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martes, diciembre 02, 2025

La moderación como sinónimo de educación

En el ensayo Moderaditos, el filósofo y profesor Diego S. Garrocho sostiene que la moderación es un acto de valentía. Este coraje se debe al momento epocal en el que la palabra pública está polarizada y el lenguaje propende a la insolencia y la malsonancia. El autor aduce que desde posicionamientos de izquierdas la moderación se califica de impureza ideológica, y desde la derecha se relee como debilidad. En ambos espectros se considera que es un modo de conceder ventaja al partido rival. De ahí que a quienes practican la moderación se les señale con ese diminutivo claramente despectivo para indicar tibieza, equidistancia, cobardía o neutralidad maquiavélica. Creo que la moderación es una disposición deliberativa que alberga repercusiones más sustantivas que la de la valentía cívica. Quizá en vez de referirnos  a la peyorativa moderación sea más prudente hablar de una deliberación esgrimida con el concurso de la palabra educada, ponderada y predispuesta a poner su atención al servicio de quien piensa de un modo distinto. Podemos definir moderación como la práctica de deliberar con una amistad cívica sin la cual no es posible construir ciudadanía.

La deliberación expresada a su vez con un paralenguaje amable es un ejercicio de atrevimiento democrático, que es la tesis medular del ensayo de Garrocho, pero sobre todo es la condición de posibilidad para que el diálogo pueda desplegarse como proyecto cooperativo en el que los argumentos provenientes de perspectivas distintas e incluso agonales puedan confluir y polinizarse para ofrecer un argumento mejor. Dicho con palabras de Garrocho, la concurrencia del diálogo solo es posible al «conceder cierta probabilidad al error propio y al acierto ajeno». El pluralismo solo emerge en espacios políticos sosegados en los que la exaltación, la belicosidad verbal y la mendacidad sean reprendidas socialmente. El disenso se degrada en animosidad cuando no está preludiado de civismo ni buenos sentimientos de apertura al otro. Quizá en vez de vindicar moderación bastaría con reclamar educación. 

En el recomendable ensayo El fin del mundo común, su autora, Mariam Martínez-Bascuñán, postula con cristalina evidencia que «cuando el lenguaje político ya no sirve para compartir, sino para generar resonancias; cuando las palabras dejan de ser puentes entre perspectivas para convertirse en tambores que marcan el ritmo de las tribus enfrentadas, tenemos un problema». En conflictología el criterio regulativo más sagaz pauta que todo conflicto se puede solucionar cuando los actores se fijan en aquello en donde sus intereses convergen y desplazan a un lugar más secundario los intereses que divergen. Las personas dialogamos precisamente para que nuestros argumentos admitan matices gracias a la participación de otros argumentos. Esta inercia deliberativa solo es posible si partimos de que todo argumento es susceptible de ser refutado o mejorado, y de que el dogma, la afirmación monolítica y fanatizada o «discutir por puro reflejo defensivo» (como señala atinadamente Garrocho) invalidan la construcción de buenos juicios deliberativos. Admitir que los argumentos albergan la capacidad de crear argumentos mejor confeccionados cuando los argumentos se encuentran, nos hace personas más cívicas, más educadas, con una mayor sensibilidad relacional. El argumento granítico e impermeable no es solo un error discursivo, es una forma de empeorar nuestra condición ciudadana. 

El mundo está tan plagado de personas faltosas y proclives a la vehemencia maleducada que, cuando compartamos pareceres y argumentos, deberíamos exigirnos una ritualidad enteramente opuesta. Ser personas respetuosas, atentas, afables, asertivas y cariñosas. Ser veraces, diligentes, mesuradas, solícitas y conciliadoras. Frente a la dejadez ética, que debilita el nexo político con los demás, proponer cuidado cívico, que considera a la otredad un correlato de nuestra propia vida. Sólo con hábitos afectivos  cordiales podemos  crear espacios deliberativos en donde se festeje lo mejor de la argumentación y el diálogo. La base de cualquier sociedad abierta. 


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