades, relatos, conflictos y formas de convivencia. Reconcilia los desajustes entre el ser humano y el mundo, modula el horizonte de lo posible y nos invita a enunciar anhelos utópicos»

En el ensayo premiado el profesor Antonio Monegal sostiene que cada vez que problematizamos en torno a la cultura erramos en la formulación de la pregunta. En vez de preguntar para qué sirve la cultura, la interrogación más pertinente debería orbitar sobre qué hace la cultura con las personas. «Preguntarse qué hace la cultura es desplazar el debate desde el cuestionamiento del valor hacia la determinación de sentido». Al proveernos de interrogantes sobre qué hace la cultura con las personas, el escrutinio propio de la racionalidad neoliberal (que relee cualquier orden humano en términos de coste y beneficio económico)  no es pertinente. No podemos constreñir la cultura a mercancía degradada a entretenimiento, actividad lucrativa o patrimonio que explotar a través del turismo. La pregunta sobre qué nos hace la cultura la eleva a condición connatural del hecho de existir. El título del libro nace de esta atestiguada certeza, porque compara la cultura con el aire que nos confiere poder estar vivos. «La cultura es un vasto repertorio de modelos para dar sentido y organizar la vida. La cultura es un bien común». Unas páginas después el autor vuelve a hacer hincapié en este aspecto: «la cultura no es un lujo, es un recurso vital». 

Nada más recibir el galardón, Monegal detalla un poco más esta visión omniabarcativa en una entrevista concedida a La Vanguardia: «La gente habla del mundo de la cultura separado del resto. Para mí el mundo de la cultura es el mundo, no hay un mundo fuera de la cultura. Hemos de preocuparnos si consideramos que puedes encontrar mejores modelos de vida y mayores recursos para aprender empatía, solidaridad y comprensión del punto de vista del otro en la literatura o en ciertas películas que simplemente mirando la información que te llega por TikTok». Fernando Savater sostiene que la cultura sirve para disfrutar con muy poco dinero de una amplia panoplia de cosas, aseveración muy atinada que se puede conjugar con la de Kierkeegard, que arguyía que la cultura es una manera de apreciar lo sublime en lo mundano. Cuando uno tiene la capacidad analítica de ver lo extraordinario en lo ordinario puede vivir asiduos episodios de delectación extrema sin la intermediación monetaria.  El escritor y poeta Antonio Lucas posee un repertorio de definiciones de cultura comprimido en el texto que escribió para el libro compartido Perder la gracia. Con su reluciente prosa nos dice que «la cultura entrega utensilios para consolidar la voluntad propia»,  «la cultura no es un espacio excluyente o sagrado, sino el camino natural para tomar conciencia de lo que somos». En un mundo saturado de saberes instrumentales resulta difícil entender que la cultura abastece a las personas de estructura y criterio crítico de sentido. Como el ser humano es un ser en tránsito uncido a su propia autodeterminación, saber elegir es la tarea más medular de todas con que la vida le confronta. «La cultura sirve para enriquecer el horizonte de lo posible», escribe Monegal. No hay propósito más elevado al que podamos aspirar. Individual y colectivamente.

 
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martes, enero 15, 2019

Educarse es subversivo


Obra de Nigel Cox
Educar es el proceso a través del cual intentamos extraer de nosotros lo mejor que llevamos dentro. Esta labor de extracción dura toda la vida y se lleva a cabo sobre todo cuando ignoramos que se está llevando a cabo. En esta sucinta y sencilla definición queda clara la diferencia entre enseñar y educar, dos términos que a veces se utilizan como sinónimos, aunque cada vez más muchos profesores se encargan de delimitar de forma célere sus fronteras cuando sentencian que ellos se dedican a enseñar, pero ni mucho menos a educar. Si enseñar es transmitir conocimientos (en una época de sobreinformación y fácil acceso a los depósitos en los que se almacena la producción científica, humanística y artística, yo abogo por estimular el amor al conocimiento más que su transferencia), educar consiste en enseñar a desear y a amar aquello que una vez adquirido a través del ejercicio deliberativo aproxima la conducta hacia lo excelente, a mejorar la relación con el otro en tanto que somos seres dependientes y oblativos. Para enfatizar esta condición a mí me gusta utilizar la expresión existencias al unísono, que es como titulé la trilogía en la que analizaba diferentes aspectos de las interacciones humanas. En La capital del mundo es nosotros me atreví a señalar lapidariamente que «el lugar más peligroso del planeta Tierra es el cerebro de una persona educada mal». No es el cerebro de una persona exenta de conocimientos, sino de una persona exenta de saber comportarse respetuosamente con la dignidad que todo ser humano posee por el hecho de serlo. Una persona que rebaja la vida del otro y por tanto la propia y la de toda la familia humana.

La filósofa Marina Garcés en su Nueva Ilustración Radical habla de analfabetismo ilustrado para señalar la impotencia que supone que lo sabemos todo (tenemos a nuestro alcance todos los conocimientos de la humanidad), pero no podemos nada. Difiero ligeramente. Lo sabemos todo, sí, pero con todo lo que sabemos apenas aprendemos algo, de ahí la credulidad que ella misma insta a combatir desde posicionamientos críticos. Para constatar lo inoperante de nuestro conocimiento, y sentir la misma decepción que la que asedió a los promotores de la Ilustración, basta con darse una vuelta por la historia del Homo Sapiens. Las motivaciones que patrocinaban los actos de nuestros ancestros en épocas arcaicas gozan de sorprendente homología con las que capitanean la vida del sujeto que llama a las puertas del posthumanismo. Yuval Noah Harari en 21 Lecciones para el Siglo XXI propone tres objetivos en la esfera educativa del animal humano: conseguir trabajo, comprender, orientarse en la vida. Dicho solo con sustantivos: empleabilidad, inteligibilidad, lucidificación. La educación como sistema reglado ha exacerbado el primer sustantivo y ha desdeñado los otros dos. Ha exaltado la hiperespecialización de los saberes técnicos y ha ido arrumbando los saberes prácticos. Hace poco le leí a una decana aducir que es primordial que la universidad se adapte a las necesidades del nuevo modelo de crecimiento y de la nueva economía. Se trataría de ahormar todavía más las ofertas curriculares a una empleabilidad subyugada a un mercado en cuyo ADN está codificado el tendencial crecimiento de los márgenes por encima de todas las cosas. Algunos autores se refieren a esta realidad como neoliberalismo educativo. En su último artículo de su potente blog El laberinto de la identidad, el profesor Fernando Broncano disertaba que el mercado no tiene necesidades, tiene intereses, y que adaptar la universidad a sus intereses es trocar la universidad en un mercado: «No hay mayor error que haber creado una especie de imaginario del mercado para adaptar el sistema educativo a este presunto espacio, cuando era la adaptación, es decir, la venta de títulos, en los que consistía el nuevo interés del mercado»

En el ensayo La utilidad de lo inútil, Nuccio Ordine se quejaba de esta deriva y demostraba que las humanidades siguen siendo cardinales en un mundo de seres humanos que tejen relaciones con otros seres humanos mientras intentan brindar sentido a sus acciones. En Sin afán de lucro, de la filósofa norteamericana Martha Nussbaum, se impugna la tendencia por la cual el mercado es el criterio que privilegia unos conocimientos en detrimento de otros y se vindica la utilidad de los saberes filosóficos para evitar la depauperización democrática de las sociedades y para transformar y mejorar la organización de la vida compartida a través de una educación de la cultura valorativa. En El error de Prometeo, del profesor Manuel Villegas, se postula el peligro que supone robar el fuego a los dioses (una forma de metaforizar mitológicamente el avance en el conocimiento técnico-instrumental) mientras los hombres no sepan convivir bien entre ellos, el riesgo que acarrearía una inflación tecnológica en un marco de deflación axiológica. Las preguntas son recurrentes y enlazan con el sentido de la experiencia humana. ¿Y qué es convivir bien? ¿Qué valores son los más adecuados para mejorar la vida de los hombres y las mujeres que conforman el rebaño humano? Para responder a estos interrogantes no nos queda más remedio que  pensar, reflexionar, aguzar la conciencia crítica, promocionar la imaginación política y mantenerla en perpetua revisión. Poco que ver con el mundo tecnocrático encantado con inventar medios, pero despreocupado de discriminar fines. Poco que ver también con nuestra tendencia reactiva (Marina Garcés postula que lo contrario de la reacción es la reflexión), que tapona la deliberación y el pensamiento destinados a dirimir las condiciones de una vida buena y digna para todos los seres humanos.

En su obra Creer en la educación, Victoria Camps reconoce que la realidad que nos circunda conspira contra el ideal educativo que consiste en contestar a preguntas de este calibre y ordenar los deseos y estratificar las predilecciones según sean las respuestas. La educación es subversiva, va a la contra, intenta voltear el orden de las cosas, se enfrenta contra un enemigo de dimensiones bíblicas que se resume en «la dificultad de inculcar valores inmateriales en un mundo fascinado por los bienes materiales». La sociedad de mercado, que no la economía de mercado, como distingue Michael J. Sandel, perpetúa el poder del capital a través de una edificación de sinonimias en las que la adquisición y acumulación de capital y sus posteriores posibilidades de transacción consumista conectan con la idea de la felicidad. El mercado inculca en los imaginarios que la felicidad se conquista a través de lo que ofrece el mercado. Resulta sorprendente que aceptemos acrítica y obedientemente una afirmación que otorga un poder omnímodo al que la afirma. Educarnos es refutar esta idea. Es educar nuestros deseos, nuestro carácter, como defendía Aristóteles, según nuestra reflexión ilustrada y pausada y no según las industrias de los relatos publicitarios, la propaganda de objetos obsolescentes y la emotividad política. Educarse deviene así en pura insurgencia.



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